“La única fuente del conocimiento es la experiencia.”
Albert Einstein
En México, las decisiones políticas se toman de un momento a otro, pero sus efectos pueden durar décadas. Lo vivimos con la estatización de la banca en 1982 y estamos por vivirlo nuevamente con la reforma al Poder Judicial.
El 1 de septiembre de 1982, en un contexto de crisis económica provocada por el aumento de la deuda externa, la caída de los precios del petróleo y la fuga de capitales, el presidente José López Portillo, en su último informe de gobierno, decretó la estatización de la banca privada. Culpó a los banqueros de la crisis económica y, de un plumazo, convirtió en propiedad del Estado a los 48 bancos privados existentes en ese momento.
El primer daño provocado por esta medida fue la destrucción de varias generaciones de banqueros privados: profesionales capaces y experimentados que habían sido formados durante años, y que incluso eran directores y propietarios de los bancos. Fueron reemplazados por funcionarios públicos nombrados políticamente, sin experiencia técnica ni formación bancaria. El crédito comenzó a otorgarse no con base en análisis de riesgo, sino bajo criterios políticos. Esto deterioró paulatinamente la calidad de las carteras y el nivel de servicio, además de provocar el rezago del sistema. Asimismo, se perdió el espíritu de competencia en la banca que es fundamental para una adecuada determinación de precios de mercado. Como consecuencia, la cartera de crédito pasó de representar el 32.5% del PIB en 1976 a apenas 12.2% en 2004. En contraste, la media de América Latina y el Caribe se situaba en 29% en 1976 y pasó a 21.8% en 2004.
El sistema bancario no logró recuperarse durante el sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988). La cartera de crédito siguió cayendo hasta representar 11.2% del PIB en 1988. Más adelante, en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), se inició el proceso de reprivatización bancaria. Para entonces, el daño ya era muy profundo.
En un intento por crecer, los nuevos banqueros inexpertos y sin formación técnica impulsaron un aumento artificial en la cartera de crédito, que alcanzó el 28.1% del PIB en 1992. Este crecimiento se sustentó en prácticas muy laxas de otorgamiento de crédito, sin una cultura adecuada de manejo de riesgos y una regulación bancaria deficiente. Esto nos condujo rápidamente a la crisis de 1994 y al subsecuente rescate bancario, que provocó de nuevo la caída del crédito, esta vez al 14.5% del PIB en 1996.
Con la ruptura del sistema financiero se afectó a millones de personas y empresas. La desconfianza generada y la percepción de riesgo mantuvieron elevadas las tasas de interés, limitando el acceso al financiamiento y, con ello, la posibilidad de mejorar la calidad de vida de millones de familias mexicanas. La ineficiencia de los bancos estatales, y su uso del crédito con fines políticos, dejó desatendidos los proyectos productivos de pequeñas y medianas empresas, restringiendo así el crecimiento de uno de los motores más importantes de la economía nacional. Ante este panorama, muchas empresas se vieron forzadas a buscar financiamiento en el extranjero, lo que agravó la dependencia externa, limitó el desarrollo interno y generó nuevos riesgos, como la exposición al tipo de cambio.
Han pasado más de 40 años desde aquella decisión y seguimos pagando las consecuencias. El crédito como porcentaje del PIB aún no alcanza los niveles previos a la crisis de 1976. Lo que se rompió en 1982 no fue solo el sistema financiero. Se rompió una cultura. Se quebró una cadena de conocimiento, experiencia e institucionalidad. Tomó décadas reconstruir un sistema funcional, que volviera a otorgar crédito con criterios técnicos, que se modernizara y pudiera sostener el crecimiento económico. Y todo comenzó con una sola decisión política.
Hoy, el país enfrenta una decisión política de gran calado con la reforma al Poder Judicial. Sin juzgar las motivaciones que llevaron al gobierno a proponerla y al Poder Legislativo a aprobarla, no deja de ser una decisión política. Dicha reforma, ya consumada, para que jueces, magistrados y ministros sean electos por voto popular, aunque suene democrática en el discurso, amenaza con debilitar en poco tiempo el conocimiento y la profesionalización de uno de los tres poderes de la Unión. Un poder que tomó más de un siglo en consolidarse y que, si bien tenía oportunidades de mejora, contaba con un cuerpo de jueces con una estructura profesional de carrera.
De forma similar a lo sucedido con la estatización de la banca, lo que viene es el reemplazo de jueces profesionales, formados durante años con criterios jurídicos sólidos y trayectoria técnica, por perfiles políticos, con poca o nula experiencia, con posibles intereses partidistas y expuestos a conflictos de interés.
Si en la banca perder a los técnicos provocó décadas de subdesarrollo financiero, ¿Cuál será el impacto de perder a los jueces, magistrados y ministros? ¿Cuántas décadas pasarán para que una nueva reforma pueda subsanar estos efectos? ¿Y cuántos años más tomará volver a formar a los jueces?
El Poder Judicial no solo resuelve conflictos entre ciudadanos. También es la última barrera contra el abuso del poder y el garante de la legalidad en contratos, inversiones y libertades. Sin un sistema judicial fuerte, el país puede perder certeza jurídica, atraer menos inversión y enfrentar más conflictos internos. El impacto no sería sólo legal. Sería económico. Sería estructural.
Nadie puede responder con certeza qué tanto perderemos. Lo que sí sabemos es que en México, las decisiones políticas tomadas en un instante le cuestan al país décadas. Ojalá hayamos aprendido algo de 1982. Porque, de lo contrario, estaremos pagando las consecuencias por lo menos otros 40 años. ~