Foto: Matheus Pe/TheNEWS2 via ZUMA Press Wire

Lula no tiene margen de error

El recién electo presidente de Brasil recibe un país con graves problemas económicos, dividido y atormentado por la creciente violencia política.
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Brasil tiene un nuevo presidente. O uno antiguo, según se mire. El expresidente Luiz Inácio Lula da Silva ha sido elegido de nuevo para un mandato de cuatro años. Luego de pasar 580 días en la cárcel, Lula vuelve a la cima tras una campaña electoral extremadamente violenta en un país dividido.

La diferencia de votos entre Lula y el actual presidente, Jair Bolsonaro, fue de poco más de 2 millones de votos. Lula ganó por un enorme margen en la región nordeste y Bolsonaro por un amplio margen en el sur, dato que pone en evidencia viejos y arraigados prejuicios regionales en Brasil.

Si 60 millones de brasileños votaron por el regreso de Lula, 58 millones querían la continuidad del gobierno de Bolsonaro, responsable de la muerte de miles de personas durante la pandemia de covid-19 –la “pequeña gripe”, como solía decir el presidente–, que promovió activamente la destrucción de la Amazonía y dejó al país aislado internacionalmente.

En un discurso pronunciado poco después del anuncio de los resultados, Lula habló de reconciliación y de unir a un Brasil dividido, pero le costará conseguirlo. En al menos 25 estados del país, los camioneros y otros partidarios de Bolsonaro han organizando manifestaciones y bloqueos de carreteras que podrían provocar escasez de productos básicos, en un intento de impugnar los resultados de las votaciones y forzar un golpe de Estado.

Las movilizaciones dieron a los brasileños muchas escenas de vergüenza ajena, con carteles escritos en mal inglés o con errores grotescos de portugués, con ciudadanos intentando marchar como soldados, arrodillándose y rezando en medio de las carreteras. Las fuerzas de seguridad tardaron más de tres días en dispersar eficazmente los principales focos de protesta, lo que demostró, sobre todo, que Bolsonaro se ha asegurado una base considerable y fanática de seguidores dispuestos a todo, que amenazaron y agredieron a pasajeros en varios autobuses.

No ayuda a la democracia que Bolsonaro se negara, durante casi dos días después de que se anunciaran los resultados de las elecciones, a reconocer la derrota o siquiera hacer una declaración de cualquier tipo. Cuando lo hizo, en un patético discurso de menos de dos minutos, se limitó a dar las gracias a sus votantes e incitar a las manifestaciones antidemocráticas (a pesar de haber dicho que defiende las pacíficas) y se negó a reconocer la derrota o a felicitar a su adversario.

En un video difundido en redes sociales al día siguiente, Bolsonaro llamó a sus seguidores a desalojar las carreteras, pero declaró “estoy con ustedes”, en un nuevo mensaje ambiguo en el que parece condenar las protestas pero al mismo tiempo defiende su “legitimidad”.

Como Brasil no deja de sorprender, ante la inacción de las fuerzas de seguridad fueron los hinchas organizados de equipos como el Atlético Mineiro y el Corinthians, tradicionalmente prodemocracia, los que acabaron marchando por las carreteras de Minas Gerais y São Paulo, ahuyentando a los partidarios del presidente de camino a partidos en otros estados.

Entre los simpatizantes de Bolsonaro existe la “creencia en la movilización de los camioneros (con el apoyo de los empresarios locales y su maquinaria), la denuncia del fraude electoral (algunos bastante elaborados, otros no tanto), y la fe en que el silencio de Bolsonaro es una estrategia de movilización popular y que busca que se aplique el artículo 142”, explica Odilon Caldeira Neto, profesor de historia contemporánea en la Universidad Federal de Juíz de Fora y experto en la extrema derecha brasileña.

El artículo 142 de la Constitución brasileña trata de los deberes y obligaciones de las Fuerzas Armadas, entre ellos la defensa del país, la ley y el orden, y es constantemente malinterpretado por la extrema derecha como si diera permiso al ejército para derrocar a gobiernos elegidos democráticamente.

Seguro es que Bolsonaro logró ayudar a elegir una fuerte base política de extrema derecha en el Congreso que muy probablemente se opondrá a cualquier política que venga del nuevo gobierno de Lula y forzará negociaciones con el llamado Centrão, o sea, partidos con poca o ninguna ideología fuera de la búsqueda de beneficios. 

Sin duda, la capacidad de negociación de Lula será clave para garantizar su gobernabilidad. Pero el Brasil de 2022 (o 2023, cuando tomará posesión) es muy diferente al que lo vio asumir por primera vez el poder, hace justo 20 años, tanto por la situación económica (también a nivel global) como por los saldos de la pandemia y por los nuevos acuerdos políticos que serán necesarios dada la configuración del Congreso, en el que al menos un tercio de los representantes apenas dialogará con el nuevo presidente.

Nadie sabe si Bolsonaro dejará el gobierno de forma pacífica: al fin y al cabo, se pasó años amenazando con un golpe de Estado, y ahora que ha perdido debe estar más desesperado que nunca, porque podría ir a la cárcel tras perder la inmunidad a la que tiene derecho el presidente. Una cosa es un discurso de dos minutos con un supuesto tono pacificador, y otra lo que pueda hacer de aquí a enero. Pero Bolsonaro no se caracteriza por cumplir su palabra (o sus amenazas) ni por su valentía.

A partir del trabajo de la Comisión Parlamentaria de Investigación (CPI) de la covid-19, Bolsonaro ha sido acusado de cometer delitos que van desde las faltas comunes hasta el delito de “epidemia con resultado de muerte” que podría llevar al futuro expresidente a pasar hasta 30 años en la cárcel. También hay acusaciones de corrupción, difusión de noticias falsas, filtración de datos sensibles de investigación, y más. Bolsonaro podría pasar la mayor parte de su futuro huyendo de la justicia.

Pero es un hecho que el voto de Bolsonaro fue inmenso, sin importar los miles de muertos en la pandemia, la corrupción, las amenazas, el discurso de odio y la violencia real.

No hay duda de que muchos votos fueron comprados –incluso, un equipo de televisión captó a partidarios de Bolsonaro tratando de comprar ilegalmente los votos de los votantes pobres en el interior del país– y de que se usó la maquinaria pública, ofreciendo créditos y otros beneficios a través de los bancos estatales, para convencer a la población de votar por Bolsonaro. Tampoco hay duda de que trató de amañar las elecciones utilizando a la Policía Federal de Carreteras y a la Policía Militar para intimidar a los votantes e impedirles llegar a los colegios electorales.

Pero nada de esto cambia el panorama de división del país. Una parte considerable de la población sigue fanáticamente al futuro expresidente.

Además de haber elegido la bancada más numerosa de la Cámara de Diputados, con 99 diputados electos, eligiendo a exministros y allegados, Bolsonaro ha logrado imponer un discurso extremista a través de redes de noticias falsas bien aceitadas, que lo dejarán en una posición privilegiada como líder de la oposición más radicalizada durante los próximos cuatro años.

Pero no solo fue elegido por esas noticias falsas o por el repudio al candidato del Partido de los Trabajadores, el llamado “antipetismo”, sino también, en parte, porque fue capaz de imponer una serie de agendas queridas por la extrema derecha de los más diversos matices.

Se necesitarán años, incluso décadas, para recuperar el país, y Lula no tiene margen de error. Hereda un país cuya economía tiene grandes problemas, con el hambre rondando, con enormes deudas heredadadas por los gastos de Bolsonaro durante la campaña

Pero sobre todo, tendrá que arreglar un país fuertemente dividido y atormentado por la creciente violencia política. La división no se da solo en torno a las ideologías políticas, sino también por líneas religiosas, con el crecimiento de las denominaciones evangélicas conservadoras y radicales, así como con las fuerzas de seguridad alineadas ideológicamente con Bolsonaro. Las familias están divididas como pocas veces se ha visto en Brasil.

Una vez superados los principales problemas inmediatos, Lula contará con la buena voluntad de la mayoría de las democracias del mundo. El presidente Joe Biden se apresuró a felicitar su victoria y se espera que la relación entre Brasil y Estados Unidos cobre un nuevo impulso.

En el pasado, la política exterior brasileña buscó tener una posición activa en el escenario mundial, pero con Bolsonaro, la política exterior de Brasil ha terminado mayormente aislada. Ahora, algunas de las viejas políticas de Lula pueden volver al centro de la escena, con el país renovando el debate sobre un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU.

Queda por ver cómo Lula navegará en el espinoso asunto de la guerra de Rusia contra Ucrania –durante la campaña, Lula acabó repitiendo la letanía izquierdista latinoamericana de intentar equiparar al Estado agresor, Rusia, con la víctima, Ucrania– y hay que tener en cuenta el papel de Brasil en los BRICS, pero es un hecho que Lula también predicó un acercamiento cauto a Estados Unidos y la Unión Europea, y en su discurso de victoria recordó la necesidad de hablar con la UE sobre cuestiones medioambientales y la preservación de la selva amazónica.

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es periodista. Ha publicado en DW, Al Jazeera, Undark, The Washington Post, Business Insider, Remezcla, entre otros medios. Es doctor en derechos humanos por la Universidad de Deusto.


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