Durante mucho tiempo, España fue una excepción en el panorama europeo, uno de los pocos países en los que no había surgido una derecha nacionalpopulista de ámbito nacional. Se buscaron entonces algunas explicaciones a la ausencia del fenómeno: desde la existencia de un clivaje nacional interno, con formaciones independentistas en Cataluña, hasta la ineficiencia de un Estado de bienestar que redistribuye de forma regresiva, de modo que las clases medias no tenían la percepción de competir con la inmigración por los recursos públicos.
Hace unos meses apareció en la escena política Vox. El partido había concurrido anteriormente en elecciones sin lograr relevancia. Sin embargo, desde la crisis institucional catalana de otoño del 17, los de Santiago Abascal experimentaron un crecimiento notable en las encuestas. Nuevos análisis señalaron la particularidad de esta formación de extrema derecha que, a diferencia de aquellos partidos que habían triunfado en Europa con un discurso populista excluyente, no defendía eso que se ha dado en llamar “chovinismo de bienestar”, es decir, no era proteccionista en lo social. Compartía con la alt right continental sus valores conservadores y su rechazo a la inmigración, pero, al mismo tiempo, se mostraba como un partido eminentemente promercado.
Se interpretó entonces que esa posición sería un lastre al crecimiento transversal de Vox, que quedaría arrumbada en el margen como una opción política para clases acomodadas y conservadoras. Pero, sin urnas que permitieran confirmar o desmentir los análisis, todo eran conjeturas. Hasta el pasado domingo.
En las recientes elecciones andaluzas Vox destrozó todas las predicciones electorales para hacerse con 12 escaños en el parlamento autonómico y un 11% de los votos. La sorpresa es mayor si tenemos en cuenta que la suma de PP y Ciudadanos se ha mantenido constante respecto a los comicios de 2015. Concretamente, Cs ganó los mismos escaños que Vox, 12, mientras el PP se dejaba siete escaños, obteniendo el peor resultado de su historia en Andalucía. Esa pérdida habrá tenido por beneficiarios, hacia el centro, a los de Marín, y hacia la extrema derecha, a Vox. Sin embargo, todavía queda conocer el origen de todos los escaños que faltan para justificar las espectaculares subidas de Cs y Vox. Y eso nos obliga a mirar hacia la izquierda, donde el PSOE se ha dejado 14 escaños, marcando también un récord negativo, y Adelante Andalucía retrocede en tres escaños.
Tendremos que esperar a tener los datos de participación poselectorales para poder realizar afirmaciones, pero todo parece indicar que los malos resultados de la izquierda no se explican exclusivamente por la alta abstención registrada. Parece probable que Cs se haya visto favorecida por un importante trasvase de votos desde el PSOE, y también Vox podría haber encontrado apoyos en los caladeros de la izquierda.
Realizar suposiciones partiendo de los resultados electorales por municipios y por barrios supone el riesgo de incurrir en una falacia ecológica, esto es, de inferir de forma sesgada la naturaleza de los votantes en función de las características socioeconómicas promedias del lugar en el que votan. No obstante, mientras no dispongamos de datos poselectorales, debemos conformarnos con analizar los resultados de Andalucía sobre el mapa geográfico de la región. Y esa mirada no deja demasiadas cosas claras sobre Vox. O quizá sí.
Vox ha sido exitoso en las ciudades, pero también en municipios medianos con una elevada población inmigrante. Ha obtenido buenos resultados entre las clases acomodadas, pero también en sitios humildes como el barrio de las 3.000 viviendas de Sevilla. Ha sido fuerte en zonas donde el desempleo es menos acusado y también en otras donde el paro es un drama cotidiano. Se ha mostrado competitivo en lugares que fueron feudos del PP y también allí donde solía ganar el PSOE. En definitiva, el partido al que, por su posición poco proteccionista y promercado, muchos vaticinaron pocas posibilidades de éxito más allá de la derecha más conservadora y acomodada, se ha revelado como una formación razonablemente transversal.
Una hipótesis para estos datos la encontramos en ese Estado de bienestar disfuncional al que algunos analistas aludieron para explicar en su momento la ausencia de un partido de extrema derecha en España. Si los votantes tienen la percepción de que las políticas públicas no son un instrumento corrector de las desigualdades sociales, tal vez se sientan representados por una formación que considera que la fiscalidad en nuestro país es confiscatoria. Es decir, un partido de extrema derecha que propone amplias rebajas fiscales quizá pueda tener buena acogida más allá de las clases acomodadas, entre unas clases medias o trabajadoras que puede que prefieran no pagar impuesto de sucesiones por el piso que han obtenido en herencia que escuchar promesas de inversión social por las que no perciben un impacto positivo en su situación personal.
Esta impresión puede ser más acusada en Andalucía, donde 40 años de gobierno socialista no han conseguido reducir la brecha de desigualdad entre la región y el conjunto de las comunidades autónomas. Y donde, además, ha operado una administración clientelar de la que sin duda se han beneficiado miles de andaluces, pero que también ha sido percibida como un agravio por otros muchos.
Así, quizá sí sea viable en España una extrema derecha exitosa y transversal en lo socioeconómico, mientras en Europa triunfan los discursos del chovinismo de bienestar. La discrepancia entre las propuestas económicas de Vox y las de líderes como Salvini o Le Pen no impiden que cataloguemos a Vox dentro de esa familia nacionalpopulista europea, simplemente dan cuenta de las particularidades estructurales de nuestro país. Todo ello sin descartar que el partido pueda incorporar, más adelante, propuestas de tinte social como estrategia para ampliar sus bases electorales.
En definitiva, los resultados de Vox sugieren que los de Abascal no son tan diferentes de otros partidos europeos nacionalpopulistas, que beben fundamentalmente del descontento político y de la existencia de demandas sociales insatisfechas a las que los partidos tradicionales no han sido capaces de responder. Eso les convierte en opciones transversales ante las que ninguna formación está a salvo: es un error pensar que darles visibilidad puede ser una buena estrategia para fragmentar el espacio político que ocupan los rivales. En este sentido, sería equivocado concluir que los 400.000 votos obtenidos por Vox el pasado domingo corresponden a 400.000 andaluces de extrema derecha, del mismo modo que habría sido una equivocación deducir que en España hay cinco millones de comunistas tras los resultados de Podemos en las generales de 2015.
La activación de la cuestión migratoria en los últimos meses, la gestión del procés que realizó el PP, el pacto posterior del PSOE con quienes proclamaron la independencia de Cataluña hace un año, el hastío de cuatro décadas de gobiernos socialistas entre escándalos de corrupción y logros económicos discretos, un Estado de bienestar ineficiente, unas políticas de la identidad que erosionan la noción común de ciudadanía, un sentimiento conservador y religioso resistente… Son muchos los vectores que pueden haber guiado el éxito de Vox en Andalucía. Seguramente, sus electores aludan a razones diferentes para explicar el sentido de su voto, pero a todos ellos les une algo que también los conecta con los electores de los partidos nacionalpopulistas europeos: la sensación de que las élites tradicionales han fallado y de que ya no pueden dar espuesta a sus necesidades o sus preocupaciones.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.