Verdades que matan en Venezuela: una respuesta a Almudena Grandes

Mi país está destruido, señora Grandes, y sobre la destrucción se sigue destruyendo.
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Hay un principio jurídico que establece que el desconocimiento de la ley no nos exime de su cumplimiento. Pensé en ese principio tras leer el artículo de opinión que escribió Almudena Grandes sobre Venezuela en El País, llamado “Verdades alternativas”. La novelista española se quejaba de no haber encontrado información fiable sobre lo que sucede en Venezuela y se lamentaba de la falta de análisis explicando cómo ha llegado Venezuela a la situación actual. En el periodismo o en la opinión pública podría aplicarse para decir que no querer leer, enterarse, investigar y usar información disponible para formar una visión sólida sobre una situación dada no nos exculpa de ser ignorantes.

Es tentador pensar que hay tantas verdades alternativas como personas habitan en el planeta, pero hay verdades que gritan con una fuerza feroz, como las muertes que exigen memoria y respeto. No hay verdades alternativas para las familias de los más de 20.000 ciudadanos asesinados en Venezuela cada año. No me lo contaron: a mí tío lo mató el hampa, y disculpe la referencia demasiado personal. Soy una periodista que llegó a España después de que grupos armados defensores del chavismo vaciaran en mis narices una pistola nueve milímetros para amedrentarme mientras trataba de cubrir una protesta de la oposición en 2017, en Caracas, la ciudad donde nací.

No hay verdades alternativas para una tragedia que lleva 20 años viva, y que ha llegado a límites tales que últimamente ha movilizado a la diplomacia internacional e incluso a personas que hasta hace poco habían decidido mantenerse al margen, en la tranquilidad de una burbuja ideológica.

Análisis fiables sobre la situación venezolana hay de sobra, estimada señora. “Relatos”, los llama usted. Intelectuales de probado compromiso ético y democrático se han dedicado a estudiar y luego a explicar qué ha pasado en mi país. Sorprende que siendo ellos colegas suyos, usted no los haya leído. De hecho, el periódico donde usted colabora ha publicado reportajes y análisis sobre lo que ocurre en mi país.

Además, hay organizaciones nacionales e internacionales que hacen la labor de documentar datos básicos de una nación. Desde hace años y por decisión del régimen chavista, el país no cuenta con información oficial de organismos públicos como el Banco Central o el Instituto Nacional de Estadísticas, porque este se niega a entregar cifras o las entrega adulteradas.

Según el Banco Mundial, por ejemplo, la economía venezolana ha perdido el 54% de su tamaño en los últimos cinco años. La industria petrolera, que es o era el motor del país, está en quiebra y ha perdido dos tercios de su capacidad de producción. La hiperinflación venezolana está entre las 10 peores en la historia… ¡del mundo! Se estima que para este año supere, escuche bien, los 2.000.000%. Hoy el salario mínimo de cuatro millones de empleados formales equivale a 5,40 dólares por mes en un país donde un almuerzo no cuesta menos de 6 dólares.

Esto en cuanto a la economía, que ya es mucho decir, pero hay más. El Instituto Prensa y Sociedad cada poco genera informes sobre la gravísima situación de la libertad de expresión en Venezuela, una nación que actualmente no cuenta con un solo informativo de horario estelar en el que se profundice sobre temas que comprometan el funcionamiento del Gobierno so pena de ser vetados. A beneficio de inventario, el perro guardián de la censura chavista se llama Conatel. Una rápida pesquisa en Google le bastará para enterarse mejor de cómo opera ese monstruo.

Otra organización cuyos informes podrían sacarla de su desconocimiento de la debacle chavista es Codevida, que documenta la crisis humanitaria. Por darle un dato: entre 2017 y 2018, 3.000 pacientes fallecieron en Venezuela por la crisis del sector hospitalario.

Usted pregunta por las causas. Le diría que la ideología (que es patología de las ideas) ha logrado su objetivo: el chavismo pone en práctica una gerencia probadamente ineficaz a lo largo de la historia solo por terquear en una supuesta guerra contra “la derecha” y “el capitalismo”. En el camino, claro, va cayendo muerto el ciudadano común, que solo aspira a poder hacer su vida.

Por otro lado, está la militarización del Gobierno, una perversión que usted conoce muy bien porque sabe suficiente de Francisco Franco. Desde el principio, pero con el paso de los años, cada vez con mayor insolencia, descaro y alevosía, el chavismo ha minado el servicio público de adalides del golpismo y de la guerra intestina. ¿La consecuencia? Dos décadas más tarde, Venezuela es un país sometido a una corrupción que lleva adelante la militarada desde el Palacio de Gobierno y los ministerios de la República.

Mi país está destruido, señora Grandes, y sobre la destrucción se sigue destruyendo. No sabe usted la dificultad que entraña para nosotros, periodistas, rendir cuenta de lo que sucede. Corremos el riesgo incluso de perder el juicio. Si no lo hemos perdido es porque la realidad se impone y entonces no somos libres de elegir si contar o no esa realidad: estamos obligados a hacerlo.

Es este mismo momento en que le escribo hay miles de conciudadanos míos rezando para que del grifo de la cocina salga, por fin, al menos un hilo de agua. No hay. Los apagones revolucionarios hicieron colapsar el funcionamiento de un servicio sin el cual no se puede vivir, como usted bien sabe. Sin agua, no hay vida. ¿Me aceptaría usted la invitación a que vayamos juntas, dos semanas, a Venezuela? Llévese papel y lápiz, el relato espera por usted.

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Anna Carolina Maier es periodista. 


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