“Esta es la situación hoy, a un año de una profunda crisis económica y política que desembocó en la salida del poder de Fernando de la Rúa y la asunción por Eduardo Duhalde. La paridad dólar-peso terminó por derrumbarse y con ello se devaluó todo el país: las empresas quebraron, las deudas de los argentinos aumentaron y el desempleo se fue a las nubes. Todo esto ha hecho que Buenos Aires tenga una cara distinta. Aunque los ‘porteños’, como son llamados sus habitantes, no han perdido su amabilidad, han visto aumentar su amargura. ‘Nos tienen de rodillas, pero no podemos caer más’, dice un taxista cambiando su tradicional conversación sobre fútbol, fútbol y más fútbol. La capital ya ha olvidado las gigantescas protestas de hace un año contra el ‘corralito’, la medida de emergencia que congeló los ahorros de los argentinos en las bóvedas de los bancos. Las calles están generalmente vacías de manifestantes. Han sido reemplazados por cientos y cientos de mendigos en las veredas de las calles céntricas y en los escalones de los grandes edificios. Se los ve al frente de los hoteles, estirando incansablemente sus manos en busca de limosnas. Ya son parte del paisaje, de la miseria que azota cada día más fuerte a Buenos Aires y a todo el país” (revista Newsweek).
El texto, fechado poco antes de las recientes elecciones (las primeras que se habrían definido en el país por ballotage, el sistema de doble vuelta inventado por la dictadura de Napoleón III en 1853, y rescatado por la V República de Charles De Gaulle), podría adecuarse perfectamente al día a día de algún perdido rincón de África o el sudeste asiático. Eso quisiera el argentino medio, de clase media, que pauperizado y todo se obstina en seguir mirándose en el espejo de Europa o de los Estados Unidos, pensándose la excepción en una zona del planeta arrasada por la pobreza, y subrayada por sus efectos más notorios: nepotismo, emigración, desnutrición, corrupción, mortalidad, inmigración, analfabetismo, narcotráfico, etcétera.
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La prueba más evidente de la decadencia institucional, ideológica y cultural del país la acaba de ofrecer el ex presidente Carlos Saúl Menem, ganador en primera ronda por dos puntos (el 24% de los votos) sobre su inmediato contendiente, el oficialista (y también peronista) Néstor Carlos Kirchner. La diferencia que como mínimo tenía que ser de diez puntos no alcanzó. Se dipuso fecha para el ballotage: 18 de mayo. Pero Menem, abrumado por las catastróficas cifras que los sondeos previos le auguraban, decidió no presentarse. La maniobra, un estudiado golpe de efeto, mantuvo a los argentinos en vilo durante días, los necesarios como para que el hombre intentara presentarse como víctima de una conjura “antimenemista” conducida por el archienemigo, el presidente interino (y peronista) Eduardo Duhalde, de quien se dice Kirchner es un títere. La verdad es menos compleja: comido por la megalomanía, Menem demostró su irresponsabilidad, y así pasará a la historia: no como el estadista que condujo durante los noventa a la Argentina por “la senda de la prosperidad”, sino como el cobarde que, antes de morir en su ley, prefirió dejar a la Argentina en manos de un presidente sin gran legitimidad y obligado a pactos de gobernabilidad que pueden volverse rápidamente ingobernables. Cabe recordar que el 27 de abril pasado, en la primera vuelta, la diferencia entre el candidato ganador y el quinto de la serie fue de diez puntos.
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Kirchner, ex gobernador de la austral provincia de Santa Cruz, es ya el nuevo presidente de los argentinos. ¿Qué pasó en la patria de los piquetes, las cacerolas, los clubes de trueque y las fábricas tomadas? ¿Qué pasó en apenas año y medio? ¿Por qué la “multitud” volvió al redil parlamentario? ¿Por que las despreciadas urnas fueron visitadas por más del 80% de la población?
Según algunos analistas, a diferencia de Venezuela, donde el dispositivo clientelar era bipartidista (socialdemócratas y socialcristianos), el argentino es tripartidista y lleva años agotándose, como un enfermo terminal entubado.
Primero quedó el partido militar. Luego vino el turno del partido radical (UCR). En los cuatro años que van desde su victoria en 1983 al desenlace de la rebelión “carapintada”, Raúl Alfonsín dilapidó no sólo un caudal electoral y un prestigio que su partido jamás había tenido, sino también las esperanzas de una sociedad que, por primera vez, aceptaba las reglas del juego democrático hasta las últimas consecuencias. La prueba de su agotamiento está en la absurda administración de Fernando de la Rúa, y en el porcentaje testimonial (menos del 2,5% de los votos) obtenidos por su candidato, Leopoldo Moreau, miembro de la nomenklatura alfonsinista, en las generales del pasado abril.
¿Y el peronismo? Es lo único que sobrevive, pero obligado a definirse. Se acabó el “movimiento”, que aceptaba de todo, desde fascistas hasta revolucionarios. Y se acabó el partido de Estado. Si en su primera presidencia, entre 1946 y 1952, Perón pudo preguntar a los trabajadores si “alguna vez habían visto un dólar” (porque un peso valía y estaba respaldado por reservas en oro, no por empréstitos externos), Carlos Saúl Menem, el gran falsario, dio forma, como por arte de magia, al espejismo de que un peso valía un dólar, mientras las multinacionales y un sector de la burguesía se llevaban los dólares al exterior y los ciudadanos del país se quedaban con pesos devaluados, y encerrados en un “corralito”, otro invento local, el último de una serie que empezó con el dulce de leche, la birome y la picana eléctrica.
A menos que atente contra la siempre frágil gobernabilidad, decepcionando a sus votantes y aliados ocasionales y obligados, Kirchner no tendrá otra opción que instalarse en el centro del espectro político, levemente escorado a la izquierda. Será su alternativa, porque el electorado parece estar en guardia y el fantasma de un final como el de la UCR acechará en cada esquina.
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Amanece en Buenos Aires. El cielo sobre el puerto tiene el color de una pantalla de televisor sintonizada en un canal muerto. En San Telmo, el barrio más antiguo de la ciudad, frecuentado por turistas, aprendices de tango y revolucionarios a la carta, hasta hace unos meses, durante casi todo 2002, vivieron en secreto Naomi Klein y su esposo. Ella, autora de No Logo, es una exitosa publicista de la antipublicidad capitalista. Él, un videasta de fuste y denuncia: tomaron notas y tomas y participaron de cantidad de asambleas a cielo abierto que todo lo discuten y resuelven considerando la opinión de cada una de las partes antes de que el delegado, que rota semana a semana, quede autorizado a transmitir en la interbarrial la palabra del ágora, democrática y directa, mucho más directa que las decisiones tomadas por Internet, que es otra vertiente de la democracia directa, para gente más pudiente, igual de libertaria. Las asambleas, como quería Mao, estallaron como las flores de primavera, de a miles, después de la caída de una supuesta alianza de centroizquierda que gobernó la Argentina hasta diciembre de 2001, y que en realidad ahondó, por derecha, todos los males (y ninguno de los bienes) que sin mentir había provocado Menem, a quien se adoró y detestó, como es costumbre en estas tierras, donde la política es cuestión de personas, personalidades, afinidades, identificaciones. Como si la política fuera sólo eso: el capricho de un tipo. Naomi Klein y esposo andaban por acá y nadie lo supo hasta que se fueron, intoxicados de asambleas, clubes de trueque, piquetes y piqueteros y la toma y posterior puesta a punto de fábricas abandonadas por los patrones, hechas suyas por los operarios desocupados. Fue el “argentinazo”, como se bautizó con puntual demagogia a la movilización que ese diciembre desembocó en la Plaza de Mayo golpeando más cacerolas que cabezas (aunque se llevó la cabeza de De la Rúa y la calva de Cavallo, su ministro de Economía, un oportunista histórico al que la historia de las oportunidades no le dio una tercera, habiendo sido funcionario de la última dictadura e ideólogo de la convertibilidad con Menem). La escritora y su esposo se fueron confiados, seguros de que se irían todos: “Que se vayan todos”, fue el grito de guerra de aquella multitud insumisa. Pero todo se aceleró cuando Eduardo Duhalde, senador y presidente interino, elegido por sus pares en Asamblea Legislativa, llamó a elecciones, en agosto del año pasado, después de que la policía de su provincia, siempre obediente, asesinó a dos piqueteros durante una marcha, frente a la televisión de medio mundo. Igualmente se fueron tranquilos, a dar forma a textos y documentales que consignaran aunque más no sea un fragmento de toda ese inmensa movida de autogestión y sociabilidad solidaria.
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En 1974, el 10% de la población más pobre de la Argentina recibía un 2,3% del Producto Bruto Interno (PBI). Durante la última dictadura y luego, cuando el timón estaba en manos de Alfonsín, la participación de esos sectores se mantuvo (a costa de la clase media). Al concluir la primera presidencia de Menem, en 1995, la participación de los menos favorecidos había caído al 1,7% y la brecha entre los más y los menos se había ampliado unas 22 veces. Apenas tres años de administración (entre fines de 1999 y diciembre de 2001) de De la Rúa y todo el 2002 hasta este junio de Duhalde y sus ministros de Economía bastaron para agravar los males: hoy los más pobres aprovechan sólo el 1,1% del PBI. En otros términos: la brecha en la distribución de la riqueza (en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires, donde se concentra más del 40% de los argentinos) refleja que, con un ingreso calculado en unos tres mil millones de pesos (unos mil millones de euros), cerca de un millón doscientos mil ciudadanos recibe más de 1140 millones (el 37,6%), mientras que el otro millón doscientos mil recibe unos treinta millones (el 1,1%). Es decir, entre 1974 y 2003 la diferencia acumulada entre los más favorecidos y los menos aumentó un 178%. En la Argentina hay 21 millones de pobres, diez de los cuales son púberes y prepúberes, y nueve millones de indigentes, tres de los cuales son niños. La población total del país es de 36 millones de habitantes. Así las cosas, seis de cada diez argentinos son pobres.
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Sin el padrinazgo de Duhalde, que controla con mano de hierro el aparato político del PJ de la provincia de Buenos Aires, Kirchner jamás podría haber llegado siquiera segundo a las generales. Los votos de esa provincia fueron decisivos: ahí sacó en ciertas zonas hasta diez puntos de ventaja sobre el segundo. ¿Quién es el nuevo presidente? Hasta hace unos meses sólo se sabía que era el gobernador de la provincia de Santa Cruz, que su esposa, Cristina, es senadora, que tiene una hija gorda y un perro, que promovió en su feudo una reforma constitucional igual a la que promovió Menem en el ámbito nacional, que Menem nunca fue santo de su devoción, que aumentó por decreto la cantidad de jueces en la Corte Suprema provincial, que esos cargos fueron cubiertos por amigos, y que más del 80% de la población está empleado por el Estado provincial (son menos de 150 mil personas en total), a cambio de lo cual se le solicitan ciertos “favores”. También se sabía que antes del “corralito” sacó del país unos seiscientos millones de dólares, producto de las regalías petroleras (que no están auditadas por ningún contable oficial), y que ese dinero está depositado en bancos de Suiza y Luxemburgo. Ahora, además, se sabe que Kirchner gozó como loco la semana previa al último domingo anterior a su consagración, cuando fue recibido, en tres días sucesivos, por Ernesto Sábato, Lula y Ricardo Lagos, todos con fotógrafo. Entonces se dio cuenta de que ya era el nuevo presidente.
Dice el ensayista Juan José Sebreli, autodefinido “marxista independiente”, votante en estas elecciones del candidato favorito del establishment financiero, Ricardo López Murphy, ex ministro de Defensa y fugaz titular de Economía durante la administración de De la Rúa: “¿Quién ganó? Ganó la vieja política. Todo lo que se pretendía, el famoso ‘Que se vayan todos’, no ocurrió. Al final la gente fue y votó ‘Que vuelvan todos’, que vuelva lo viejo, lo más recalcitrante, lo ya conocido. Menem era un retorno al pasado. Era un Menem cambiado, pero había estado diez años en el poder. Era política bien vieja. Y Kirchner, aunque sea una cara nueva, es Duhalde. Más aún: es la continuidad, seguir con todo lo que venimos viviendo este año y medio. Para demostrar que nada va a cambiar, ya sabemos que seguirá el mismo ministro de Economía. Eso es realmente negativo, porque no hay expectativas ni esperanzas de algo nuevo. Peor todavía: postergó todo para más adelante, para que lo resolviera el próximo gobierno. Al ministro de Economía se lo ha idealizado. En realidad no resolvió nada: lo único que hizo fue lograr postergar las cosas”.
Pero el nuevo presidente es un peronista que hereda a otro peronista, y una situación social y fiscal calamitosa: deberá resolver, en un plazo mínimo, el retrasado escalafón tarifario de las empresas privatizadas, la cuestión de la deuda externa, la compensación a los bancos por la devaluación del peso y el problema del trabajo, clave de bóveda del conflicto social, hasta ahora contenido por las políticas asistencialistas.
“[Kirchner] no va a poder cumplir con todas las promesas que hizo porque el país está arruinado. No se puede hacer populismo si no es en un país con una economía próspera. Perón hizo populismo porque heredó una situación espléndida con las divisas acumuladas durante la [Segunda] Guerra Mundial. Duró cinco años, hasta la crisis económica del cincuenta, cuando se acabaron las divisas y se terminó el populismo. Los populismos posteriores fracasaron porque no había con qué financiarlos. Tampoco va a poder ponerse en una postura antiimperialista porque la economía permite pocas maniobras. Una parte de la CGT (Confederación General del Trabajo, de origen peronista) dice que lo va a seguir. La otra no. Los piqueteros, que no votaron a nadie, van a seguir. Y la clase media, o lo que queda de la clase media, en un caso así, se va a preguntar qué es esto y salir con las cacerolas. No quiero hablar de caos ni ser apocalíptico, no creo que ocurra nada de eso, pero sí va a haber una rápida sensación de desilusión. ¿Qué va a hacer en ese caso Duhalde? Se va a desprender rápidamente. Hasta último momento, va a decir, todo era pacífico. Le entregué un país en orden y no sabe gobernar”. Dice Sebreli.
En el universo del ensayista, Duhalde es un caudillo suburbano de la provincia de Buenos Aires, jefe de una banda de alcaldes que maneja cantidad de dinero estatal para mantener una estructura de votantes que además se financia con dineros recaudados en turbios chantajes por la policía del condado, conocida como “la Bonaerense”, acusada de manejar los desarmaderos de autos robados, la prostitución y el tráfico de drogas.
Contra esa forma de hacer política se levantaron las dos candidaturas más relevantes de los últimos tiempos (provenientes del tronco de la UCR): por derecha, López Murphy, y por izquierda, Elisa Carrió, primera en hacer público su voto a Kirchner en la segunda vuelta, con la “reserva moral” del caso. Sebreli dice que “su gran fuerza (la de Carrió) es la prédica testimonial, contra la corrupción y las mafias. Pero limitar las mafias al menemismo, como si no hubiera mafias en la provincia de Buenos Aires… ¿Con qué cara va a seguir hablando de las mafias después de apoyar al duhaldismo?”
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Nunca hubiera imaginado que el mismo Menem le iba a ahorrar ese disgusto. Faltan apenas meses para que la Argentina festeje veinte años desde que recuperó los mecanismos formales de la democracia. Entonces, aquel octubre de 1983, el candidato de la UCR, Alfonsín, en elecciones libres de toda sospecha, se alzó con la presidencia de la nación por más del 50% de los votos. Para muchos fue una especie de milagro. El peronismo había quedado relegado al segundo lugar. Preso de su propia herencia, el “movimiento” no había entendido la necesidad de renovarse. A los radicales les bastó con vocear el preámbulo de la Carta Magna. Denunciados por amancebarse con los golpistas que en 1976 habían asaltado su propio gobierno, los peronistas, humillados y ofendidos, se abroquelaron en las unidades básicas, las provincias y la Cámara de Senadores: desde allí planearon su retorno. En 1987 estaban de vuelta. Era el principio del fin del radicalismo. Pero eso fue después.
Durante aquel octubre, luego de casi cuarenta años de encantos y desencantos, acaso ingenuamente, empezó a creerse que el debate reemplazaría a la violencia como modalidad de decisión política. Bien o mal, la cuestión parecía saldada. Diciembre de 2001 demostró que las cosas no eran tan así: movilizaciones, algunas espontáneas, la mayoría dirigidas, en involuntaria connivencia con los poderes económico-financieros, voltearon, dejando en la calle 33 muertos y miles de heridos, al desastroso gobierno de De la Rúa, la partícula elemental de un combo bautizado “Alianza” (que también incluía peronistas, comunistas y colaboracionistas), armado tres años antes con el solo propósito de expulsar al PJ de la Casa Rosada.
Sin embargo, el peronismo ya no era el del 83. Era un peronismo regenerado (y corrompido) por Menem, caudillo de una provincia remota, La Rioja, que en las primarias de 1988 se había animado a enfrentar al aparato político partidario, controlado por el histórico Antonio Cafiero: ganó en forma clara, como en 1989 las generales, instalándose en el Ejecutivo, reelección mediante, durante diez años. Desde su asunción hasta 1996, Menem y el titular de Hacienda, Cavallo (el mismo cargo ocupó después con De la Rúa), siguieron a pie juntillas todas las rogatorias del Consenso de Washington, amparándose en la labilidad ideológica de la doctrina madre. Apoyado por la derecha y por cierta clase media beneficiada con la plusvalía de la venta de empresas públicas, la apertura comercial, el ingreso del capital especulativo y el crédito externo, ese peronismo (una suerte de populismo liberal-conservador) destruyó el parque industrial, los privilegios sindicales que había fomentado el creador del “movimiento” y las pequeñas y medianas empresas, dejando en la calle a cientos de miles de trabajadores. Fue repudiado por antiperonistas y peronistas, algunos emigraron y otros se quedaron. Los últimos son los que hasta hace poco fueron parte del interinato de Duhalde, y algunos de los cuales hoy son parte del gabinete de Kirchner.
Duhalde, primer vicepresidente de Menem, después gobernador, se enfrentó con quien fuera su jefe a fines de 1993, cuando el riojano, en secreto pacto con Alfonsín, impulsó una reforma constitucional cuya cláusula central permitió su reelección. Duhalde, quien se consideraba heredero “natural”, quedó desairado y resentido. Hasta que llegó su hora. El pasado verano fue responsable de haber trabado mediante una argucia jurídica la interna del PJ, en la que presuntamente se hubiera impuesto Menem. Extrañas idas y vueltas. El destino de Duhalde parece haber terminado con la destrucción política del ex presidente: un triunfo módico, a lo Pirro.
Pero, contra todo pronóstico, en la Argentina de hoy pocos discuten la democracia como el “menos malo” de los sistemas, ni siquiera los militares, empleados durante parte del siglo pasado por las castas empresarias, políticas, sindicales y eclesiásticas cada vez que sus intereses eran amenazados.
El golpe de marzo de 1976 fue el casus belli, tanto que terminó de facto la tarea que de hecho había empezado en vida de Perón, y que se acrecentó una vez que se enfrió el cadáver: el asesinato a mansalva de toda disidencia política y económica, desde guerrilleros de ultraizquierda hasta militantes comprometidos con los derechos humanos, deteniéndose especialmente en la dirigencia gremial intermedia y la propia guerrilla peronista, Montoneros, enfrentada con la derecha del “movimiento”, liderada por el cabo de policía José López Rega, quien llegó a organizar, desde la sede del ministerio de Bienestar Social, un verdadero ejército paralelo, la Triple A, dedicado a tareas de exterminio, refrendadas legalmente en 1975 por un decreto firmado entre otros por Italo Argentino Luder, entonces miembro de la Corte Suprema de Justicia, y más tarde fallido aspirante a la presidencia, derrotado por Alfonsín.
Ahora queda por ver si el candidato del “modelo de la producción y la inclusión”, su lema de campaña, es capaz de armar un esquema político de desarrollo sustentable. Si Kirchner careciera de ese programa de mínima, perderá rápidamente su crédito y será recordado como aquel que, teniendo la oportunidad de ser diferente, resultó peor que el mismísimo Menem. ~
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