Arquitectura y libertad

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Quizá la primera evidencia en España, ya desde el aire (y salvedad hecha de Galicia y buena parte del País Vasco), sea la concentración: un mantel de retazos ocres al sol, salpicado de poblaciones que llaman la atención por su docilidad; a diferencia de muchos otros países, en la España del urbanismo sin embargo hortera, salvaje y especulador apenas hay disidentes que se salgan de trigonométricos barrios trazados con escuadra.
     Como si aún viviésemos bajo la amenaza de invasión, casi nadie se atreve o no le dejan vivir fuera de los muros de la ciudad, que ahora ya no los trazan las sombras de los castillos sino planes de urbanismo en principio rígidos, para los particulares, pero silvestres y capaces de portentosas mutaciones. Las autoridades hacen respetar las leyes municipales todavía menos que el código de circulación —que ya es decir—, con el consiguiente obsceno número de víctimas.
     Lo siguiente más llamativo es la escasez de bocas de respiración dentro de las ciudades —parques, paseos y ya no digamos jardines—, y ello pese a que, salvo encierros naturales como los de Barcelona o Bilbao, en teoría se dispone de una ancha Castilla para cómodas expansiones, y con un campo, además, que no es célebre por su riqueza. Por qué Zaragoza, Logroño, Badajoz, Murcia, Jaén o Ciudad Real no crecen hacia los lados y sí hacia arriba en descomunales cajas de homenaje al ladrillo y al cemento gris que deberían avergonzar a arquitectos y alcaldes, pero cuyos precios superan los de las clásicas casas de vallas blancas con árbol y jardín en Estados Unidos o Irlanda, constituye uno de los misterios más desafiantes de la España moderna. No hace mucho se ofrecían como gran novedad apartamentos con un sistema de paneles, que permiten, en una concepción carcelaria, reconvertir un salón en un dormitorio y quizá instalar el cuarto de baño en la cocina. Es de suponer que pronto llegaremos a la situación de Hong Kong, donde se alquilan, ya no habitaciones, sino nichos.
     Lo mató porque no apagaba el fútbol.
     Algo se comienza a comprender, sin embargo, cuando en la convivencia y la fiesta dentro de las ciudades se puede apreciar que en España, de Bermeo a Jerez, del Valle de Arán a Badajoz, o en los sanfermines pamploneses, el gregarismo no es una maldición, como lo sería en un barrio de obreros de Zola o Dickens (aunque en éste cada cual tiene su patio trasero y toca el cielo con las manos), sino una elección: según una peculiaridad vasca exportada a toda España, los bares que tienen éxito son los situados en la senda de los elefantes —se sale de uno tambaleándose para entrar en el de enfrente, a cinco pasos—, y el ocio se desarrolla en lugares que como el estadio de fútbol podrían haber inspirado a Elias Canetti su perturbador Masa y poder: la avenida de los cines, la plaza de toros, el barrio viejo del chiquiteo, la playa-hormiguero. Apenas resulta imaginable en España una ciudad donde se premie, como en Ferrara o en Cambridge, la bicicleta y el paseo por parajes solitarios y bosques a la vez que se penaliza la concentración: se castigan coches y alturas, no existen grandes recintos ni, menos, grandes supermercados…
     Estos inmigrantes habían sido hechos para montar a caballo pero se terminaron conformando con los taburetes de los bares. Al principio miraban por la ventana con afán, luego aceptaron los resúmenes de la televisión. Cambiaron el fútbol por el futbito y luego el futbolín. Una generación más tarde eran dos centímetros más bajitos, más serios, más tristes…
     Puede que hoy en día sea un fenómeno internacional (Acapulco, Cancún, Cartagena, Montecarlo, Valparaíso, Miami Beach…), pero ¿no inventamos aquí (y en Nueva York y en Hong Kong pero por razones distintas) la concentración llevada a la ciencia ficción? En qué otro país serían concebibles monstruosidades olorosas a pizza de cemento y aceite bronceador del tipo de Lloret de Mar, Benidorm, Torremolinos, Peñíscola, Laredo… entre otras. La primera pregunta que uno se hace en Marbella-Puerto Banús es por qué ese lugar que parece un gigantesco Lego para niños nuevorricos, con un urbanismo digno de sus recientes alcaldes y de la corte de los milagros de la pornografía rosa, se considera un lugar de lujo. En Francia, para decir que se ha destruido urbanísticamente un sitio se dice que se ha balearizado. Y el mayor misterio de todos: Por qué nadie dice nada y, sobre todo —la Costa Brava catalana ya no tiene salvación, según me decía el senador Carlos Barral mientras trabajaba en la ponencia de la Ley de Costas, y para qué hablar del resto del Mediterráneo español—, ¿por qué a nadie se le piden responsabilidades?
     Porque (y es una primera propuesta) quizá tendríamos que pedírselas al tipo al otro lado del espejo. Y al de la ventanilla, que con el ejercicio sin contestación de su poder ha ido domesticándonos: esas colas inevitables que se crean en los bancos y entidades públicas casi por definición, aunque sobre personal. Ya que si sobra, se va a desayunar (un amigo irlandés me dijo que había comenzado a comprender este país al enterarse un día de que cierto fulano no se ponía al teléfono porque había salido “a desayunar”… por cuarta vez). Esa pasividad de los estudiantes, padres y profesores para aceptar aulas abarrotadas en las que toda enseñanza es, por definición, anónima. Esa aquiescencia de los periodistas para aceptar que cualquiera con un presupuesto descomunal de propaganda les convierta en magnetófonos y accedan a prescindir de las preguntas. Esa tolerancia de los espectadores a que les maltraten, desde el doblaje de las películas (que además es pésimo) hasta su recorte para embutirlas en televisión y nunca mejor dicho: luego se las tasajea en lonchas para que una tercera parte (¡!) del tiempo de su emisión sea publicitaria.
     Algo tendrá que ver todo eso en la docilidad para encajar en los planos de lo que, sólo porque somos generosos y propensos al eufemismo, llamamos viviendas. ~

— Pedro Sorela

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Pedro Sorela es periodista.


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