Nunca hubiera imaginado el teniente coronel golpista Hugo Chávez Frías, tras negociar su rendición el 4 de febrero de 1992, luego de los sangrientos hechos que produjo su intentona militar, que seis años más tarde se le estuviese imponiendo, vía elecciones libres y democráticas, la banda de presidente de la República. Mucho menos hubiese podido conjeturar entonces que en tan sólo tres años de nefasta gestión pasaría, de haber sido el depositario de la más formidable esperanza nacional, a convertirse en el personaje más oscuro y repudiado de toda la historia republicana.
La saga chavista constituye el patético caso en el que un presidente electo casi por aclamación, propietario de un convincente discurso anclado en la justicia social y que auspiciaba el mil veces preterido cambio de las anquilosadas estructuras de un país, desplaza a un segundo plano la problemática nacional para convertirse él en el problema mismo. Y no por ejecutar políticas que afectasen a los poderosos, a esa falsa burguesía que nació y se cebó en las taquillas del Estado, o a aquella cúpula política que se había envilecido y había traicionado a los sectores que decía representar; mucho menos al capital transnacional o a los agentes de la globalización, sino por haber demostrado la más feroz incompetencia en el manejo de los asuntos públicos y la más sorprendente ignorancia en materia de conducción de un Estado.
El país que fue al encuentro de Chávez ya había iniciado el castigo contra la cúpula del poder civil en Venezuela. En 1998, los candidatos de los viejos factores, Acción Democrática y Copei, no contaban con más de un punto en las encuestas. A pesar de no conocérsele mérito alguno más allá de haber intentado un golpe y haber fracasado, a Chávez se le dio el voto y la confianza para barrer los vestigios de un ya vapuleado ancien régime, gracias a un discurso que satanizaba el pasado reciente, y por la promesa básica de reconstruir lo que se creía destruido. Pero no. Como bien decía el desaparecido fundador del Club de Roma, cuando un país toca fondo y se espera que vaya a rebotar, lo más seguro es que comience a escarbar.
Y así fue. El teniente coronel tenía una agenda oculta. Un auténtico patchwork compuesto de apresurados retazos ideológicos y mucho resentimiento social. Con esa colcha sembró el odio y la división entre “patriotas” y “oligarcas”, entendiendo a los segundos en una amplia gama que iba desde el empresariado hasta prácticamente todo aquel que supiese leer y escribir. En el plano económico, llevó el país a la parálisis por la vía de una pantagruélica acción de gobierno empecinada en destinar los mermados recursos al desarrollo de modelos animados por un izquierdismo lactante, así como en proyectos totalmente divorciados de la realidad productiva y de sus ventajas competitivas.
Contacto en Francia
Pese a lo que afirman periodistas como Ignacio Ramonet, ciertos diarios prestigiosos y algunos corresponsales extranjeros de paso por Caracas, Chávez no representa la voz de los desposeídos. Su grito de rebeldía se ahogó el mismo primer año de su gobierno cuando, ebrio de poder, cifró su empeño, no en acometer las salidas a los grandes problemas nacionales, para lo cual fue electo, sino en un obsesivo y totalitario esfuerzo por controlar las instituciones y secuestrar los poderes públicos a fin de ponerlos a su servicio, con el deseo manifiesto de perpetuar su dominio bajo el recurso argumental de que él, a diferencia de los presidentes que le antecedieron, estaba construyendo una revolución.
A Chávez no se le cuestiona el haber tocado intereses poderosos, porque sencillamente no lo hizo durante cuatro años de gobierno. Lo hace ahora, a título de revancha política cuando, sumido el país en un control de cambios, niega divisas a las empresas que fueron al paro cívico nacional, ignorando el hecho de que éstas requieren de las mismas para importar insumos que de otra manera producirán un desabastecimiento esencial o tendrán que ir al mercado negro, cargando el efecto del precio de este dólar al consumidor final.
La banca, por ejemplo, jamás ha realizado mejores negocios que durante su gobierno. La industria y el comercio cierran o reducen sus ventas no porque Chávez haya enarbolado alguna medida popular, sino por la profunda crisis recesiva que en su infinita necedad causó, disminuyendo ostensiblemente el poder adquisitivo del venezolano como resultado de ignorar lo que es un programa económico cualquiera.
Tampoco se le cuestiona por el hecho de que, como dijese Le Monde, “nunca han soportado que un oficial insignificante, del pueblo y zambo, venga a perturbar el juego de una clase dirigente de tradición oligarca”. Chávez es el gobernante más ignaro que hemos tenido, pero no el más insignificante ni el más zambo. Tal argumentación habla más de la pereza mental de cierta izquierda bastante desinformada del agua que corre bajo estos puentes. Una izquierda irresponsable y apoltronada, que echa mano del viejo y esquemático recetario para no complicarse demasiado la sesera y seguir cebando su mullida existencia, remozada apenas con la cirugía estética de la lucha antiglobalización, pero exhibiendo su buen salvaje como mascota. Sin importarle que este espécimen vulnere la democracia o desarrolle organizaciones neofascistas.
Sería interesante que alguno de los exegetas internacionales del “pensamiento” chavista explicase cuál de sus políticas afectó a qué grupo privilegiado nativo o interés transnacional , y de qué modo tales ejecutorias contribuyeron a reducir la pobreza del sector más amplio de los venezolanos. Para muestra, el último botón: el señor Chávez acaba de conceder, sin licitación, a dedo y en franca violación del ordenamiento jurídico, la plataforma del Delta del Orinoco para la explotación de gas no asociado a Chevron–Texaco, Statoil y Totalfinaelf. El cinismo no puede ser mayor: por un lado, se hace la tópica demagogia en solidaridad con los oprimidos y se emplean conceptos como defensa de la soberanía, y por el otro se procede a la entrega discrecional y a puertas cerradas del patrimonio nacional.
Aunque la mirada entusiasta de sus partidarios internacionales no lo pueda calibrar aún, Chávez ni es revolucionario, ni sospecha siquiera lo que significa la historia del pensamiento socialista, ni es consecuente con sus supuestos alardes de sensibilidad social. Muchísimo menos se atiene a los más elementales principios éticos. El presidente es un hombre sin escrúpulos, como lo probó cuando ordenó a la Fuerza Armada aplicar el ignominioso Plan Ávila para reprimir brutalmente una marcha pacífica de más de un millón de personas. Constituye una versión más cínica de lo que fue un Manuel Antonio Noriega en Panamá, con el mismo sentido del ridículo de un Abdala Bucaram en Ecuador. Un militar populista con un pastiche mental que incorpora las luces fascistoides de su asesor, el fallecido sociólogo antisemita argentino Norberto Ceresole, junto a un trasnochado éxtasis por la figura de Fidel Castro, cuya dictadura calificó como “el mar de la felicidad”.
En otro registro, Chávez configura la inaudita regresión, en nuevo formato, de esa fatalidad que personificó el caudillismo militar que se inicia en nuestra guerra de independencia y culmina con los denominados “césares democráticos” (1864-1935), los cuales convirtieron esta tierra en campo de batalla de sus intereses, despedazándola en guerras intestinas, estancando y dividiendo la nación venezolana.
Muy lejos de ser el hombre consciente que al principio logró vender a fuerza de histrionismo, el teniente coronel representa un salto atrás al caudillo decimonónico, al déspota que nos sumió en el atraso y que dejó la marca de su acero en un pueblo que, en palabras de Mariano Picón Salas, apenas consiguió entrar al siglo XX en 1935, tras la muerte del dictador Juan Vicente Gómez. Chávez es heredero y émulo de aquellos cuadrúpedos que, espada en mano, quemaban y arrasaban lo que otros habían construido, en nombre de la libertad.
Además de una pésima gestión económica, a Chávez se le cuestiona justo lo contrario de lo que defienden sus albaceas en el exterior: la entrega ilícita y subrepticia de los recursos no renovables ; la destrucción de los pocos cartílagos institucionales de nuestra democracia cuarentona; el irrespeto artero a la autonomía y libertad de los poderes públicos; el manejo sesgado y abusivo de la hacienda; la corrupción procaz; la creación de grupos neofascistas de choque, mal llamados “círculos bolivarianos”, con los que ha sembrado el terror mediante el desarrollo de una acción terrorista y represiva paraestatal, con pistoleros y delincuentes (abundan vídeos donde se registra a la Guardia Nacional entregando armas a estos grupos organizados desde el poder); la intimidación permanente a periodistas y medios de comunicación, y el grosero proselitismo crematístico en las fuerzas armadas con el fin de convertirlas en guardia pretoriana. Todo en nombre de una revolución que, de no ser por la paella ideológica que un día lo coloca en frontera con el fascismo y el otro en el catecismo de la extrema izquierda, no sería más que la tradicional remembranza de cualquiera de nuestras muchas tiranías del siglo xix y, es bueno recalcarlo, sin agenda social.
Los programas sociales, consecuencia de luchas reivindicativas libradas durante décadas y posibles gracias a los recursos de un país que vende petróleo desde 1913, han sido sustituidos por un populismo grueso, paleto, inédito en Venezuela hasta la llegada de Chávez, del tipo “entrégueme el papelito y le resuelvo el problema”. Una suerte de lotería patriarcal-clientelar televisada, donde la consigna es conseguir que el jefe del Estado atienda su llamada estando “en el aire”. Bajo esta vergonzante modalidad neorrevolucionaria, el azar media para que uno entre millones resuelva un problema puntual de estrabismo o trasplante de médula ósea, obtenga un “microcrédito” o una silla de ruedas, en un show mediático de corte minuciosamente bananero. Las políticas públicas desaparecieron para ser sustituidas por pintorescos sainetes presidenciales donde la buena voluntad del burgomaestre premia la fe y el aguante de su pueblo, concediéndole una gracia a dos o tres desdichados.
¿Resultado? Espantó la inversión y con ella el empleo productivo. Sólo la extranjera cayó en un 70% desde que está Chávez. Más de cinco mil manufactureras cerraron entre 1999 y 2002, más del 40% del parque industrial del país. La fuga de capitales asciende a 33.179 millones de dólares en el mismo lapso, cuando desde 1959 a 1998 se habían fugado 32.269 millones de dólares. El riesgo país subió de cuatrocientos a 1300 puntos.
Incrementó la deuda interna de 2.500 a 11.500 millones de dólares. Elevó en un 46% el gasto público. Condujo el desempleo al récord histórico del 24%. Hizo proliferar la economía informal hasta absorber al 53% de la población económicamente activa. Acabó con lo que quedaba del sistema de salud. Ahondó el deterioro de la educación. No fue capaz de implementar sistema alguno de seguridad social, prohibiendo incluso los fondos de pensiones privados y mixtos, con el agravante de que eliminó los viejos programas de asistencia básica que al menos paliaban la extrema situación de los más pobres. Más del 80% de la población sobrevive en la pobreza. De 1999 a 2002, ésta aumentó en un 28% y la pobreza crítica en un 19%. Sólo en 2002 la moneda se devaluó en un 83% y el PIBcayó en un 8,9%. El país se sume en la ineficacia y en la descomposición.
Una democracia a la carta
Chávez es reo de mentalidad cuartelaria. Desconoce y por demás le irrita la dinámica democrática. No entiende que, si es presidente, lo es porque ha sido electo mediante el sufragio, no porque hubiese triunfado su intentona golpista. Ello lo obliga a dar resultados en el corto y mediano plazo. Desde que llegó lo hizo cloqueando que había triunfado “la revolución” (la misma que la gente llama “la robolución”) e iba a construirla consumiese el tiempo que consumiese. Los problemas podían esperar porque las revoluciones toman cuarenta, cincuenta años, requieren carisma, mucho mito y bastante narcisismo: en su delirio mesiánico pregona que “se sacrificará” para estar al frente de la magistratura hasta el año 2021, fecha en la que se retiraría, luego de colmar su carrera con la conmemoración del bicentenario de Carabobo, la última batalla por la independencia.
Tomado por esa febril presunción, impuso a las guarniciones militares (¡por televisión!) que desacatasen todas aquellas decisiones de jueces o fiscales que contradijesen sus órdenes, incluso si éstas vulneraban el estado de derecho, lo que se ha constituido en prueba pública de que el pequeño aprendiz de dictador no acepta otro poder que el suyo propio.
Chávez es prédica y prédica fraudulenta. Suele citar en su maratónica alocución televisiva dominical, la cual ya no alcanza el 3% de la audiencia, a Ezequiel Zamora, otro caudillo del siglo xix ¡que jamás escribió una línea! Acusa de golpistas las frecuentes movilizaciones que piden elecciones anticipadas, mientras declara día de júbilo cada aniversario de su fallido golpe de Estado. Parafraseando a Anne Sexton, su discurso, con el que arrobó al país en 1998 y con el que todavía consigue adhesiones fuera de éste, nace y se realiza estrictamente en su boca.
Durante algún tiempo resultó, sin lugar a dudas, un exitoso propagandista. Sobre todo durante los dos primeros años de su gobierno, en los que todavía era posible acreditar a la vieja cúpula del poder político las culpas de la crisis. Pero al correr el tiempo y no producirse una sola acción de gobierno, y en su lugar instaurarse una prédica cada vez más estrafalaria, bufa y sobre todo violenta, el país entendió que el mesías era una nulidad como gobernante.
A dos pasos de su hueca fraseología, Venezuela se cae a pedazos, mientras en el entorno áulico se da rienda suelta al festín del peculado. Ni en los peores momentos de sus predecesores, durante la llamada “Cuarta República”, el desgobierno minó tantas aristas de la vida ciudadana. Nada sirve. Nada funciona. Todo luce feo, desprolijo, abandonado, en obscena coherencia con la estética del régimen.
Con todas las instituciones en sus manos, su poder es omnímodo. La Asamblea Nacional, en la que domina por cinco votos, sanciona leyes grotescas gracias a la obsecuencia de sus partidarios. Los miembros del Tribunal Supremo, la Fiscalía General, la Contraloría, la Defensoría del Pueblo, fueron colocados a dedo por él y no son más que apéndices y portavoces de sus órdenes.
Desde el principio, los casos de corrupción fueron alarmantes. De la noche a la mañana y en un solo día, desaparecieron del Fondo de Estabilización Macroeconómica 3.200 millones de dólares. El pulquérrimo hombre del pueblo, hecho tierra de la tierra, el héroe impoluto que juró combatir la corrupción donde quiera que ésta asomara la cabeza, se hacía el sueco ante las cada vez más documentadas denuncias.
La situación se fue agravando a tal punto que la totalidad de los sectores sociales, aglutinados en la Coordinadora Democrática, reunieron dos millones de firmas para solicitar un referéndum consultivo, previsto en la constitución, con el fin de celebrar elecciones anticipadas. En las encuestas, casi un 80% del país se pronunciaba a favor de anticipar los comicios para superar la crisis. Las cifras auguraban al valleinclanesco personaje una derrota aplastante y su salida del cargo. Por eso accionó a sus magistrados en el Tribunal Supremo, el cual prohibió la consulta popular. No es la primera vez que el régimen recurre a la triquiñuela para impedir que se cumpla la voluntad de un pueblo que agota uno tras otro los caminos democráticos.
Chávez propicia la salida violenta. Sus acólitos explican sotto voce que permitirán todo excepto unas elecciones. “El proceso (uno de los nombres que se atribuyen al régimen) no tendrá futuro si electoralmente somos derrotados refiere un diputado de su tolda. En cambio nos reagruparemos más rápidamente y con más fuerza si somos derrocados“. Asistimos entonces a la escena de un gobierno que, habiendo fracasado estrepitosamente y ya sin base social, se resiste a cualquier salida institucional y democrática, buscando la confrontación armada para poder justificar la represión abierta e incluso el autogolpe.
La carga de la brigada chavista
El cuadro es alarmante: César Gaviria, secretario general de la OEA, quien se instaló más de tres meses en Venezuela actuando como facilitador del diálogo en la búsqueda de una solución democrática, constitucional y electoral negociada, fracasó. El gobierno se ha burlado reiteradamente de su gestión. El Paro Cívico Nacional, que duró sesenta días , también fracasó de manera estrepitosa, ante la negativa de Chávez a concertar una salida negociada. Porque reina en el caos, el gobierno demostró que prefiere ver el país en ruinas antes de aceptar una salida a la crisis política.
La ecuación, que se había ampliado con la incorporación de Jimmy Carter y el Grupo de Países Amigos (Brasil, México, Chile, Estados Unidos, España y Portugal) a los procesos de negociación, parece enfriarse paulatinamente. Con honrosas excepciones, el liderazgo de oposición exhibe una pobreza y una pequeñez indecibles: el presidente de la Confederación de Trabajadores de Venezuela, Carlos Ortega, artífice del paro, huyó del país ante la especie de que iba a ser eliminado físicamente por los sicarios del régimen. Personeros del pasado, miembros de partidos como Acción Democrática, presentes en la Coordinadora, han sido acusados de negociar contratos del gobierno y de ser confidentes del mismo. Enrique Salas Römer, ex gobernador y líder de la oposición, lanza su candidatura presidencial en un gesto de egoísmo, soberbia y arbitrariedad, rompiendo la unidad de la sociedad civil.
Partiendo del texto constitucional, redactado por sus acólitos a la medida del propio Chávez y en atención a la Propuesta Carter, avalada por los Países Amigos, la oposición recogió, en una formidable campaña de movilización nacional, más de cuatro millones de firmas en un solo día (Chávez ganó con tres millones setecientos mil votos) para validar la solicitud de referéndum revocatorio previsto por la carta magna. Ésa parece ser la última ratio, pese a los anuncios de boicot del propio Chávez y los suyos.
Es obvio que si se produce el referéndum, Chávez lo pierde avasalladoramente. Ello lo invalida como candidato a las próximas elecciones, a no ser que sus fichas en el Tribunal Supremo dispongan otra cosa. Incluso en este caso, el efecto de una derrota en el revocatorio sería mortal para él si se celebran comicios transparentes, sin trampas electrónicas y con supervisión internacional. Es por ello por lo que acaba de anunciar una nueva ofensiva “en todos los terrenos”, la cual arranca con la aprobación por parte de su corifeo en la Asamblea Nacional de una “Ley de Responsabilidad Social de Radio y Televisión”, la cual apunta a ser el dispositivo formal para revocar concesiones de frecuencias radioeléctricas y cerrar los medios de comunicación.
El resto es sabido: escalada de intimidación y represión contra los sectores de opinión desafectos al régimen, atentados, privación de divisas para la importación de insumos a aquellas empresas y sectores que participaron en el paro (82% de la economía privada), con la consigna “Ni un dólar para los golpistas”, en el marco de un férreo control de cambios con la “Ley Penal de Control Cambiario”, que fomentará el narcolavado a través de un mercado negro que ya comienza a hacer estragos.
La morbidez, el deterioro
A cuatro años de su arribo al poder, el país está enfermo. Los individuos estamos enfermos. Privados de refugio interior. A la intemperie. La información sustituyó la realidad. La irracionalidad invadió las casas y las almas, desde el centro del poder. No hay palabra que relate la revulsión, el deterioro anímico, la lúgubre patología en que se ha hundido la vida privada del venezolano. La impronta rudimentaria de Chávez tomó por asalto el animus del país, haciéndolo víctima de un totalitarismo psíquico que sobrepasa esta pesadilla.
No en balde, artistas e intelectuales se pronunciaron en carta abierta al presidente solicitándole la renuncia para que diera paso a elecciones. De inmediato fueron calificados de golpistas. Pero el pueblo sabe que un golpista no pide elecciones. Y que fue él quien una noche movilizó tanques y miles de soldados y produjo innumerables muertes en un intento de romper el orden constitucional para imponer su primitiva “revolución”.
La naturaleza, siempre indiferente al error humano hubiese dicho Goethe, no ejerce control de calidad. Con un agravante: el héroe de Le Monde Diplomatique representa no la justicia sino el rencor social. El más enconado resentimiento teñido de unas cuantas lecturas apresuradas, mal digeridas, salpicado de simples frases aprendidas al boleo que al principio hicieron mella en un colectivo ahíto de justicia y transformaciones, en un Estado al que todos creímos en trance de modernización.
Nunca antes Venezuela había padecido con tanta fiereza el ingente traumatismo del binomio exceso-vacío encarnado por un gobernante. Y como contraparte, como en un juego vil y esquizofrénico, nunca hubo más verborragia fatua desde el poder. La desilusión se aposenta en las calles. En los ojos de la gente. Todo luce gris y en bancarrota.
Más allá del parloteo, de la jerga insolente, no había nada. Detrás del repertorio de estratagemas sólo subyacía, como en los viejos tiempos, una ambición desmedida, aderezada con teorías rupestres y fantasías manipuladoras.
No fue preciso ir a Hesíodo a buscar, en el tiempo mitológico de Cronos, la patología titánica para padecer los efectos de la misma. Bastó estar aquí, en este país tropical, y parpadear. Bastó esta ciudadanía para ver con estupor la total ausencia de respeto, de mesura, de límites.
Y a toda hybris le aguarda su némesis.
Ya es parte del dolor venezolano la muy peruana reflexión de Santiago mirando la avenida de Tacna desde la puerta de “La Crónica”, en el inicio de Conversación en La Catedral de Vargas Llosa: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”
Estacas similares no hemos podido sacarnos del pecho en esta tierra de gracia ante la continua reiteración de volteretas y errores históricos que nos confirman duros de aprender: ¿Por qué invariablemente erramos el tiro? ¿Quién produce este enredijo que nos lleva a hacer las cosas estrictamente como no son, que nos obliga a perpetrar un país justo al contrario de como se hace un país? ¿Por qué siempre tenemos la sensación de que, a pesar de tanta gasolina, Venezuela es un carro que se mueve con cuatro ruedas cuadradas?
Chávez es el fenómeno más reciente de una larga y antigua cadena de errores que nos llevan a preguntarnos por qué Prometeo, que pagó tan caro por traer el fuego a los hombres, que les enseñó a hacer casas con ladrillo y madera, que les dio la astronomía e inventó los números, la composición de las letras y la memoria, que les dio el carro tirado por caballos, los barcos a velas y el medicamento, no se dio una vuelta por estos lares y nos vendió unas cuantas pastillas de su Prozac civilizatorio.
Secular es esa manía que nos condena permanentemente al mismo error. A la misma secuela arquetípica del tosco militar fundacional que viene a construir su gloria montándonos la bota encima. A transitar y retransitar “nuevos caminos” para llegar tarde, siempre tarde, a las mismas conclusiones a que arribaron los que nos precedieron y desgañitados nos decían cuál era la ruta. ¿En qué fuente arquetípica se gestaron las enzimas citopancreáticas de un país que se devora a sí mismo?
Nos cuesta tanto consolidar algo. Una institución, una obra. Dolor civil, decía Cecilio Acosta, atormentado por la apoteosis de una soldadesca energúmena que, ebria de ignorancia, nos llevaba dando tumbos hacia la barbarie, sin dejar nada a su paso.
La pregunta es: ¿Cuándo vamos a prescindir de estos mesías de cartón? ¿Cuándo vamos a entender que cambio no es destrucción y que construir no es improvisar? El “fenómeno Chávez” nos rebota a nuestra vieja trampajaula caudillista. A Doña Bárbara. A esa sucesión de comienzos que no conduce a ninguna parte. ~
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