Ciertos nombres esconden, a los ojos de la imaginación, el tesoro del mundo, la promesa de una vida más plena o no tocada por la miseria del presente. Durante algunos años esa promesa se cifró para mí, entre otros nombres más o menos exóticos, en las dos sílabas de la palabra Chelsea. Soy incapaz de recordar ahora qué mezcla de sugerencias iconográficas conspiró para envolver este rincón de Londres en el aura de un deseo sin fundamento. Mejor dicho, puedo recordar, pero la memoria invocada es memoria de otras imaginaciones: carece de la nitidez y el peculiar relieve de lo vivido. Aislar cada recuerdo de la avalancha que los trae a mí es tarea inútil y acaso contraproducente: se marchitan al deslindarlos. Su poder, si es que alguno les queda, depende de la superstición de la vaguedad. Ocurre siempre que partimos de escenografías prestadas: a los elementos genuinos se suman otros vicarios, un tanto engañosos, que nos llevan por el camino del tópico. En esos años, pues, Chelsea fue para mí la patria de los expatriados, la bohemia con ínfulas aristocráticas de Whistler y Henry James; fue un apartamento junto al río, en una calle que los mapas llamaban Cheyne Walk y en la que tiempo después pude imaginar los ojos fulgurantes de T. S. Eliot; fue la banalidad de Mary Quant y Marianne Faithfull, la risa inconsciente del Swinging London; fue también, desde la ingenuidad de mis 16 años, cuando pensaba o pensábamos que el arte consistía en cultivar ciertas apariencias, un mundo de mercadillos y muchachas andróginas, la libertad de una mañana ociosa, el azul celeste encerrado en las pobres notas de una canción de Tracey Thorn. Admito la falta de fundamento de estas impresiones. No obstante, con ser frágiles, dicen cosas de uno que no terminan de gustar, como si adivináramos que nuestra educación (¿nuestra vocación?) descansa en parte sobre estampas sentimentales: es difícil dedicarles algo de tiempo sin sospechar una engañifa o un hechizo.
No soy un gran viajero ni un visitante asiduo de Londres. Pero desde hace cinco o seis años, y siempre por motivos que escapan a mi voluntad, me descubro recalando en las calles de Chelsea, que ha pasado a ser (¿no lo era ya, de otro modo?) mi representación mental de la capital. El azar, sin duda, ha querido que el consulado español, una librería de culto, la casa de unos amigos y las oficinas de una revista con la que he colaborado íntimamente se encuentren en un diámetro de apenas kilómetro y medio, en los extremos de un barrio que no es el que esperaba pero que tampoco se merece mi desengaño. A fin de cuentas, mi deseo se ha cumplido. Y sucede, además, que cuanto imaginé desde la distancia y el desconocimiento me ha guiado en mis paseos por estas calles: el Chelsea que ahora conozco está recorrido por los hitos y curvas de nivel que han trazado mis expectativas, confirmadas o no. Lo imaginado contiene lo real. Así las cosas, estos paseos tienen para mí algo de regreso a la adolescencia; son un portal hacia la ligereza y la despreocupación, con la ventaja de que cada nueva visita refuerza la impresión primera. Por una vez, el tiempo juega a mi favor.
Chelsea es, puestos a ser estrictos, una sola calle, King's Road. La referencia monárquica tuvo sentido alguna vez. Ahora es una calle tan vulgar y chillona como la High St. de cualquier ciudad inglesa, aunque aquí y allá sobreviven restos del antiguo esplendor. Las franquicias y las grandes cadenas lo han devorado todo con su lujosa monotonía y sus reclamos intercambiables. Los pocos locales que no han sido adquiridos a precio de saldo por Waterstone's o McDonald's están ocupados por friterías y cafés de dudosa apariencia, o por alguna tienda de ropa usada donde las faldas y camisas de diseño psicodélico, única pervivencia de tiempos más ingenuos, se codean con verdes militares y chaquetas de cuero negro. Es preciso asomar la mirada fuera de esta avenida (poco más que una calle mayor, y como tal indistinguible de tantas otras) para tener un indicio de lo que Chelsea debió ser hace medio siglo: plazas ajardinadas, portales ceñidos por columnas y dinteles blancos, fachadas que combinan la sobriedad del ladrillo con el color subido (azul, rojo, negro) de las puertas, bicicletas reclinadas, verjas y barandas de hierro forjado, silencio y penumbra. Las plazas, rectangulares, imitan el diseño de los crescents (que mi diccionario traduce con exactitud lacónica como "calle en forma de media luna"), también por lo que tienen de travesía privada: con frecuencia, al adentrarme en ellas, he temido ser recriminado por intruso. Estas plazuelas, de hecho, son una muestra ejemplar de la habilidad inglesa para crear bolsas de vacío a dos pasos del tráfico y el agobio de las tiendas. El inglés sólo sabe pasear por el campo; en la ciudad sus trayectos son breves y previsibles. Por esta razón, en cuanto uno sale de las calles más transitadas se descubre en medio de una quietud abrumadora, como si el aire hubiera pasado de largo o nos mirara, expectante, por encima de los tejados. (Hace algunos años, al traducir los diarios ingleses del historiador catalán Ferran Soldevila, no me sorprendió su sorpresa ante esta quietud, pero sí su descripción, que fabulaba exactamente lo contrario que la mía: "A veces, en algún square poco concurrido de Londres, en alguna plazoleta abandonada, en algún jardín aislado, he tenido la misma sensación: el silencio, en Londres, fluye". Pocas veces la razón de un desacuerdo me ha intrigado tanto.)
Los trayectos posibles, como los de cualquier ciudad, son infinitos. Mi preferido es el que arranca de la secreta librería de John Sandoe, en Blacklands Terrace (maravilloso nombre que suena incluso mejor en castellano: bancal de tierra negra), llega zigzagueando hasta Carlile Mansions, en Cheyne Walk, y luego de cruzar Albert Bridge acaba en el parque de Battersea, al otro lado del río. Sólo el hábito justifica este peregrinaje; un hábito, además, que adquirí por azar hace años, cuando la lectura de la biografía de T. S. Eliot me desveló su dirección en Chelsea, en unos apartamentos vecinos a los que había ocupado Henry James durante su etapa londinense. El descubrimiento coincidió con mis primeras visitas al hogar de William Cookson, infatigable paladín de la obra de Pound y fundador de Agenda, tal vez la única revista inglesa que ha sabido recoger el testigo de la vanguardia de entreguerras (o al menos de su cosmopolitismo), y que en cierto momento acogió en sus páginas mi propuesta de una antología de la poesía española contemporánea. La casa de William, que hace las veces de oficina y también de inagotable y revuelto cajón de sastre, se halla al otro lado de Albert Bridge, paso de nombre real cuya ingravidez permite unas gotas de reposo: allí, a espaldas del tráfico y después de largas y apretadas sesiones de trabajo en Agenda, los ojos recuperaban longitud y latitud y discernían, tras la orilla, las calles del regreso. Era un contraste con el desorden y el supremo abigarramiento que rodeaban, como quietos chillidos (siempre he sentido el caos en forma de ruido), nuestras discusiones sobre los seleccionados o sobre unas traducciones que solían precisar sutiles afinamientos. Desde entonces, aunque William esté ausente o John Sandoe haya cerrado por un día su fastuosa librería, cada nueva visita a Chelsea ha sido una oportunidad para cumplir el mismo trayecto, como si recabara fuerzas en los gustos del pasado. O como si quisiera contrarrestar con un gesto rutinario las tentaciones del tópico sentimental. –
(Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Ha publicado recientemente 'Perros en la playa' (La Oficina, 2011).