Éxitos literarios

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No hay mayor éxito literario que ver pasar una expresión feliz, fijarse y fijarla. Puede ser un adjetivo perfecto, como la gota categórica, que escuchó y nos ayuda a escuchar López Velarde en el poema “El retorno maléfico”. Puede ser un personaje en busca de autor que insiste en aparecer. Puede ser una idea, como “Those who cannot remember the past are condemned to repeat it” de Santayana (The life of reason).

Hay una tendencia exploratoria de las palabras mismas a combinarse en textos memorables. Como si quisieran decir algo y buscaran la oportunidad de manifestarse. Es una especie de creatividad espontánea de las palabras mismas que, sin embargo, necesita oídos, ojos y manos. Ha sido interpretada como revelación divina, expresión del genio, manifestación del Espíritu objetivo, necesidad histórica, escritura automática o creación del inconsciente. También puede verse como autocreación movida por azares favorables y auxiliada por un lector que interviene activamente: el autor.

El éxito literario es una especie de buena suerte sorprendida por el autor capaz de enjaularla. Nadie puede atrapar un milagro para el cual no tiene ojos, ni oficio. El milagro se presenta si quiere y cuando quiere. Pero, como dijo Heráclito: “Si no esperas lo inesperado, no lo encontrarás”. Si no estás preparado, ni siquiera lo verás. Si no tienes oficio y terquedad, pasará de largo hasta perderse de vista.

Lo mismo sucede con el segundo lector y todos los que sigan. Hay éxitos conexos, paraliterarios: que el texto se publique, circule, sea leído, reconocido, pagado. No hay razón para despreciarlos (aunque ese desprecio pase por elegante), pero no son lo mismo que el éxito textual: lo milagrosamente escrito.

Los éxitos conexos requieren otra clase de ojo y de oficio (del autor, del editor, del crítico) para que no se pierdan las oportunidades de que el texto encuentre sus lectores idóneos, y anime la conversación. Son éxitos más administrables, y hasta con algo de manipulable, pero no dejan de ser fortuitos. Dependen de una segunda buena suerte: coyuntural, histórica, social; porque la atención lectora puede estar distraída o no estar preparada para ver el milagro. El hado de los libros depende del lector, dijo Terenciano Mauro (siglo ii) en un libro malhadado, del cual queda un fragmento que incluye el verso Pro captu lectoris habent sua fata libelli que circula mutilado (Habent sua fata libelli): tienen su hado los libros.

La segunda buena suerte parece una bendición que prolonga la primera. El encuentro feliz de unas palabras con otras renace en el encuentro feliz del lector con el texto y de unos lectores con otros. Pero no es su consecuencia automática. Hay textos maravillosos que nadie lee. Hay textos lamentables que son aplaudidos como si fueran maravillosos. En este caso, el éxito parece una burla cruel de las musas: Te lo mereces.

Más allá de la vida literaria (la felicidad del texto que anima la conversación), están las metas extraliterarias, que se apoyan en la literatura, aunque no la necesitan, porque igualmente pueden apoyarse en otra cosa. La meta de hacer dinero no es extraliteraria porque sea indigna del quehacer literario, sino porque es indiferente. Se puede hacer dinero de muchas otras maneras, y hay mejores oportunidades en las otras. Algunos buenos libros llegan a producir dinero, pero eso no los hace mejores. Tampoco el hecho de que no se vendan los hace mejores.

Inevitablemente, los éxitos literarios (textuales), paraliterarios (sociales) y extraliterarios (laterales) se confunden y enredan. La confusión es normal, sobre todo en un joven que sueña en… Y aquí empiezan las confusiones. No es lo mismo soñar en leer y escribir, que soñar en ser escritor, que soñar en ser famoso, etcétera. Es mejor precisar las ambiciones, para no perder el tiempo en metas ilusorias; y para separar lo que la moralina suele amalgamar.

 

1. La meta literaria más alta es la felicidad de leer. Es una meta que no requiere escribir, menos aún publicar, ya no se diga salir en televisión. El verdadero éxito literario está en la felicidad, animación, libertad, de estar leyendo, de ser leyendo. Es algo así como ser más, sin querer más (que la simple prolongación de esa plenitud). Puede alcanzarse también de otras maneras: escuchando, mirando, caminando, conversando, aunque nadie salga en televisión por haber visto una tarde espléndida, o haber leído un poema que fue una revelación.

Vivir esa experiencia en un texto (normalmente ajeno, en cuanto fue escrito por otro, aunque se vive como propio) despierta el apetito de más. Un más que no es la mera acumulación de lecturas, sino la prolongación de un encuentro interminable y feliz con la realidad. La lectura es una irrealidad que nos vuelve más reales. Empieza por ayudarnos a escapar de esa irrealidad que es la vida aburrida, y nos da ánimos para volver y reanimarla, para hacer de lo cotidiano algo interesante y legible.

La libertad que da el oficio de escribir, movida por el apetito de leer, puede llevar a un milagro inmerecido: escribir algo que nos hacía falta leer, pero nunca habíamos leído. Sucede generalmente por haber leído poco. Pero no es imposible (aunque se diga una y mil veces que todo está escrito) que el milagro personal sea también histórico: que nunca antes tal (combinación de sílabas, imágenes, episodios, ideas) se hubiese escrito. Claro que proponerse la originalidad es una tontería, porque los milagros no se producen voluntariamente. Lo importante es el apetito de leer, aunque nos lleve a descubrir el Mediterráneo.

Para conservar el apetito, lo mejor es callar cuando no se tiene nada que decir y dejar de leer a los que nada tienen que decir. Se ahorra mucho tiempo, y se conserva el ánimo de explorar, leyendo o escribiendo. Evitar lo trillado, lo que está bien pero nada más, produce una especie de vacío que despeja el horizonte y como que succiona hacia lo importante. Hay un vacío ruidoso y parlanchín que no deja hablar al silencio, y hay un vacío silencioso que puede desembocar en el milagro.

 

2. La curiosidad, los ejercicios, la experimentación, el juego, son importantes para divertirse, aprender y descubrir maravillas inesperadas. Se dice que Carlos Chávez obligaba a sus alumnos a componer obras a la manera de… Es una gran idea para entender la obra de otros compositores, para explorar el infinito mundo musical, para soltar la mano y adquirir técnica. Es como copiar cuadros de grandes pintores. Debería aplicarse en los talleres literarios y en todas las artes. Tiene mucho sentido aquel mensaje de Giotto, cuando le pidieron un cuadro de muestra, para ver si le encargaban obra: trazó al instante un círculo perfecto y se lo entregó al mensajero. Sin el dominio del oficio, no hay genio posible. No se tiene con qué atrapar un milagro.

No me digas que eres un genio de las artes visuales si no sabes dibujar. O que tus versos rompen todos los esquemas, si no eres capaz de escribir un buen soneto. Y no sólo se trata de mostrarse competente. Se trata de explorar, de investigar cómo está hecho lo que sigue siendo atractivo después de tantos siglos. Rubén Darío y Ezra Pound supieron observar cómo estaban hechos los buenos poemas de otros siglos y se lanzaron a sus propias invenciones técnicas. Las obras que cambian la historia no sólo tienen algo importante que decir, y muy bien dicho: tienen invenciones técnicas notables, aunque pocos las noten. Tienen conciencia histórica de lo hecho y de lo que nunca se ha hecho.

 

3. La inteligencia corporal que tiene el ojo, el oído, la mano, la sensibilidad, los conocimientos, la práctica y la buena suerte de tratar con ese mundo misterioso y atractivo que se abre al escuchar, mirar, leer, no debe confundirse con las figuras sociales respectivas y la medición de los éxitos.

Puede haber metas válidas muy distintas. Estudiar el piano, no para ser pianista o compositor, sino para escuchar mejor, es una buena idea. Tocarlo como requisito para adquirir la figura social de una persona educada también lo fue. Igualmente, ser músico y tratar de vivir de eso, aunque es casi imposible. Tocar cuartetos en familia es una felicidad ajena a ganar concursos internacionales, hacer carrera, grabar. En todos estos casos, hay una práctica de la inteligencia corporal bajo figuras sociales muy distintas.

A lo largo de la historia, la división del trabajo fue creando especialidades y figuras sociales que se multiplicaron. En el siglo xx, hubo en México cuando menos un afinador de campanas que iba de pueblo en pueblo ofreciendo sus servicios. Las tradiciones convirtieron las figuras sociales en formatos de ser, sobre todo en las profesiones más comunes y establecidas.

El formato expresa socialmente a las personas, pero también las oprime, como una especie de uniforme del cual hay que revestirse para ser. El hábito no hace al monje, pero no adoptar el formato correspondiente es (socialmente) no ser. Insistir en ser, sin adoptarlo, parece usurpación de profesión, y se castiga legalmente en algunos casos, o al menos socialmente: por el rechazo y la exclusión.

Algunos formatos desaparecieron o no llegaron a establecerse (nadie sabe cómo debe ser un afinador de campanas). Otros evolucionaron. Hoy no se puede ser matemático sin publicar artículos en revistas especializadas, aunque no se tenga nada que decir. Y no se puede publicar en esas revistas sin tener un doctorado y trabajar en el departamento de matemáticas de alguna universidad más o menos respetable. Si un licenciado en derecho hace investigación matemática en su casa, tiene algo importante que decir y lo publica por su cuenta en un libro, como hizo Descartes, hoy sería ignorado por los matemáticos profesionales. Ni se tomarían el trabajo de leer los escritos del aficionado que inventó la geometría analítica.

Los formatos tradicionales de ser se transmiten como la literatura oral. Pero pueden ser obra de autor, como es obvio en Sócrates, San Pablo, Descartes y muchas otras individualidades que no sólo crearon su obra sino el formato de su persona. Ha sido más común en los tiempos modernos. Primero, sin proponérselo: como improvisación obligada por las circunstancias. Luego, como propósito más o menos claro desde el siglo xviii, que se vuelve programa en los poetas románticos. Finalmente, como una especie paradójica de conformismo (vanguardista, psicoanalítico, existencialista, revolucionario y hasta comercial) en el siglo xx. No tener un formato tradicional se volvió tradición masiva, estandarización contradictoria.

En el caso de los escritores, hubo una segunda contradicción. El lugar de apoteosis de la vida literaria es la página escrita. No dejó de serlo ni cuando el formato de ser escritor fue bohemio, atormentado, surrealista o comprometido. Pero ese lugar fue perdiendo importancia a medida que los formatos se integraron sumisamente a la universidad y la televisión. La apoteosis de los honores universitarios o mediáticos se da en la ceremonia y el espectáculo, no en la lectura silenciosa.

 

4. El reconocimiento es importante en términos puramente literarios. Lo importante para la vida literaria es la animación del lector capaz de reconocer la importancia de un texto, y de reconocerse en su lectura; no los honores a la persona que lo escribió. Los lectores inteligentes, conocedores y sinceros son fundamentales, en primer lugar, para saber si el texto dice lo que uno cree haber escrito. Su aprobación anima, puede cambiar el curso de una vida.

Cuando el lector inteligente es además un editor, puede cambiar la historia de la cultura. Sin lectores inteligentes como Tomás Moro y Aldo Manucio, Erasmo hubiera hecho menos y hubiera sido menos. La animación del Renacimiento debe mucho a la inteligencia de los que supieron escoger autores, pintores, arquitectos; de los que supieron leer, ver y escuchar las obras que se producían. La lectura inteligente sube de nivel una época, hace que se produzca más y mejor. ~

 

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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