La primera vez que vi hace ya casi un lustro una pintura de Miguel Galano no pude menos que reconocer en él, inconfundiblemente, a un artista de la familia de los pintores ascéticos. Se trata de una tradición, ciertamente; una tradición que desborda los límites cronológicos de nuestra modernidad de dos siglos y que se vuelve, en más de un sentido, transhistórica: se extiende, por poner unos pocos ejemplos, desde los primitivos italianos hasta Luis Fernández, e incluye a Vermeer y a Morandi, a Zurbarán y a Salvo, a Georges de La Tour y a Hopper (o Rothko o Milton Avery). Su naturaleza más profunda no tiene nada que ver con estilos ni temas ni sabe, en rigor, hacer distingos entre figuración y abstracción. ¿Qué une, en efecto, a Piero della Francesca y a Hammershoi, a Zurbarán y a Tàpies, a Vermeer y a Scully? Entiendo por ascetismo no solamente una actitud del espíritu fundada, entre otras cosas, en una clara tendencia a la meditación y la contemplación sino también una conformación o configuración de la realidad plástica a partir de la desnudez y el despojamiento. Por supuesto, de esa tradición forman parte igualmente no pocos escultores y arquitectos antiguos y modernos, pero es a los pintores a los que quisiera ceñirme ahora. Esa tradición se prolonga, por lo demás, en el cine, de Dreyer a Tarkovski (o Angelopoulos o Erice).
Se diría que la nota más característica del ascetismo plástico más característica aún que las notas que acabo de señalar es su fatal inclinación al estudio de un tema único cada vez, un tema que, en su unicidad, centra la pintura y hace girar en torno a él toda aproximación al mundo plástico. Ese mundo aparece casi siempre definido por una poderosa austeridad, y no pocas veces por una simplicidad desconcertante. Más que desconcertante: una realidad, un mundo inquietante. La mayor parte de los pintores mencionados, en efecto, conciben la imagen como una interrogación de lo visible; podrían, en un sentido amplio y no sólo a la manera de la escuela italiana, ser considerados metafísicos. Lo son, naturalmente, cada uno a su modo. En todos ellos, sin embargo, esa interrogación está ligada al misterio del mundo aparencial, a la tensión (y al diálogo) entre lo visible y lo invisible. Ascetismo: una radical economía de datos (sobriedad, austeridad), una tensión de la imagen (de las imágenes) entre lo mostrado y lo oculto, una apelación al sentimiento mistérico.
Lo primero que sorprende en Miguel Galano (Tapia de Casariego, Asturias, 1956) es lo poco que necesita para despertar esa tensión y ese sentimiento. Una pintura de 2001, Libro luminoso, nos cautiva menos por lo que muestra (un libro blanco al borde de una mesa oscura) que por lo que enigmáticamente oculta en un interior doméstico, aquí cifrado en un estricto ángulo negro. Pero bien puede tratarse de lo contrario, de un exterior, de un paisaje: en Nevada (2002), un caserío aparece casi absolutamente sepultado por la nieve; el blanco se apodera de toda la realidad visible, en una especie de apoteosis de la soledad y la desolación. En esa misma línea de reducción o simplificación de datos, pueden bastar dos árboles en medio de la niebla (Brumoso, 2001) o la silueta de la casona junto a una arboleda al anochecer (Última luz, 2002). Se diría que la cerrada economía de elementos no puede ya reducirse más, no puede alcanzar un nuevo límite: ha tocado ese punto en el que lo que vemos estricto, ceñido a su propio reconocimiento bordea la imagen abstracta.
Tal es, si no me equivoco, el límite que roza una pintura extraordinaria, Marina (2002), en la que el horizonte divide en dos la imagen del mar y del cielo. Es el “riguroso horizonte” del que habla Jorge Guillén y que celebra en sus estrofas geometrizantes el brasileño João Cabral de Melo.
La reciente exposición de Miguel Galano en Madrid (Galería Utopia Parkway) profundiza en esa vocación mistérica. Los “motivos”, esta vez paisajes casi siempre presididos por un grupo de casas de dibujo preciso, de perfiles recortados contra un cielo blanquecino de invierno, se inclinan mayoritariamente hacia un exterior en el que la figura humana desaparece para subrayar la presencia misma de los entornos, de los lugares, de los parajes en los que la mirada quedó un día absorbida. Es verdad que la presencia humana se insinúa o se alude (una vez más el diálogo entre ausencia y presencia) en datos diversos, singularmente en las luces encendidas que ya aparecían en una pintura de 2002, Antes de anochecer. Galano vuelve aquí a esa metafísica de la ausencia en Entre luces (2005), tal vez la pieza más intensa de la exposición en lo que se refiere a esa búsqueda tan concreta como difícil. No menos turbador, sin embargo, es el óleo Cementerio, una larga tapia blanca en la que sobresale un solitario ciprés. Lo que podría llamarse una intimidad del exterior se vuelve en estas pinturas más y más presente. Tiene razón por ello, a mi ver, Enrique Andrés Ruiz al afirmar lo hizo hace algunos años que en las pinturas del artista asturiano penetramos en “un interior que vemos manifestarse a través de un exterior”.
Se ha servido en esta ocasión Miguel Galano de unas palabras de Camille Corot que pone al frente de estas pinturas como una especie de grato talismán: “Me entretengo pintando paisajes”. No tardamos en ver una especie de tierna raíz irónica en estas palabras, en la medida en que nada más lejos del “entretenimiento” que la cerrada indagación metafísica que se halla en la base misma de esta pintura. Una tierna ironía que cabe advertir igualmente en la segunda parte de la frase, la que hace referencia a los “paisajes”, pues ya se ha visto qué clase de inquietantes paradojas ofrecen estos paisajes interiores, estos turbadores edificios sumidos en una tierra de abandono, detrás de un grupo de árboles sin hojas, estas plazas desiertas, estas carreteras sin nadie bajo la luz de la luna llena, estos cielos blancos por los que desciende el frío.
Pintor de espacios que reproducen, de manera misteriosa, sutiles estados de espíritu, Galano ha dicho alguna vez que a pesar de la “aclaración” que ha experimentado su mundo plástico respecto a viejas escenas más “oscuras” en su obra sigue viéndose a sí mismo como un pintor muy negro. No le falta razón, siempre que en esa negrura sepamos ver, como en negativo, una suerte de devoción, de comunión con lo visible. En esas casas, plazas, paseos y arboledas hay una luz oscura, una luz del norte que, si antes necesitaba ser adivinada, ahora no puede sino ser de inmediato reconocida. La luz que nos traen estas pinturas es una luz ascética, como la luz de la mayor parte de los pintores de la tradición de que hablé al comienzo de estas líneas. Esa ascética luz es distinta en cada caso. La de Galano es una luz interior que flota enigmáticamente sobre lugares en los que nos reconocemos. –
(Santa Brígida, Gran Canaria, 1952) es poeta y traductor. Ha publicado recientemente La sombra y la apariencia (Tusquets, 2010) y Cuaderno de las islas (Lumen, 2011).