El erotismo es el homenaje que la inteligencia rinde a la vulgaridad de la carne. Reconocer sus fueros no significa necesariamente idealizarla: solo admitir humildemente que, a pesar de nuestra orgullosa razĆ³n, tenemos que saciar su hidrĆ³pica sed o resignarnos a un amargo sucedĆ”neo de la existencia. La tiranĆa del cuerpo nos exige poner a su servicio la misma facultad intelectual que usamos para emprender los vuelos mĆ”s altos del espĆritu. Cuando la imaginaciĆ³n condimenta la sexualidad, realiza un sacrificio equivalente al de una reina que se arrodilla frente a su paje. Los ascetas y los reprimidos crĆ³nicos prefieren ser infelices que soportar esa humillaciĆ³n. Para ellos no hay nada mĆ”s precioso que la dignidad humana, entendida como una sublimaciĆ³n del instinto bestial, y por eso, cuando el deseo los incita a perder la figura, a rebajarse frente a su conciencia, se imponen el castigo voluntario de la abstinencia heroica, o los castigos inconscientes de la frigidez, el vaginismo o la impotencia nerviosa.
Nos hemos acostumbrado a pensar que la moral judeocristiana es el peor enemigo del erotismo, pero la verdad es que sus prohibiciones siempre han sido un acicate para la lujuria. De hecho, Georges Bataille creĆa necesario mantenerlas vigentes para exacerbar el deseo. Los mandamientos de no fornicar ni codiciar a la mujer o al hombre del prĆ³jimo son a tal punto imposibles de obedecer que la Iglesia castiga con lenidad a sus infractores, brindĆ”ndoles la cĆ³moda opciĆ³n de pecar ahora y pagar despuĆ©s. Algunos devocionarios castellanos de la Edad Media esgrimĆan esa benevolencia como gancho publicitario, cuando el cristianismo se disputaba el control espiritual de la penĆnsula ibĆ©rica con la religiĆ³n musulmana. En los Milagros de nuestra seƱora, una encantadora apologĆa de la devociĆ³n popular ingenua, Gonzalo de Berceo narra varios milagros en que la Virgen concede la salvaciĆ³n in extremis a libertinos y pecadores que tuvieron el tino de combinar la vida licenciosa con la fe mariana. La ayuda que brinda a una abadesa encinta y a un sacristĆ”n impĆŗdico la retratan como una deidad tolerante y liberal, que no concede demasiada importancia a los deslices venĆ©reos. Por supuesto, a partir de la Contrarreforma, el catolicismo cerrĆ³ estas vĆ”lvulas de escape, pero hasta la fecha, los creyentes libertinos pueden salvarse “de panzazo” con un oportuno arrepentimiento al pie de la sepultura, cuando ya no les cuesta trabajo resignarse a la castidad.
Existe, sin embargo, un evangelio de la decencia que no se fundamenta en preceptos divinos, sino en la nociĆ³n de buen gusto. La mojigaterĆa laica, fundada en un altivo y asĆ©ptico menosprecio de la carne, busca reafirmar la superioridad del intelecto sobre el instinto, haciendo mofa de sus apetitos. Inglaterra fue la cuna de esta oleada represiva surgida en el Siglo de las Luces, pero como se ha extendido por doquier ya tiene un carĆ”cter universal. Su principal exponente, Lord Chesterfield, se valiĆ³ de un argumento jocoso para advertir a su hijo que no debĆa entregarse con desenfreno a la cĆ³pula: “El placer es momentĆ”neo, el costo exorbitante, la postura ridĆcula”, dictaminĆ³ en una de las cartas que lo hicieron famoso, no por su calidad literaria, sino porque los historiadores de las letras inglesas las consideran un compendio insuperable de hipocresĆa social, comparable a nuestro Manual de CarreƱo. Lord Chesterfield incurriĆ³ algunas veces en la ridiculez que censuraba, pues tuvo un hijo fuera del matrimonio. A su juicio, no solo el fornicio estropeaba los modales de un gentleman, tambiĆ©n la risa: “Las risotadas frecuentes y en voz elevada son un rasgo de locura y de malos modales, son la forma en que el vulgo expresa su ridĆculo entusiasmo ante cosas ridĆculas; y pasan por llamarlo alegrĆa. En mi opiniĆ³n no hay nada tan carente de educaciĆ³n como una risa audible.”
Enemigo de cualquier efusiĆ³n emocional o endĆ³crina, Lord Chesterfield querĆa que su hijo Philip siguiera esos preceptos para triunfar en sociedad. No lo consiguiĆ³, porque Philip solo alcanzĆ³ a ocupar puestos menores en la administraciĆ³n del Imperio britĆ”nico, pero su veneraciĆ³n de la compostura marcĆ³ el derrotero que en el siglo siguiente adoptĆ³ la moral victoriana. Sus cartas dejan entrever una firme confianza en que el intelecto y el sentido comĆŗn pueden vencer a la libido, porque un amo tiene siempre el poder de someter a su criado. La moral judeocristiana no minimiza el poder de la libido: al contrario, busca fortalecer al mĆ”ximo el espĆritu para oponer resistencia a ese formidable enemigo. En cambio, el catecismo burguĆ©s, anclado en los buenos modales y en una idea utilitaria de la virtud, pretende sobajar el cuerpo, negar la animalidad y castigar sus desfiguros con el ridĆculo. En la actualidad tiene mĆ”s poder que las tablas de MoisĆ©s, sobre todo entre los ateos de clase media, porque nadie sobrestima tanto como ellos el seƱorĆo de la inteligencia. Y me temo que en el mundo acadĆ©mico, tan lleno de nerds, mucha gente obedece por inercia los mandamientos de Lord Chesterfield. Para muchas lumbreras con disciplina estoica, las borlas doctorales son incompatibles con las posturas caninas, pues quien se ha elevado tanto sobre la especie ya no puede comportarse como un vil cuadrĆŗpedo. ~
(ciudad de MĆ©xico, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela mĆ”s reciente, El vendedor de silencio.Ā