Leo en El Universal al Dr. José Sarukhán, cuyo editorial titulado “No maten al mensajero” (10 de mayo) habla de los conflictos que padecen, y más de un tiempo para acá, las universidades públicas. Es interesante. Propone que los encapuchados que acosan ahora “a la UNAM no son sino ‘mensajeros’ de otros personajes que actúan con propósitos de medro personal o grupal partidista”.
Sabe el Dr. Sarukhán de qué habla, rector como fue de la UNAM en… iba a escribir “tiempos difíciles”, pero me detuve a tiempo: ¿cuáles no lo han sido? La Nacional, y no pocas universidades públicas, viven desde 1966 unos tiempos difíciles reciclables. Y en efecto, se debe a los inversionistas “sociales” que prefieren cosechar de ellas frutos políticos instantáneos que los frutos de larga maduración del espíritu académico (que rara vez llega a los titulares).
Con el argumento ultra de que el Estado no funciona, se estorba el funcionamiento de las universidades, cobrándoles a ellas la ineficiencia del Estado, y contagiándoselo. Un comportamiento que no mejora al Estado, desde luego, pero sí fastidia a las universidades: les resta productividad y las degrada ante la sociedad. Ortega y Gasset (“Misión de la universidad”) escribió que “si un pueblo es políticamente vil, es vano esperar nada de la escuela más perfecta”, pero a la vez sentenció que las universidades existen, precisamente, para ayudar a combatir esa vileza.
En México, sucesivas cofradías de ideólogos y politiquillos, obedecidos por el joven dinosaurio del “movimiento estudiantil” –que entre sus miserias se alza como único y legítimo heredero del movimiento del 68– prefieren no universidades buenas o mejores, sino útiles, proveedoras de una utilidad política inmediata que, al averiar su funcionamiento académico, propicia una ineficiencia de la que después culparán al Estado. Es la misma paradoja de los ideólogos que llevan décadas aullando que el Estado planea privatizar a la universidad y, para “defenderla”, proceden a… privatizarla.
Los personajes de que habla Sarukhán, y sus bulliciosos mensajeros, no cejarán en la misión de desprestigiar a la educación superior pública, blandiendo argumentos que no pocos “estudiantes críticos” exentan de la crítica: su obsesión por “democratizar” a las universidades para que, ya democratizadas, sirvan para oponerse a las atroces leyes del mercado. (De poco sirve recordar que las universidades mexicanas –o las facultades de la UNAM– que se “democratizaron” sirvieron, si acaso, para ejecutar unos espectaculares desastres que fue muy costoso reparar.)
Por lo pronto, la compraventa de explosividad política ha secuestrado la obligación (pues es parte de su naturaleza) que tienen las universidades de vivir en un continuo estado de autocrítica, así como su deber de convertir esa crítica en reformas. Toda la sabiduría acumulada por la universidad durante siglos, la labor de sus científicos y sus pensadores, los tutores de decenas de miles de estudiantes, queda inerme ante la inescrutable voluntad –por decirle de algún modo— del plenipotenciario “El Chómpiras”.
Para todo efecto, los titiriteros de “El Chómpiras” se obstinan en despojar a las universidades de poner en práctica en sí mismas los resultados de su propia inteligencia. A las universidades, se diría, les ha sido vedado reformarse. Un profundo conservadurismo y una preservación del status quo que, quién lo diría, imponen los revolucionarios sin rostro y sus titiriteros, una y otra vez.
Sostiene el Dr. Sarukhán que a los encapuchados los mueve gente cuya identidad es “del pleno conocimiento de los círculos gubernamentales encargados de manejar ‘la cara oscura’ del país”. ¿Quiénes son? ¿Por qué son tan poderosos? Habría que desenmascararlos y castigarlos. Me parece más pertinente que corretear a “El Chómpiras” y darle el gusto de ascenderlo a “preso político”. Porque, es muy extraño, pero así de baja es la estima en que tenemos ahora a los verdaderos presos políticos…
(Publicado previamente en el periódico El Universal)
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.