Nunca se logra hablar de lo que se ama

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No exige demasiado esfuerzo imaginar el comienzo de la breve y verdadera historia del último viaje y último texto de Roland Barthes. Es una historia que, aunque parezca mentira, cuenta la verdad sobre Barthes, la escritura y el amor. Y la cuenta sin perder de vista que, como dice Juan José Saer, la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción.
     Barthes hace un breve viaje a Italia, será el último de su vida pero no lo sabe. De noche, en la estación de Milán, el tiempo es frío, brumoso, pegajoso. Un tren está a punto de partir. Sobre cada vagón hay un letrero amarillo con las palabras Milano-Lecce. Barthes, que acaba de llegar de París, tiene entonces una ensoñación: tomar ese tren, viajar toda la noche, encontrarse a la mañana siguiente en la luz, la dulzura, la calma de una ciudad extrema.
     La descripción de esta ensoñación abre su breve reflexión sobre el amor, Stendhal y la escritura, reflexión que se convertirá en un texto truncado, no acabado, el último de su vida, aunque por supuesto él no lo sabe. Lo que sí sabe al sentirse atraído por el tren nocturno en Milán es que le importa mucho parodiar a Stendhal, también viajero por Italia, y exclamar, allí junto a la vía que lleva al sur: “¡Así que veré la hermosa Italia! ¡Qué loco soy aún a mi edad!”
     ¿En qué consiste esa locura? Pues sencillamente —aunque esto Stendhal, como cualquier persona que cae enamorada, no podía saberlo— en algo que en un primer momento no es fácil de adivinar, tal vez porque es una realidad cruda: la hermosa Italia, al igual que la persona amada, está siempre más lejos, en otro lado. Aunque Stendhal nunca lo supo, su Italia fue siempre en realidad una imagen fantasmática que irrumpió en su vida con la misma fuerza que irrumpe el amor que, como se sabe, realiza su entrada en el teatro del mundo con sus famosos coup de foudre. Se deja seducir Stendhal tanto por Italia que todo lo que encuentra en ese país le gusta, hasta de las costillitas empanadas de la cocina italiana se enamora.
     Ya se sabe, de la amada nos gusta todo. El propio Stendhal, viéndose tan seducido por Italia, advierte qué clase de movimiento del alma le une a ese país y señala también la rareza que ese sentimiento contiene: “Es como el amor, y sin embargo no estoy enamorado de nadie, qué raro.” Estupor. Se dedica en sus Diarios a decir todo el rato su amor por Italia, pero no lo comunica, no sabe explicarlo, sus palabras son como garabatos que dicen el amor pero también la impotencia de decirlo y de razonarlo, “tal vez —dice Barthes en su último texto— porque ese amor se sofoca en su propia vivacidad”, tal vez porque el enamorado Stendhal habita en ese espacio aún privado de lenguaje adulto en el que se mueven quienes todavía no han conseguido darle forma a la imaginación y creación propias. “Para limitarnos a estos Diarios de Stendhal que dicen el amor por Italia pero no lo comunican, podríamos repetir melancólicamente (o trágicamente) que nunca se logrará hablar de lo que se ama”, escribe Barthes.
     Pero hay que decir que sólo en sus Diarios no logró Stendhal comunicar bien su amor por Italia. Porque veinte años más tarde, por una suerte de efecto tardío que también pertenece a la lógica retorcida del amor, Stendhal escribe sobre Italia páginas triunfales que logran esta vez sí transmitirnos una imparable pasión por ese país amado. Esas páginas son las que están al principio de La cartuja de Parma, por ejemplo. ¿Qué ha sucedido para que se haya producido esta transformación? Tenemos, por supuesto, a un escritor ya más curtido. Pero, por encima de todo, lo que ha sucedido es que Stendhal ha recorrido la distancia que hay entre el diario de viaje y La Cartuja. Y esa distancia es la escritura.
     Barthes llega a esta conclusión mientras se sube el cuello de su abrigo en la estación de Milán. El tiempo es frío, brumoso, pegajoso. Llegó la hora de partir hacia la luz, la ternura, la calma de esa ciudad extrema que a veces llamamos Muerte. Barthes está terminando de escribir su último texto, un texto que no acabará y quedará truncado, aunque hoy lo veo como el texto truncado más perfecto que he leído, pues es como si involuntariamente nos estuviera señalando que después de decir que nunca logramos hablar de lo que amamos, ya no es necesario añadir nada más. Un tren parte hacia Lecce, pero Barthes no lo tomará, se quedará en Milán, enamorado. Veinte años de escritura le contemplan. “¿Qué es la escritura? Un poder, fruto probable de una larga iniciación, que vence la estéril inmovilidad de la imaginación enamorada y da a su aventura una generalidad simbólica.”
     En su juventud Stendhal, cuando mentía, decía aburrirse. En su Diario, donde nos aburre con su amor chato y casi inexpresado por Italia, nos dice la aburrida verdad. Aun no sabía él en esos días que existía la mentira o ficción novelesca que sería a la vez —curioso salto, que sólo se explica por la potencia de la escritura— desvío de la verdad y expresión por fin plenamente bien dicha de su pasión italiana. Diferencia esencial entre la escritura y la verdad, aunque no debemos perder de vista que, como dijimos antes, la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción. ~

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