Un domingo en Londres

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para M.C.G.

 

Hace muchos aรฑos vivรญa cerca de Londres con Magolo y nuestro hijito de cinco aรฑos. Pobres como รฉramos, nos alcanzรณ para un hotel de terminal cuando fuimos de visita. Sus muros y tapetes habรญan acumulado una pรกtina opaca, aportada por un siglo de fry-up, ese desayuno inglรฉs consistente en un huevo naufragado en un mar de aceite rancio, entre los arrecifes de dos salchichas y un jitomate.

Pero era Londres, esa forma del infinito a la que alude William Blake; la yacente respuesta a la pregunta de Eliot What is the meaning of this city?; la cifra secreta de Dickens.

En la ciudad que inventรณ la cultura de las tribus urbanas mandaban entonces los punks. No eran cualquier punk: eran los protopunks primordiales, fundadores de una genealogรญa que todavรญa era gesto, no moda. Punks adรกnicos y evรกnicos, netos y ortodoxos, con sus uniformes magnรญficos de jeans y cuero derrotado, las ferreterรญas tintineantes, las botas mataperros, los tatuajes cรณsmicos. Y en sus cabezas los estratosfรฉricos peinados que, sin saberlo ellos, firmaban la estรฉtica explosante-fixe de Breton y Man Ray. Crestas de centuriรณn proletario, puercoespines congelados, el injerto cerebral de la piรฑata mexicana, pero con mรกs colores.

Eran encantadores. Quizรก idealizo, porque estaban embrionarios, reciรฉn paridos por las esclusas de Tottenham, vรญrgenes aรบn del fry-up de ideologรญas cataplasma, tan bobitas; libres aรบn de racismos lanzababas; mรกs o menos incontaminados por la fe anfetamina en los amorfos cultos lovecraftianos.

Mi hijito los admiraba mรกs aรบn. Comenzรณ a dejarse baรฑar sin excesivo movimiento social con tal de fabricarse, con el pelo mojado, mohawks equivalentes. Miraba alelado a los punks con sus lentos pasos flacos, chispando el pavimento con sus estoperoles, soรฑando en reclutarse de escudero. Una vez, en la parte superior de un double-decker, se sentรณ atrรกs de un trรญo, hicieron plรกtica en su cockney gutural y le permitieron que, con la palma de la manita, sintiera el pinchazo de sus pรบas purpรบreas, esculpidas con algรบn shampoo atรณmico. Yo –concienzudamente calvo– miraba disolverse mi escuรกlida figura de autoridad…

El domingo fuimos, obligadamente, a Covent Garden. La multitud flotaba bajo el sol en asueto, entre las preciosas tiendas de tรญteres tristes y trenecitos, el carnaval callejero de magos magnรญficos, bailarines, perritos antigravitatorios, los primeros humanos-estatuados, funรกmbulos y monociclos.

Frente al viejo teatro los mรบsicos tomaban turnos. La ciudad, ordenada en su caos meticuloso, les extendรญa el permiso y les asignaba horario. Asรญ, a las once, tres gaiteros resoplaban aires militares o erรณticos (en realidad, lo mismo). Luego podรญa llegar una valkiria, con un portentoso par de wotans, a ulular arias wagnerianas, y luego el grupo de Pearlies con sus cucharas.

Mientras comรญan papas descomunales rellenas de cualquier substancia, los adultos bebรญan cerveza y los niรฑos limonada. Y ahรญ estรกbamos, sentados en la banqueta, cuando llegรณ un grupo de punks pirotรฉcnicos, altรญsimos y desvelados. Eran un mohawk y dos explotantes-fijos. Traรญan treinta latas de cerveza, una guitarra, una tarola precaria y un contrabajo verde con su prรณtesis de ruedita de hule.

Para algarabรญa del hijito, se acomodaron en un rincรณn, detrรกs nuestro, sobre unos tambos, mientras llegaba su turno de entrar a escena. La ocupaba un solista lamentable, muy peinado y con corbata, que cantaba cancioncitas edificantes. Los punks lo miraban con tedioso desprecio. Abrรญan una lata de cerveza cada tres minutos, y la vaciaban en uno en sus gaรฑotes, moviendo con las gรกrgaras sus collares de mastรญn.

Cada vez que el cantantito azรบcar glas terminaba una cancioncita y recogรญa aplausitos, los punks pensaban que ya serรญa su turno. Pero el cantantito iniciaba otra, y los punks se impacientaban mรกs y mรกs y en voz cada vez mรกs alta cacareaban fucks y shits. De pronto, ya enervado, el jefe punk decidiรณ entrar en acciรณn. Puso de pie sus dos metros mรกs veinte de mohawk, tomรณ fuerzas y, justo cuando el cantantito iba a cantar una nota final, largรณ un eructo.

Pero no cualquier eructo. Nunca, a fe mรญa, ni en Jericรณ, retumbรณ uno tan potente y prolongado. Era inacabable, elocuente, un mugido de dragรณn in crescendo. El cantantito y toda la gente con รฉl, llenos de estupor sagrado, miramos al punk convertirse en un virtuoso solo de tuba. El eructo viajaba por la plaza, erizรณ las papas, rebotรณ en los muros, se amplificรณ en la bรณveda del mercado, hiriรณ de muerte a dos o tres palomas, escapรณ hacia el Tรกmesis, rodeรณ Saint Paul, sacudiรณ al Big Ben, cruzรณ hacia The Mall y llegรณ seguramente hasta el Palacio, donde Su Majestad habrรก recordado el blitzkrieg.

Por fin cesรณ. Entre los ecos del eructo agรณnico, mirรกbamos al punk con muda reverencia, entre nubes de cebada, como si fuera un arcรกngel inaudito que acabase de anunciar el fin del tiempo. Y nada, nadie se movรญa. Y en medio de ese silencio aterrado, con una frescura absoluta, el largo punk, luego de pasarse el dorso de la mano por la boca, dijo:

Sorry. ~

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Es un escritor, editorialista y acadรฉmico, especialista en poesรญa mexicana moderna.


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