A principios del siglo XX, en una Italia todavía fascinada por el modernismo de D’Annunzio, surge una generación de escritores y poetas que se ocupa de una nueva forma estética. Con Giovanni Papini al frente (y donde destaca el desdichado y genial Dino Campana), este grupo escribió poemas en prosa bajo la denominación de fragmenti lirici. Los llamados “fragmentistas” querían plasmar por medio de la prosa y el auxilio de las artes plásticas algo así como el fotograma de una ilusión: un poema sin versos que adoptara los mecanismos propios de la narrativa y también del drama. Mucho antes Aloysius Bertrand, pionero del poema en prosa, consideraba a sus textos como “fantasías a la manera de Rembrandt y Callois”, y Charles Baudelaire pensó que su Spleen de París, compuesto íntegramente por poemas en prosa, “no tenía ni pies ni cabeza”. Es decir, hablo de una forma expresiva heterogénea y compleja, un difícil cruce entre herramientas y lenguajes diversos. El poema en prosa da un paso importante hacia la renovación literaria de Occidente, y configura lo que sería según Octavio Paz el género moderno por excelencia.
Pese a ser practicado con frecuencia en la tradición hispana e hispanoamericana (Darío, Juan Ramón Jiménez, Ramos Sucre, Octavio Paz…), la crítica no le ha sido generosa y pocos libros se han escrito sobre el tema: El poema en prosa en Hispanoamérica de Jesse Fernández, El poema plural de Salvador Tenreiro o Antología del poema en prosa de Luis Ignacio Helguera. Además creo advertir una mayor atención hacia otras formas (en apariencia más exóticas y revulsivas) como el haikú o el caligrama, que la prestada al ejercicio del poema en prosa. Un ejemplo remoto: los haikús que el mexicano José Juan Tablada llevara a la Venezuela de 1920 fueron recibidos con gran entusiasmo, a diferencia de la incomprensión e indolencia con que diez años más tarde se recibieron los poemas en prosa de José Antonio Ramos Sucre.
Ha pasado el tiempo y hoy en día el poema en prosa continúa siendo indócil. Su naturaleza polimorfa lo hace sospechoso ante los lectores y parece ocultarse tras una cortina de malentendidos. En él habita una tensión, un cuestionamiento de los alcances y límites de la prosa y del verso y, en consecuencia, de la narrativa y de la poesía. Y si a esto le añadimos su vinculación con el carácter visual de las artes plásticas, entonces el producto es francamente escurridizo. Híbrido en su esencia, es una especie de monstruo discursivo que nace de las mezclas y las transfusiones heterogéneas. Por eso el poema en prosa fue, en muchos casos, incomprendido. Rechazado como poema, marginado por su carácter libre, apuesta decididamente a un rasgo auténticamente moderno: la individualidad. Nacido del mestizaje busca, sin embargo, su autonomía e intenta construir un espacio de leyes propias donde poder situarse y desde el cual erigirse.
Tradicionalmente relacionado con el cuento, por el uso de recursos narrativos, argumentales y de personajes, no sería descabellado vincularlo también con un género en apariencia distante: el ensayo, “género centáurico”, según Alfonso Reyes, es decir, también monstruoso. El ensayo intenta un puente, una vía libre entre dos orillas paralelas. Entre la ciencia y el arte (el binomio es de Reyes), el ensayo echa un puente fascinante y riesgoso. La lectura de un ensayo (de un auténtico ensayo) trae aparejada la pregunta: “¿Esto es un cuento, una monografía, un artículo, un relato?” Es decir, su lectura corre paralelamente a su pesquisa genérica. El poema en prosa comparte estas hibridaciones y quiere hacer poesía prescindiendo del verso, de cierta música del verso, e incorpora la prosa sin entregarse totalmente a lo narrativo o discursivo. Su indefinición inherente coloca al lector en el lugar de la incertidumbre, y lo obliga a prescindir de todo molde y de todo paradigma.
Por otra parte, mientras el ensayo crea para sí un nombre propio o prestado, “ensayo”, el poema en prosa sólo intenta su denominación a partir de dos nombres ajenos. Sería absurdo pensar en denominaciones similares para el ensayo: ¿arte en ciencia?, ¿ciencia en arte?, ¿rigor en ritmo?, ¿arte en prosa? Según el drae la preposición en es una preposición de lugar, tiempo o modo. A saber, “Ifigenia en Áulide”, “Espérame en abril” o “calamares en su tinta”. Así, poema en prosa no corresponde a un nombre propio sino a una descripción, un concepto. ¿Por qué no llamarlo linterna o puñal o rizoma, o inventarle una palabra que lo nombre y singularice?
Y es que el poema en prosa parece necesitar una advertencia, un cartel que anuncie al lector: “Lo que Ud. va a leer a continuación son poemas, pero están escritos en prosa”. El escritor de estos textos defiende, ante todo, la categoría prestigiosa de “poema”, y enfurece cuando el lector no percibe ese tono. Primero fue reconocer al poema en [prosa su identidad como poema, pero hoy parece necesario reconocer su identidad literaria singular, su auténtica diferencia. Porque el poema en prosa se ofrece como un texto distinto, indefinido, pero su lectura se nos da bajo una orientación determinada. Por un lado se abre a lo desconocido, por otro, teme a los equívocos.
Pero nada de esto es un reproche. Todo lo contrario. Las contradicciones profundas del poema en prosa, su falta, incluso, de denominación propia, le otorgan un ámbito próximo y entrañable. Nace de la duda, pero busca su afirmación. Se arroja al mestizaje, pero clama una identidad. Esta incertidumbre se hace trágica tanto para el texto como para el autor (también para el lector), y coloca a esta forma de escritura en una posición decididamente moderna, en diálogo directo con el mundo repleto de interrogantes en que vivimos.
Casi tan moderno como la fotografía y el cine (contará con poco más de 150 años), el poema en prosa sigue buscando, más allá de los especialistas, un espacio de entendimiento y aceptación públicos, una vinculación más estrecha con sus lectores que no pase por la fatigosa exégesis de su identificación genérica, sino que sea degustado con la misma fruición del verso o del cuento. No en balde Charles Baudelaire lo consideraba la mejor forma para “ceñirse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia”. –
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