¿Podría decirse que un día Austin empezó a padecer la enfermedad infantil del museísmo? Al llegar, casi veinte años atrás, descubrimos que sus ofertas en ese terreno eran discretas, aunque el Harry Ransom Center organizó una exposición espectacular sobre Cocteau y su tiempo, con base en su colección de manuscritos del poeta francés –parte de un archivo general impresionante–, dibujos y pinturas del poeta y de sus amigos artistas, préstamos (recuerdo unos Magritte mexicanos) y también una gran cantidad de proyectos escenográficos de Bakst para el Ballet Russe. La mínima casa austinita de O. Henry debió sentirse muy disminuida. Pero hoy los museos se multiplican.
El Ransom Center continúa haciendo exposiciones en torno a sus archivos, que atesoran también una completísima colección fotográfica. Pero hace unos meses abrió sus puertas, a pocas cuadras de distancia, el Blanton Museum of Art, también de la University of Texas at Austin. Sus colecciones iniciales, de pintura europea, ampliadas hace un tiempo, recibieron por largo tiempo el hospedaje del Ransom y de otro museo universitario, centrado en el arte moderno. Hoy constituyen su colección permanente, que incluye una importante de obra latinoamericana.
El Blanton tuvo un comienzo bastante agitado. Un grupo suizo de arquitectos (de los mejores del mundo, según me dijo Teodoro González de León) ganó el concurso internacional para proyectar el edificio. La maqueta exhibida auguraba que el campus universitario –pequeña ciudad dentro de la capital–, ceñido a un estilo que ha ido variando con timidez desde sus ya seculares comienzos, iba a disponer de una obra innovadora como para justificar el viaje de un interesado en la arquitectura realmente contemporánea. Sin embargo, alguien que había contribuido a la obra con alguna determinante donación de dinero declaró que aquello disonaba con el estilo del campus. Se pagó una multa de cinco millones (¿quizá la pagó él?) y ahora la ciudad luce un edificio no conflictivo, sin un estorboso concurso. Tiene una galería exterior con arcos, un espacio como recepción, dos o tres salas, oficinas y una escalera que lleva al segundo piso, todo él salas. La escalera me recuerda la agotadora del Hermitage, capaz de que por ella se desplazara con holgura petersburguesa un cuerpo de húsares o, al final de la notable secuencia única de El arca rusa, un equipo innumerable. ¿Es desproporcionada? Usamos los ascensores.
Estos días, por suerte, en la planta baja hubo una exposición deliciosa: “Visiones exquisitas del Japón / Grabados de la Colección James A. Michener de la Academia de Artes de Honolulu”. Se trata de grabados en madera, a color. Fascinado con este arte, el Michener teniente de navío e historiador, que más tarde haría también un famoso acopio de pintura moderna norteamericana, se convirtió en un especialista que en sus años japoneses juntó seis mil obras (aquí se seleccionan cincuenta) y escribió artículos y libros sobre el tema. The Floating World (1954) analiza precisamente el periodo aquí representado.
La técnica de la impresión en madera, que permite un tiraje grande, empleada en la difusión popular de imágenes de dioses y textos sagrados, en el siglo XVI pasa a ilustrar libros como el Ise Monogatari. Ya antes, con la unificación del país y la formación de una clase acomodada, los grabados que decoraban los castillos y grandes residencias de cada daimyo (señor feudal, nobles) y bushi (guerreros) con flores y paisajes, aparecieron en las casas de una población que vivía mejor. Según sean retratos y de quién, estos grabados reciben distintos nombres, que también varían según la forma, los colores que se emplean, las técnicas de aplicación del hangi o bloque de madera dura, por lo general cerezo, etc., técnica que, de paso, merece algunas vitrinas que explican los distintos procesos. Los grabados resultantes muestran colores planos, en una serie de delicados matices. A lo largo de su evolución priman unos colores u otros, rápidamente aceptados. Pero así como en la pintura occidental las sombras aparecen ya a fines de la Edad Media (quizás en Siena con Piazzetta), aquí aparecen como una innovación tardía y nada sistemática en Hiroshige, en sus nishiki-é (paisajes), las más de las veces como un oscurecimiento arbitrario del color en lo alto de un cielo, o cuando el agua toca la orilla.
Lo notable de enfrentarnos a estos grabados originales proviene de la percepción de sus fondos. Los grabados son planos y también los fondos, pero el tratamiento de estos es muy singular: muchos reciben una capa previa de tinta clara sobre la que se vuelca mica en polvo que da un delicado brillo, sobre el cual las figuras (lo vemos sobre todo en los grandes retratos de Sharaku o de Utamaro) ganan en relieve. Esta originalidad se pierde por completo en las reproducciones técnicas de los libros de arte, y es lamentable.
Una luz inapropiada también es dañina. Al agacharme para ver un detalle en una de las primeras obras, una temprana aparición del tema legendario de Kinko, la diosa que viaja a lomos de una carpa gigantesca, descubrí que el gran pez era dorado, pero esto sólo se percibía mirándolo desde abajo, perspectiva no necesariamente normal. Sin duda había sido hecho para ser colocado un metro más arriba. En fin. Que las delicadezas y exigencias de atención de estos grabados se descubren de a poco. Pero para siempre.
Su importancia en la cultura japonesa se manifiesta en ese extensísimo vocabulario que nombra sus vastas posibilidades: de formatos, técnicas, motivos, colores empleados o la ausencia del rojo, por ejemplo, del periodo en que fueron hechos e incluso si los grabados están destinados a una difusión general o responden a un encargo. Registros de modas, costumbres domésticas y públicas, papeles en la sociedad, vendedores, actores y sus papeles favoritos, leyendas, mitos, paisajes, campos de arroz, glicinas, peonías, crisantemos, lirios, cerezos, puentes, playas, olas, montañas y el cambio que las estaciones impone en la naturaleza y en la vida, todo lo que la poesía y la novela japonesa registran tiene su correlato en el coloreado grabado en madera. Simplificando se puede decir que sus temas se concentran en dos grandes grupos: la naturaleza, la vida en ella o sola, y la sociedad en los espacios que ella construyó.
Avanzando por las salas, la apertura al mundo occidental aparece en algunos rasgos. Y no pienso en Fuyita, que desde París impuso el exotismo de sus aterciopeladas acuarelas, pero también fue puente de influencias hacia Japón. Pienso en Ito Shinsui, muerto en 1972, por lo tanto posterior al periodo Edo en el que se concentra la exposición, y su “Lápiz de cejas”. Podría verse este grabado como una cita o referencia a algunos bellos “Apuntes de mujeres” –ni geishas ni actores que representan papeles femeninos–, de Utamaro (principios del XIX), que registran parecidas escenas de tocador. Al menos es la culminación de una línea seguida por varios famosos grabadores del periodo Edo. Vemos una mujer que al arreglarse contempla un lápiz anaranjado frente a un espejo negro con flores en simples toques dorados. Un espectacular fondo rojo muy oscuro proyecta hacia nosotros el cuerpo lisamente rosa que asoma del quimono azul que podrá acompañarnos con tanta insistencia como las más llamativas “Imágenes del mundo flotante” en un provocativo diálogo de colores con los azules verdosos de Hokusai y los verdes azulados de Hiroshige.
Si esta exposición llega a México, lo que es probable, suspendan todo y no se pierdan las imágenes de un mundo refinadísimo que ya sólo existe en un arte perfecto del pasado. Por favor. Ni siquiera falta el gato que mira al mundo desde una ventana y que puede ser el fabuloso gato sabio de la novela de Soseki. ~