Ilustración: Alejandro Magallanes

Un proyecto alternativo de gobierno

Los ideales del movimiento insurgente alcanzaron su auténtico sentido en 1814 con el decreto constitucional de Apatzingán, que significó una ruptura definitiva con la monarquía. No más rey, no más España. Un país nuevo.
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El decreto constitucional de Apatzingán representa la culminación del proyecto político del movimiento insurgente. Publicado el 22 de octubre de 1814, el decreto era un plan de gobierno para una Nueva España independiente que retomaba muchos de los temas políticos que los líderes insurgentes habían planteado desde 1810. Al mismo tiempo, marcó una ruptura definitiva con la monarquía española. No había lugar para el rey ni para España dentro de la nación constituida en Apatzingán; de modo que establecía una forma de gobierno muy distinta a la adoptada por la carta constitucional de esta monarquía promulgada por las Cortes de Cádiz en 1812. Con este decreto, los insurgentes novohispanos buscaron crear un proyecto de nación que serviría de bandera para la lucha contra las autoridades novohispanas.

Para entender el significado del decreto constitucional de Apatzingán para la historia de la insurgencia y del constitucionalismo mexicano, hay que examinar su estructura en detalle: ¿cuáles eran los fundamentos básicos de este proyecto de nación?, ¿qué forma de gobierno proponían sus autores para la nación independiente? De esta manera, se puede apreciar hasta qué punto el decreto representaba un camino constitucional alterno para la Nueva España y el peso de su legado para el México independiente.

Principios constitucionales

La primera parte del decreto establecía las directrices que adoptaron los constituyentes al elaborar la Constitución. En primer lugar, la declaración de soberanía. En el artículo segundo se anuncia que la Constitución se define como “la facultad de dictar leyes y establecer la forma de gobierno”; en el tercero declara que “es, por su naturaleza, imprescriptible, inenajenable e indivisible”; y en el quinto advierte que la soberanía “reside originalmente en el pueblo y su ejercicio en la representación nacional compuesta de diputados elegidos por los ciudadanos”. A primera vista, este anuncio parece marcar una ruptura con el discurso constitucional insurgente previo. Antes de 1814 el lenguaje empleado por los insurrectos se había asemejado más al pactismo escolástico del antiguo régimen español, según el cual la soberanía se encuentra originalmente en los pueblos de un reino; no obstante, al reconocer al rey, el pueblo le entregaba la soberanía. De modo que la soberanía residía en el monarca. Solamente en caso de ausencia de rey la soberanía podría regresar a su origen. Como casi en todos los primeros movimientos emancipadores en la América española, en el novohispano se había utilizado este principio de la devolución de la soberanía para justificar la lucha. En el caso de las propuestas constitucionales, tanto Ignacio López Rayón en los Elementos constitucionales como José María Morelos en los Sentimientos de la Nación imaginaron la soberanía de una manera similar. López Rayón señaló que “la soberanía dimana inmediatamente del pueblo [y] reside en la persona del señor don Fernando VII”. Mientras que el quinto sentimiento rezaba que “la soberanía dimana inmediatamente del pueblo [quien] solo quiere depositarla en el Supremo Congreso Nacional Americano”.

No obstante, es evidente que algunas características del concepto de soberanía adoptado en Apatzingán conservan algo de los planteamientos insurgentes anteriores. En sus Elementos constitucionales, por ejemplo, López Rayón también diferenció la titularidad de la soberanía (el rey) y la práctica de las facultades soberanas por parte del gobierno insurgente, pues el artículo que acabo de citar termina con la aclaración de que el ejercicio de la soberanía estaría a cargo de “el Supremo Congreso Nacional Americano”. Por otra parte, el hecho de que los constituyentes de Apatzingán describieran la soberanía como un atributo que “reside originalmente en el pueblo” es sugerente, pues, al hacer eco del sentido del verbo “dimanar”, implica que hay dos temporalidades: el comienzo (es decir, el momento original de la residencia de la soberanía en el pueblo) y el momento de su ejercicio. En otras palabras, otra manera de escribir este quinto artículo podría haber sido: “La soberanía dimana del pueblo, y su ejercicio reside en la representación nacional.”

En segundo lugar, los “Principios o elementos constitucionales” creaban una nación en la que todos los habitantes (masculinos) eran nominalmente iguales con derechos políticos para votar y ser votados. El artículo 25 establece claramente la abolición de los títulos de nobleza y de los privilegios de los peninsulares y criollos para alcanzar trabajos gubernamentales sobre las demás castas: “Ningún ciudadano podrá obtener más ventajas que las que haya merecido por servicios hechos al Estado. Estos no son títulos comunicables ni hereditarios.” Los constituyentes reiteraron de este modo su rechazo a la forma monárquica de gobierno –hasta la monarquía moderada y constitucional de Cádiz– y retomaron la insistencia de José María Morelos en los Sentimientos de la Nación sobre la igualdad de todos ante la ley.

De acuerdo al texto constitucional insurgente, la única condición para la ciudadanía era profesar la religión católica por lo que los extranjeros creyentes residentes en Nueva España podrían solicitar la nacionalidad. La relación que establecía el decreto entre ciudadanía y religión era de tal grado que la revocación de la ciudadanía se reservaba para los crímenes de “herejía, apostasía y lesa nación”. La infidencia, en cambio, motivaba meramente una suspensión de derechos políticos. Hay que subrayar la naturaleza radical de la ciudadanía en el decreto. Durante esta época, las leyes electorales solían tener restricciones raciales. Incluso la Constitución de Cádiz, que adoptaba una ciudadanía muy amplia en comparación con países como Estados Unidos o Gran Bretaña, explícitamente excluía de los derechos políticos a los hombres con ascendencia africana.

Finalmente, es de notar que esta parte del decreto abrazaba una justificación netamente iusnaturalista para sus pretensiones. En el artículo 24 declaraba que “la felicidad del pueblo y de cada uno de sus ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad”; y señalaba que “la íntegra conservación de estos derechos es el objetivo de la institución de los gobiernos, y el único fin de las asociaciones políticas”. En los artículos subsiguientes se enumeran los derechos que derivan de esta declaración, incluyendo la presunción de inocencia, la garantía de debido proceso y la libertad de imprenta. Se puede comprender mejor el significado de esta declaración si se considera que la Constitución de Cádiz declaraba que el objeto del gobierno es “la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”, y aunque el artículo cuarto encargaba al gobierno la protección de “la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos”, la carta gaditana no incluía una declaración de derechos a la manera de Apatzingán, de las constituciones francesas o de las primeras enmiendas estadounidenses. En el México independiente, la primera declaración de derechos (de los mexicanos) sería hasta la Constitución de 1836 y de los derechos del hombre en la Acta de Reforma de 1847.

Forma de gobierno

Los constituyentes de Apatzingán establecían la separación de poderes en la segunda parte del decreto con el título de “Forma de gobierno”. De acuerdo al artículo undécimo, el decreto reconocía las tres atribuciones de la soberanía: “la facultad de dictar leyes, la facultad de hacerlas ejecutar y la facultad de aplicarlas a los casos particulares”. El siguiente artículo estipulaba que estos poderes no deberían “ejercerse ni por una sola persona, ni por una sola corporación”. De modo que la Constitución establecía su división en tres instituciones: “el cuerpo representativo de la soberanía del pueblo con el nombre de Supremo Congreso Mexicano”, así como “dos corporaciones, la una con el título de Supremo Gobierno, y la otra con el de Supremo Tribunal de Justicia”. No obstante, los constituyentes no consideraban que los tres poderes de gobierno fueran iguales ni representativos de la soberanía nacional. Solo el Supremo Congreso representaba la soberanía nacional de acuerdo al artículo quinto; además, recibiría el tratamiento de “majestad”. Por su parte, el Supremo Gobierno y el Supremo Tribunal gozarían del título de “alteza”, y fueron caracterizados como servidores de la soberanía, subordinados al Supremo Congreso.

Es evidente la jerarquía entre los tres poderes si examinamos su modo de elección y las atribuciones otorgadas a cada uno. El Supremo Congreso sería el único poder electo popularmente: cada provincia elegiría a un diputado mediante elecciones indirectas en tres grados de acuerdo a un proceso muy similar al sistema electoral de la Constitución de Cádiz. Luego, la asamblea nombraría tanto a los titulares del poder ejecutivo como del judicial, así como a los secretarios y fiscales de ambas instituciones, a los embajadores y a toda clase de representantes diplomáticos. El Supremo Gobierno nombraría libremente a los demás empleados del ejecutivo, así como la mayor parte de los oficiales del ejército. No obstante, en el caso de los militares más graduados –generales de división–, el gobierno consultaría a la legislatura: para cada vacante entregaría una terna a los diputados que harían el nombramiento correspondiente.

Por otra parte, el Congreso tenía facultades casi exclusivas para sancionar y promulgar las leyes. Solamente los miembros de la legislatura podrían presentar iniciativas de ley y –a pesar de que la Constitución otorgaba un veto suspensivo al ejecutivo y al judicial por igual– los diputados podrían votar para revocarlo con la misma mayoría con que hubieran aprobado la propuesta inicial. Asimismo, una iniciativa vetada podría sancionarse dentro del mismo periodo legislativo, pues la Constitución solamente especificaba que deberían transcurrir seis meses entre el veto y su nueva discusión en el Congreso. De la misma manera, el decreto constitucional prohibía al poder judicial interpretar o derogar la legislación, facultades exclusivas de los diputados. El artículo 107 indicaba que el Congreso también resolvería “las dudas de hecho y de derecho que se ofrec[ieran] en orden a las facultades de las supremas corporaciones”, de tal modo que parecía tener el monopolio de la interpretación del texto constitucional.

De acuerdo al decreto, el Supremo Gobierno estaría en manos de un poder ejecutivo representado por un triunvirato, cuyos miembros serían elegidos por el Congreso y se renovarían parcialmente cada año, cuando saldría un integrante de acuerdo a un sorteo. Los tres integrantes se rotarían la presidencia del triunvirato por cuatrimestres, pero serían siempre “iguales en autoridad”. La Constitución no permitía la reelección inmediata de los triunviratos, sino que debería pasar un periodo de tres años, luego de cumplido su periodo, antes de que pudieran encargarse nuevamente del ejecutivo.

El ejecutivo triunvirato de Apatzingán tendría poco poder dentro del gobierno nacional. Sus principales facultades ejecutivas tendrían como objetivo organizar la política exterior y la defensa nacional. También se ocuparía de publicar los decretos de guerra y de paz (previamente dictados por el Congreso), así como de celebrar tratados de alianza y comercio con los países extranjeros. Del mismo modo se haría cargo de la organización de los ejércitos y las milicias nacionales bajo su jurisdicción, y debería cuidar del abastecimiento de las tropas. Además de la necesidad del visto bueno del Supremo Congreso, la debilidad principal del ejecutivo era la incapacidad de nombrar libremente a sus más cercanos colaboradores, los secretarios de despacho, y a los militares de más alta graduación. El control efectivo sobre los nombramientos ministeriales que ejercía el Supremo Congreso significaba que el triunvirato no podría asegurar que la política cotidiana se realizara con personas de su confianza. Es claro que el gabinete debería servir al Congreso y no al Supremo Gobierno. Igualmente, la potestad del Congreso de nombrar a los generales de división a partir de una terna presentada por el ejecutivo, le complicaba a este cualquier intento para valerse de las prácticas de patronazgo dentro del ejército. Los máximos líderes militares no necesariamente le deberían lealtad ni agradecimiento particular, hecho que minaba su posición frente al ejército y haría difícil la tarea de dirigirlo efectivamente.

El poder ejecutivo de la Constitución de Apatzingán era la antítesis de la monarquía absoluta que Fernando VII y sus antepasados habían querido imponer al Imperio español. También es claro que la organización, elección y poderes del triunvirato lo diferenciaban claramente del poder ejecutivo de la monarquía constitucional ideada por los constituyentes gaditanos en 1812. El monarca gaditano gozaba de un veto suspensivo bastante efectivo: la libertad de nombrar a sus ministros, a los integrantes del Supremo Tribunal de Justicia y a los generales del ejército sin la intervención de la legislatura; así como la capacidad de proponer proyectos de ley y el poder del indulto.

Apatzingán como proyecto republicano

Al estudiar los proyectos políticos de la insurgencia, los historiadores han notado la admiración de sus jefes para el republicanismo norteamericano, pero al ver las referencias a Estados Unidos en los textos insurgentes han concluido que era una admiración basada en la ignorancia. Anna Macías observa, por ejemplo, que el gobierno insurgente en sus varios momentos envió sus plenipotenciarios al país vecino con peticiones dirigidas al “presidente del Congreso” con la creencia equivocada de que el jefe del poder legislativo era la persona más importante del sistema norteamericano. Otros han señalado las evidentes diferencias entre el texto de Apatzingán y el de la Constitución de 1787 para afirmar que los insurgentes no estaban instruidos en la historia constitucional de Estados Unidos.

Puede que los insurgentes no estuvieran al tanto de la Constitución de 1787. No obstante, las similitudes entre el decreto de Apatzingán y las primeras constituciones estatales estadounidenses sugieren que no eran del todo ignorantes de la historia del país vecino. Llama la atención la división del texto insurgente en dos partes: “Principios constitucionales” y “Forma de gobierno”, que copiaba la división de la Constitución de Pensilvania de 1776 o la de Massachusetts de 1780. También es sugerente el hecho de que la división de poderes establecida en Apatzingán tiene muchas similitudes con la misma división en la Constitución de Pensilvania: la predominancia del poder legislativo con un poder ejecutivo multipersonal débil, cuyos jefes fueron electos por la legislatura.

Es probable que el decreto constitucional de Apatzingán sea representativo de la corriente de la historia constitucional de algunas de las primeras constituciones estatales norteamericanas. Era un texto constitucional que no comulgaba ni con la monarquía constitucio- nal gaditana ni con el modelo de pesos y contrapesos de la Constitución de 1787 de Estados Unidos. En cambio, ofrecía una tercera vía al establecimiento del gobierno constitucional: una república de ciudadanos igualitarios pero católicos, cuyo Supremo Gobierno encargaba a tres funcionarios al servicio de un poder legislativo poderoso representante de la soberanía popular. ~

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Es doctora en historia de México por la Universidad de St. Andrews e investigadora de la división de historia en el CIDE.


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