Diez años después: posdata a Nosotros el pueblo

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¿Qué más sabemos diez años después? Sobre todo, sabemos más acerca de las consecuencias. Podemos decir ahora que 1989, por sus resultados, se coloca junto a 1789 como una fecha de la historia mundial. No sólo fue el principio de un cambio de sistema acelerado y fundamental en los países de Europa Central.
También fue el final de la "Guerra Fría"que había empezado en la década de 1940 en esos mismos países. Esto, por sí solo, significaba que afectó directamente a muchas otras regiones del mundo, tales como el sur de África, el sudeste asiático y Centroamérica, cuya política había sido deformada por la competencia global entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, el capitalismo y el comunismo, "Oriente" y "Occidente". De hecho, es difícil encontrar algún país en el mundo que no haya sido tocado por el final de la Guerra Fría.
     Por otra parte, lo que sucedió en Europa Central en 1989 aceleró el final de la Unión Soviética. Pocos meses después, los estados bálticos declararon su independencia. En Europa Central, robaron a Gorbachov y sus colegas de la preciada ilusión de que 1989 sería una nueva versión más alegre de 1968, con dirigentes reformistas que construyeran el "socialismo con rostro humano" en Praga, Berlín, Varsovia y Budapest. Ahora, rápidamente se les privaba de otra ilusión: el hecho de que la "Doctrina Sinatra", enunciada por Genady Gerassimov, pudiera aplicarse al imperio soviético externo, pero que se negara en el interno. Los estados bálticos tomaron una dirección, y las repúblicas transcaucásicas, Ucrania y, sobre todo, Rusia bajo Boris Yeltsin los seguirían.
     Es menos directo el vínculo de las revoluciones de terciopelo con el colapso de Yugoslavia, la otra federación multiétnica comunista de Europa. En este caso, Slobodan Milosevic estaba despojando a Kosovo de su autonomía, al mismo tiempo que los polacos se reunían en torno a su Mesa Redonda. La destrucción del país de Tito tenía su propia y temible dinámica interna. Pero el final del comunismo en Europa Central, desde luego, precipitó el final del partido que había mantenido unida a Yugoslavia. La Liga Yugoslava de Comunistas, de hecho, se disolvió durante su decimocuarto Congreso Especial, en enero de 1990. Es difícil imaginar el ulterior desmembramiento sangriento de Yugoslavia —que mientras escribo ha enredado a la OTAN en una guerra europea—, que se desenvuelve como si aún existiera la competencia global entre Oriente y Occidente.
     El año de 1989 también provocó, en todo el mundo, una profunda crisis de identidad en lo que, desde la Revolución Francesa de 1789, se conocía como "la izquierda". Impulsó a muchos a plantear la pregunta concisamente formulada por el filósofo político Steven Lukacs: "what's left?",1 ¿qué queda de la izquierda, si ya no hay un proyecto de utopía? Ha habido ironías interesantes en la discusión subsiguiente.
     Tomemos, por ejemplo, la "tercera vía". Las ilusiones de Gorbachov y su equipo acerca de las posibilidades de una "tercera vía" entre el comunismo al viejo estilo y el capitalismo hicieron posibles las revoluciones en Europa Central. Los dirigentes de esas revoluciones, en cambio, insistían en que no existe tal "tercera vía". Al llegar al poder, de inmediato procuraron los modelos occidentales existentes de una economía de libre mercado, democracia y el Estado de derecho. Sin embargo, en 1999, los dirigentes mundiales de centroizquierda, incluido el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, el primer ministro británico, Tony Blair, el canciller alemán, Gerhard Schröder, y el primer ministro italiano, Massimo d'Alema (ex comunista), se reunieron en un encuentro extraordinario en Washington para celebrar su nueva ideología. Y ¿cómo la llamaron? ¡"La tercera vía"! Sin embargo, con esto sólo querían expresar una versión del capitalismo reformado más orientada a lo social.
     Otra ironía es la manera en que el final de los regímenes marxistas en Europa ha contribuido a un renacimiento del análisis marxista. No sólo los viejos marxistas han señalado que el primer capitalismo crudo del mundo poscomunista recuerda el descrito por Karl Marx. En las nuevas empresas privadas de Polonia, por ejemplo, casi no hay sindicatos. Los nuevos empresarios prefieren negociar de manera individual con cada empleado. Es el modo de "sálvese quien pueda", cada uno por su cuenta. Cabe señalar que la globalización implacable de la economía capitalista mundial —a la que, desde luego, contribuyó el final de la Guerra Fría— ha provocado que algunas de las reflexiones analíticas de Marx (aunque no sus soluciones) resultaran más relevantes que antes. Marx y Engels escribieron en El manifiesto comunista: "En lugar del antiguo aislamiento de las regiones y naciones que se bastaban a sí mismas, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones."2 Bueno, 150 años después, es cierto; y ha sucedido como resultado de una revolución anticomunista.

Si bien sabemos más acerca de las consecuencias, también sabemos más sobre las causas. Diez años después, tenemos ya la mayoría de los documentos internos, para lo cual, en el caso de la Revolución Rusa, tuvimos que esperar más de setenta años. Éstos enriquecen mucho el recuento que hice inmediatamente después del suceso. Asimismo, las fuentes checas añaden muchos datos interesantes acerca del principio de la Revolución de Terciopelo en Praga, que no estaban disponibles cuando escribí esto. Por ejemplo, sabemos que el estudiante que se dijo fue muerto en la manifestación del 17 de noviembre en realidad era un agente secreto de la policía, cuya asignación era "morir" ese día. Pero debo decir —para mi propia sorpresa— que no veo ningún elemento por el cual estas nuevas fuentes me hicieran corregir mi interpretación, salvo en el énfasis o en algún detalle circunstancial como aquél. Tal vez algunos críticos o lectores atentos me sugieran algunos fragmentos que sí debería revisar.
     Mientras tanto, el paso del tiempo produce sus propias distorsiones peculiares. Algo que sucedió bastante rápidamente a principios de la década de 1990 es que la historia fue reescrita, no de la manera deliberada, orwelliana, de los estados comunistas, sino mediante los mecanismos más sutiles, espontáneos y potentes de la memoria humana. De pronto, los políticos occidentales "recordaron" cómo habían predicho desde siempre el final del comunismo. De pronto, casi todos en Europa Oriental se habían convertido en algún tipo de disidente. Las filas de la oposición crecieron milagrosamente tras el suceso. Los dirigentes comunistas anteriores también produjeron recuerdos notables. Así, en conversaciones después de la unificación de Alemania, tanto el antiguo ministro soviético de relaciones exteriores, Edward Shevardnadze, como Alexander Yakovlev, un consejero clave de Gorbachov, me dijeron que ya lo habían previsto desde mediados de la década de 1980. ¿Hubo algún registro de esto? Bueno, no, ve usted, no podríamos haberlo dicho en voz alta, ni siquiera a un pequeño grupo de oficiales, porque habría trastornado todo el tejido de las relaciones entre Moscú y Europa Oriental. (Y la dificultad para el historiador es que esto es cierto.)
     Mientras tanto, los archivos recién abiertos revelaron más pruebas de las debilidades ocultas de los Estados comunistas. Esto se agregó de inmediato al montón de razones, que aumentaba rápidamente, para considerar que el imperio soviético estaba destinado a derrumbarse cuando lo hizo. Un buen ejemplo son las revelaciones acerca de la deuda creciente de moneda firme de Alemania Oriental, que debía manejarse como estrictamente confidencial, y cuyos intereses apenas se podían pagar cada mes. Se supo que había un turbio coronel de la Staasi, llamado Alexander Schalk-Golodkowski, que vendía a Occidente todo lo que se movía —pintura antigua, joyas, armas— en un intento desesperado por pagar los intereses de la siguiente semana.
     "Ajá", decían ahora los políticos y los periodistas. "Alemania Oriental tenía que derrumbarse en 1989 porque estaba en bancarrota." Estas fueron revelaciones interesantes. Saber que estaban hasta el cuello con la deuda con el Occidente capitalista, desde luego, no habría impulsado a los dirigentes de Alemania Oriental a luchar para defender su régimen contra las aspiraciones de su propia gente. Pero la información era tan secreta que la mayoría de los dirigentes de Alemania Oriental tampoco lo sabían. Eran víctimas de sus propias mentiras. En todo caso, los Estados no quiebran tan sencillamente como las empresas. In extremis, no cumplen con sus deudas, como sucedió en los países latinoamericanos. Sin embargo, mientras la Unión Soviética estuviera dispuesta a usar la fuerza para mantener su imperio en Europa Oriental, y mientras Alemania Occidental estuviera dispuesta a seguir prestando dinero para mantener "estable" a Alemania Oriental, el Estado en bancarrota podría haber continuado.
     Siempre se puede encontrar causas más que suficientes para todo gran acontecimiento… después del acontecimiento. Desde luego, había importantes causas estructurales para lo que sucedió en 1989. No fue poca cosa la brecha económica cada vez más amplia entre Oriente y Occidente, dado que las políticas de relajación de tensiones permitieron que los europeos orientales la percibieran y la resintieran. Pero tenemos que tener cuidado con lo que Henri Bergson llamó "las ilusiones del determinismo retrospectivo". Las interpretaciones que presentan como inevitables los acontecimientos y el desenlace de 1989 probablemente están más lejos de la verdad de lo que estábamos nosotros en ese momento, en nuestra temeraria nube de ignorancia.
     La verdad es que 1989 podría haberse convertido en un año sangriento en cualquier momento, como sucedió en China el mismo día en que se dieron las históricas elecciones en Polonia. En Varsovia vimos las primeras imágenes de la Plaza Tiananmen, mientras esperábamos los resultados de las elecciones. "Tiananmen" es una palabra que, durante los siguientes meses, escuché en susurros muchas veces en las ciudades capitales de Europa Central y Oriental. Lo que provocó la diferencia en Europa fueron dos conjuntos de dirigentes políticos: las élites de oposición y el grupo de Gorbachov en Moscú. El año de 1989 fue una comprobación más de la importancia vital de los individuos en la historia.

Dudo que todavía haya muchos datos reveladores acerca de 1989 ocultos en los archivos. Lo que queda es la interminable batalla de interpretaciones. El año de 1989 ha recibido una gran cantidad de éstas durante el último decenio. Ha sido llamado “el final de la historia” por Francis Fukuyama, y el “retorno de la historia” por sus críticos. El estudioso de ciencias políticas de Yale Bruce Ackerman lo ve como un caso de prueba de la “revolución liberal”. El famoso sociólogo alemán Jürgen Habermas lo ha descrito como una nachholende Revolution, una “revolución para ponerse al día”. Un escritor estadounidense, George Weigel, incluso lo ha celebrado como “una encarnación de la revolución final” que, por si usted no lo sabe, es “el retorno humano al bien, a lo verdaderamente humano, y por último a Dios”. Otros, incluyendo al distinguido historiador de la Revolución Francesa François Furet, han alegado que en realidad no fue una revolución.
     He afirmado que los revolucionarios —o los posrevolucionarios— no aportaron a la nueva Europa de la década de 1990 “ninguna idea fundamentalmente nueva”. (Por cierto, ésta es una de las razones que da Furet para no considerarla como una verdadera revolución.) Al respecto, me han cuestionado viejos amigos y participantes en las revoluciones, como el filósofo checo Martin Palous. Sin embargo, aún no han logrado decirme una idea nueva y fundamental acerca del arreglo de la sociedad humana que haya surgido de 1989. En cambio, algunas de las cosas que se señalaron en la secuela inmediata como posibles candidatos para ello —por ejemplo, un nuevo estilo de política de “foro” o de “movimiento cívico”, distinto a la política de partidos tradicional de Occidente, con sus batallas estériles entre izquierda y derecha— pronto desaparecieron, y fueron sustituidas por versiones locales de arreglos que ya se encontraban en alguna otra parte del mundo. Estos países tienen ahora políticas de partido convencionales estilo occidental, aunque la composición y la naturaleza de sus partidos políticos, desde luego, es única. Tal vez sea una ironía el hecho de que las revoluciones dirigidas por intelectuales no produzcan ninguna idea nueva, sólo nuevas realidades. He comparado 1989 con 1848 pero, en lo que a esto se refiere, es lo contrario de 1848.
     Sin embargo, tal vez estemos buscando en el sitio equivocado. Porque la gran idea nueva de esta revolución fue la revolución en sí. No fue el “qué” sino el “cómo”, no el fin sino los medios. La idea nueva de 1989 fue la revolución no revolucionaria. Al hablar de estos acontecimientos, la palabra revolución siempre debe calificarse con un adjetivo —”pacífica” o “evolucionaria” o “autolimitante” o “de terciopelo”—, porque los dirigentes de los movimientos populares se propusieron hacer algo distinto del modelo revolucionario clásico, como se había desarrollado desde 1789 a 1917 y hasta la revolución húngara de 1956. Como se dijo en esa época en el teatro de la Linterna Mágica, una parte esencial y constituyente de las revoluciones anteriores había sido la violencia revolucionaria. En este caso, hubo un esfuerzo consciente por evitarla.
     El lema de estas revoluciones podría provenir del gran crítico de Lenin, el socialista reformista Edward Bernstein: “la meta no es nada, el movimiento es todo”. La reflexión fundamental que subyace en las acciones de las élites de oposición, surgido de su propio proceso de aprendizaje centroeuropeo desde 1945, pero también de una reflexión más profunda sobre la historia de la revolución desde 1789, es que no es posible separar los fines de los medios. Los métodos adoptados determinan el resultado que se obtendrá. No se puede mentir en el camino hasta la verdad. Como dijo memorablemente Adam Michnik: quienes empiezan por asaltar Bastillas terminarán por construir nuevas Bastillas.
     El modelo de 1989 combina una insistencia absoluta en la no violencia con el uso activo y muy imaginativo de la desobediencia civil masiva, hábiles apelaciones a los medios informativos, la opinión pública y los gobiernos occidentales, y una disposición para negociar y hacer acuerdos con los detentadores del poder, negándose a ser coptados por ellos. Involucra huelgas de ocupación y manifestaciones pacíficas, pero también pláticas secretas. La presión de la protesta pública se utiliza, mediante una élite opositora, con el fin de una transferencia pacífica del poder a través del diálogo y la negociación. Si bien el símbolo de 1789 fue la guillotina, el de 1989 fue la mesa redonda.
     Tal vez este modelo no se haya imitado con exactitud en otra parte, pero no cabe duda de que ha tenido un impacto. Hace un par de años estuve en Sudáfrica, y los dirigentes de todas las facciones confirmaron que su propia transición negociada y pacífica tuvo una profunda influencia de lo que sucedió en Europa en 1989. Sé también que la dirigente de oposición de Birmania, Aung San Suu Kyi, ha estudiado con detenimiento las revoluciones de terciopelo, aunque sigue buscando en vano un interlocutor entre quienes detentan el poder. ¿Sería muy fantasioso ver una influencia indirecta de 1989 incluso en Irlanda del Norte?

En la misma Europa Central ha surgido un problema importante respecto del modelo de 1989. Dado que el cambio fue pacífico y negociado, la gente no ha experimentado el sentido de la catarsis revolucionaria. Además, una transferencia de poder negociada requiere concesiones. Debe haber alguna ganancia para quienes entregan el poder. Para muchos miembros de la clase gobernante anterior, la nomenklatura, esa “ganancia” en 1989 era el prospecto de establecerse en negocios privados, con el capital inicial proveniente de propiedades estatales rápidamente privatizadas o, francamente, adquiridas por malversación. En esta “privatización de la nomenklatura” parecían intercambiar el poder político por el económico. Pero luego, los partidos poscomunistas, con sus oficinas y activistas en toda la nación, y fondos viejos y nuevos, también resultaron ser notablemente exitosos en la competencia democrática por el poder político. El resultado ha sido un amplio sentido de frustración. Si se viaja hoy por Europa Central, hombres y mujeres comunes opinan repetidamente que “arriba está la misma gente”, que los comunistas se han convertido en los peores capitalistas, que “debería haberse hecho más” para arreglar las cuentas con el pasado.
     Alemania, Polonia, Hungría y la República Checa han luchado con este problema del pasado. Los alemanes intentaron arreglar las cuentas de manera amplia: juicios, purgas después de una revisión, una comisión parlamentaria y abrir los archivos de la Staasi. Los checos intentaron una purga, elegantemente llamada “lustración”. Los polacos primero quisieron dejar el pasado en el pasado, como España después de Franco. El primer primer ministro no comunista del país, Tadeusz Mazowiecki, notoriamente habló de dibujar una “línea gruesa” entre el presente y el pasado. Pero se dieron cuenta de que no funcionaba. Los asuntos de lustración y la apertura de los archivos secretos de la policía acosan la política de Polonia hasta el día de hoy.
     He escrito acerca de este problema extensamente en mis dos libros más recientes, The File (El archivo) y History of the Present (Historia del presente). Aquí sólo quiero decir dos cosas. En primer lugar, que el problema es inevitable; es intrínseco al camino elegido. En segundo lugar, considero, con la ventaja de una mirada retrospectiva, que todos los países de Europa Central podrían y deberían haber intentado recurrir a una comisión de la verdad, aunque sin involucrarla en el asunto cuasi judicial de otorgar o negar la amnistía, como sucedió en Sudáfrica. Una comisión de la verdad conlleva tanto un mayor conocimiento público de los delitos del pasado, como un reconocimiento formal, casi ceremonial, a las víctimas. Simbólicamente dibuja una línea sobre el pasado, sin solicitar el olvido ni, necesariamente, el perdón. Es probable que esto sea lo más cerca que puede llegar una revolución no revolucionaria a una catarsis revolucionaria.
     Así, si se me pidiera que resumiera los ingredientes del nuevo modelo de revolución, diría: desobediencia civil pacífica y masiva, canalizada por una élite de oposición; atención y presión del exterior; una transición negociada mediante acuerdos logrados en una mesa redonda; y luego una comisión de la verdad.

Aun sin este último elemento, ahora podemos decir que las revoluciones en Varsovia, Budapest, Berlín y Praga han tenido éxito. A pesar de toda la frustración popular y la desilusión tan difundida, los temores que he expresado definitivamente no se han convertido en una realidad en los territorios principales de Europa Central. Los sueños, sí. Al mismo tiempo, cosas muchísimo peores de lo que había imaginado han sucedido en otras partes de la Europa poscomunista, sobre todo en lo que fue Yugoslavia. Lo que ha caracterizado al mundo poscomunista ha sido esta gran divergencia, de modo que la distancia política entre Praga y Pristina es ahora mucho mayor que entre París y Praga.
     Los lectores que quieran saber más acerca de esta gran divergencia pueden consultar mi libro acerca de Europa en la década de 1990, History of the Present. Pero en todo el espectro de los países poscomunistas, aquellos cuyas revoluciones se describen en esas páginas destacan como los únicos cuatro que claramente, más allá de toda duda razonable, ya han realizado la transición a algo que se acerca a la normalidad occidental de libertad, economía de mercado, democracia y un Estado de derecho. (Cuando digo cuatro, asumo que la Revolución de Terciopelo de Havel es ante todo un fenómeno de las tierras checas. Eslovaquia tuvo que pasar a través del oscuro valle del régimen semiautoritario de Vladimir Meciar, antes de tener su propia tardía “revolución de ponerse al día” en 1998.)
     ¿Será una coincidencia que éstos fueran los únicos cuatro que tuvieron lo que bien puede llamarse revoluciones de terciopelo? (Bulgaria tuvo una transición tan aterciopelada que dejó a los poscomunistas en el poder; la de Rumania fue violenta, pero también dejó a los poscomunistas en el poder.) ¿No comprueba esto que los dirigentes de oposición tenían razón en su idea fundamental de que los medios determinarían el fin? Pero, desde luego, podría decirse que esos países tuvieron estas revoluciones de terciopelo sólo porque tenían esas élites. Y podría decirse que tenían estas élites porque sus países habían estado históricamente más cerca de Occidente, con una cristiandad occidental, una sociedad civil desarrollada, etcétera. Así, más bien podría atribuirse su éxito subsiguiente a estos factores históricos más profundos; a su proximidad geográfica con Occidente; y, en realidad, al hecho de que Occidente los favoreció política y económicamente —en la medida en que favoreciera a alguien— en su política posterior a 1989. Al igual que todos los argumentos referidos a la causalidad histórica, éste nunca podrá resolverse con certeza. No obstante, no creo que las grandes premisas de la geografía y la historia predeterminaran el surgimiento de los individuos extraordinarios acerca de quienes he escrito. Tampoco era inevitable que adoptaran métodos que, por lo menos en esta combinación, nunca se habían intentado antes. Ni tampoco, habiendo adoptado estos métodos, era inevitable que tuvieran éxito.
     “Todas las revoluciones son fracasos —dijo Orwell—, pero no todas son el mismo fracaso.” Ésta fue la excepción. Pero se debe a que no se parece a ninguna revolución anterior. –Oxford, mayo de 1999
— Traducción de Mónica Mansour

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