El presidente Fox retornó a la Cámara la Ley para el fomento del libro y la lectura, señalando que reconoce sus numerosos méritos pero que se opone al “precio único”. Al hacerlo les pide a los legisladores eliminar un capítulo de la ley, como si se tratara de extirpar un quiste de un cuerpo saludable. Ha sido un acto torpe e irresponsable que pone en riesgo algunos de los logros más loables de su propia administración: la consolidación de las salas de lectura y el programa de bibliotecas de aula y escolares. De poco sirvieron la decidida defensa de la ley realizada por los titulares de la SEP y Conaculta y las palabras de editores y libreros. El Presidente hizo suyos los argumentos falaces, dogmáticos y miopes del titular de la Comisión Federal de Competencia (Cofeco), Eduardo Pérez Mota: la ley tiene grandes virtudes, pero afecta la libre competencia y al “consumidor”, pues incrementa los precios. Todavía el 31 de agosto Pérez Mota señalaba que la ley viola el Artículo 28 Constitucional. Si esto es cierto, ¿por qué no dejó que se publicara la ley, para luego solicitar su improcedencia ante la Suprema Corte? La respuesta es porque supo de antemano que no era posible probar tal inconstitucionalidad, y resultaba más sencillo vetar la ley apelando al dogma de la libre competencia. Ya se sabe: en materia económica, nuestros gobiernos son ortodoxos.
Gabriel Zaid demostró en esta revista cómo, lejos de alentar el monopolio, el precio único propicia la libre competencia. Muchos otros se han encargado de desmontar las mentiras y proveer información económica correcta sobre esto (ver www.leydellibro.org.mex).
Me interesa ahora abordar este tema desde la perspectiva de la formación de lectores –la meta política cultural y educativa del sexenio, y una de las líneas de continuidad en nuestras políticas públicas. Y es que esta Ley era el primer intento de dotar de un marco jurídico al sistema del libro y la lectura de una forma integral. Y en ese cuerpo, el precio único es un instrumento fundamental, no un mero pegoste: una primera medida concreta, sistémica, para romper el círculo vicioso que ha caracterizado al Estado mexicano en su política de formación de lectores. Es algo elemental, pero curiosamente soslayado en las políticas culturales y educativas del Estado: la salud del mercado del libro es uno de los indicadores más claros del éxito de las políticas educativas y culturales.
Desde la tantas veces mentada gestión de Vasconcelos hasta la dotación de decenas de títulos para cada una de las 850,000 aulas de las escuelas públicas del país, el Estado ha invertido una enorme cantidad de recursos por acercar a los mexicanos a los libros. No hay ningún país que lo iguale en toda Iberoamérica ni probablemente en el mundo: más de cinco mil millones de libros repartidos gratuitamente, la edificación y aprovisionamiento de 7,200 bibliotecas, más de 5,900 salas de lectura, incontables coediciones, ferias, premios y becas a escritores. ¿Por qué todos estos recursos no han servido para crear un mercado editorial acorde con las dimensiones del país, su crecimiento demográfico y educativo?
Se trata de una pregunta que deberían intentar responder los responsables de las políticas educativas y culturales del Estado. Y también todas las personas interesadas en la vida pública, pues el mercado lector (de libros, periódicos y revistas) no es el espacio donde se expresan los intereses mezquinos de editores y libreros, sino el lugar donde se valoran las ideas, en el que se patentiza el valor social del diálogo y la diversidad; en pocas palabras, el sitio en el que la cultura democrática cobra cuerpo y del cual se alimenta.
“Sobre la disponibilidad y acceso equitativo al libro”, el capítulo vetado por el presidente Fox, contiene la obligación de vender cada ejemplar de un mismo título al mismo precio en cualquier punto de venta de la República, de Coyoacán a Tapachula o Ciudad Juárez, en librerías, tiendas de autoservicio o cualquier otro lugar. La posibilidad de que alguien infrinja la ley por el hecho de vender con descuento un libro puede parecer una aberración. Pero es, por el contrario, una primera medida para evitar la concentración de la oferta editorial. Y mucho más que eso.
Según el Atlas de infraestructura cultural de México publicado por Conaculta en 2003, México cuenta con 1,100 librerías, el 94% de los municipios no tiene ni una sola, y el 40% de las existentes se concentran en la ciudad de México. Las asociaciones de libreros consideran que en realidad sólo existen la mitad, y reportan que se siguen cerrando. Haya una por cada cien mil habitantes o por cada doscientos mil, la conclusión es similar: es imposible convertir a México en un país de lectores si no se hace algo por multiplicar y repartir más equitativamente los puntos de encuentro con los libros. De poco sirve dotar a cada aula de una estupenda selección de libros si, para continuar su formación lectora, el niño tiene que desplazarse decenas o centenas de kilómetros. Regalar libros a los niños y de paso apoyar a los editores, sin contar al mismo tiempo con un marco jurídico que permita el crecimiento de las librerías, es dar paliativos y derrochar esfuerzos y recursos, además de una incoherencia educativa.
El argumento de la Cofeco supone que la salud de las librerías no es relevante para los lectores. Y es que, en el mundo globalizado, los libros se pueden encontrar por internet. Ignorancia del proceso de formación lectora, de la economía del libro, pero sobre todo de la realidad en la que habita la inmensa mayoría de los mexicanos, y desinterés por ella: eso es lo que demuestran los funcionarios que se han opuesto a la Ley y sus pregoneros. Sin embargo, desde el punto de vista de la formación de lectores, las librerías son uno de los sitios privilegiados para posibilitar el encuentro del lector con el libro. El precio único no sólo propicia que haya más espacios y estén más equitativamente distribuidos, sino que esos encuentros sean más decisivos.
Sólo para quien no lee existen los libros, en general. Para un lector existe tal o cual título específico. Y es desde esa dimensión del libro concreto y singular como la lectura abre puertas, responde preguntas, ilumina, conmueve o hace surgir nuevos interrogantes.
En el origen de cada lector asumido como tal siempre hubo al menos un título que detonó ese reconocimiento. Con frecuencia hubo también alguien que supo propiciarlo. Para que ese milagroso encuentro se dé, es necesario que haya una oferta diversa, pues son diversos los puntos sensibles y los lectores. Al igual que con la música o con las medicinas.
El precio único es una condición necesaria para ampliar la red de librerías en México. Por eso muchos libreros, entre ellos los directivos de Gandhi, lo apoyan. Como buenos empresarios que son, saben que se trata de hacer crecer el pastel, no de pelearse por una tajada. En efecto, hay que mirar hacia el futuro.
En un primer momento, puede verse como una medida para defender a las pequeñas editoriales y librerías frente a las grandes, y a las librerías frente a la competencia de otros establecimientos comerciales, como las tiendas departamentales o los supermercados, que usan el libro como gancho. Pero en el largo plazo es mucho más que eso.
En principio, es una condición necesaria para garantizar una oferta editorial variada, que no esté regulada sólo por criterios comerciales. Es importante recordar que el precio único surgió en Europa en el siglo XVIII, cuando los editores dejaron de ser libreros. Entre otras cosas, para garantizar que no sea el criterio del distribuidor el que determine la oferta editorial. Es, en efecto, una medida por la libertad de expresión y de pensamiento.
Es una manera de evitar la concentración y evitar la discriminación geográfica, pero sobre todo es una forma de trasladar la competencia al ámbito de la calidad y variedad de la oferta, y de la calidad y oportunidad de los servicios. A este respecto, es preciso señalar que, más que atentar contra los intereses de las grandes superficies, las obliga a transformarse. En muchos países ha dado lugar a que esas tiendas amplíen la diversidad de títulos, mejoren su atención y busquen competir con las pequeñas superficies en el terreno que justamente más beneficia al lector: los servicios y la variedad y calidad de su oferta.
Colateralmente, además, conduce a una reducción de precios (sea por la reducción de márgenes o por la de costos derivada de la ampliación del tiraje, la reducción de las devoluciones o la ampliación del tiempo de exposición).
El precio único es una medida sistémica y frágil para un problema complejo, que cada día se adopta por más países, aunque algunos lo hayan eliminado. La Cofeco y sus pregoneros han citado frecuentemente el caso de Finlandia. Ignoran u ocultan que, desde que en 1971 se abolió la ley del precio fijo, se redujeron de setecientas cincuenta a cuatrocientas cincuenta las librerías en ese país, según un reporte de la Finnish Book Publishers Association. Y, lo que es más importante: que aun así Finlandia tiene un alto índice de librerías por habitante. Finlandia cuenta además con un sistema de bibliotecas de primer nivel, que estimula la formación de lectores, pues las compras, como sucede en muchos países europeos, las deciden los propios bibliotecarios y se realizan a través de las librerías, lo que garantiza que las bibliotecas estén alimentadas con novedades y títulos acordes con sus usuarios. Si la derogación no causó mayores estragos es porque en ese país (que en 2000 y 2003 tuvo las más altas notas de los países examinados en materia de comprensión lectora) la educación se ha visto como una cuestión estratégica para la economía, de modo que pueda ser lo que ha decidido ser: el país líder en innovación. Por eso piensan la ecuación integralmente.
Lo que la Cofeco no comprendió es algo elemental en la formación de un buen lector. Que, para usar adecuadamente la información que tienen los libros, hay que saber también leer el propio entorno. En este momento, para hacer de México un “país de lectores”, por usar un lema que en realidad debería ser “un país de ciudadanos informados con armas para construir su futuro”, el Estado necesita hacer muchas cosas (invertir en educación, en capacitación, en infraestructura y acervos); debe brindar apoyos (a la edición y la competitividad del libro mexicano) y debe crear las condiciones para que otros puedan realizar sus tareas (un marco legislativo adecuado). En cualquiera de los tres casos, determinar si la medida o el programa contribuye a la creación del mercado es su prueba de ácido. En este sentido, ciertamente se necesita mucho más que el precio único, pero el precio único es imprescindible. ~