La crisis como método

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Director y dramaturgo, Alberto Villarreal ha dirigido más de una veintena de obras de teatro, entre las que figuran Máquina Hamlet / Vía Crucis con transeúntes, De bestias, criaturas y perras, Réquiem de cuerpo presente para Alonso Quijano, Ensayo sobre la melancolía y Tom Pain (una obra basada en la nada). Fundó, junto con Patricia Rozitchner, Artillería Producciones y es director artístico del espacio de teatro contemporáneo La Madriguera. Este año realizará una residencia artística en el Royal Court Theatre de Londres y dirigirá su obra Memorias de una máquina de vapor en Guimarães, Portugal.

 

¿Cómo empezaste a dirigir?

Mi padre ha trabajado toda su vida como productor de televisión. De niño pasé mucho tiempo en los foros. Más que el teatro, lo que siempre ha estado presente es la teatralidad. A mí, sin embargo, me atrajo más el lado oscuro que lo que ocurría frente a las cámaras. Yo creo que por eso no fui actor. Me gustaban los cables, los reflectores, las cámaras. Curiosamente, eso terminó siendo muy importante en mi trabajo como director: me interesa mostrar cómo se construyen las cosas, ver los organismos por dentro, nunca olvidar que las cosas están inacabadas.

 

El primer montaje tuyo que vi fue a partir de un texto de Luis Ernesto Gutiérrez. No había escenografía, solamente una plomada que dividía el espacio de los dos personajes: un hombre y una mujer. Los diálogos describían con claridad una relación muy violenta, pero en la puesta esto no se representaba. Más bien había una búsqueda escénica que corría paralela al texto. En trabajos posteriores veo que no te interesa explorar la psicología de los personajes sino establecer una especie de debate con el público, como si hicieras ensayos teatrales. Pareciera que ese es tu género: el ensayo.

Heiner Müller sostiene que lo que potencia un texto dramático es que el director lo confronte y trabaje, de algún modo, en su contra. En De bestias, criaturas y perras yo encontré un mundo cerrado, muy bien construido desde el punto de vista del lenguaje; lo que yo hice fue construir un mundo antagónico al del autor para propiciar un diálogo entre el texto y la puesta. Y sí, en efecto, trabajo mucho a manera de ensayo. Me gusta la sensación de pensamiento andante, de saber dónde arrancas pero no dónde vas a terminar. En el ensayo a veces importa más el proceso por el que llegas a un punto incierto que la conclusión misma. De ahí que me interese el teatro que muestra una serie de procedimientos y que hace conexiones, interrelaciones, no vistas previamente, las cuales aparecen gracias a la puesta en escena. También veo el teatro como un equilibrio precario en que se invita a una fuerza para que sucedan cosas no planeadas. Creo en el accidente como algo que se vuelve expresivo, que se vuelve materia teatral. Por ejemplo, en una obra que estamos trabajando ahora, hay una serie de preguntas que se hacen a un I Ching, que eventualmente se pierde. Al no encontrarlo, los personajes afirman que el futuro se puede leer con cualquier libro. Entonces, le piden al público que les preste un libro. Cada noche las preguntas son las mismas, pero las respuestas son distintas e inciden de modos muy distintos en los contenidos de la obra. Me interesa la relación entre lo que es ficción y lo que no lo es.

 

En ese sentido, me llama la atención tu trabajo sobre el Quijote. No sólo porque fue muy contrastante con el resto de las actividades del homenaje por los cuatrocientos años de su publicación, sino porque el diálogo entre la ficción y la realidad contemporánea estaba muy presente, pero con una mirada muy dura, desprovista de todo romanticismo. Recuerdo que en el segundo acto Sancho Panza aparecía como un escalador social, acomplejado, ultramaterialista, ostentando su playera del América.

Cosa que en los teatros de la UNAM era bastante escandalosa. En realidad, ese proyecto fue una iniciativa de Mónica Raya; ella me convocó: quería que la Universidad produjera algo crítico, lúdico, sin concesiones. Así fue como hice el Réquiem de cuerpo presente para Alonso Quijano. Releí a Cervantes y fui haciendo una lectura muy personal. Me encontré con un texto irónico, sórdido, violento, que no se tocaba el corazón con nadie y que brincaba con una libertad sorprendente de la ficción a la realidad. Yo quise transmitir ese espíritu en el teatro y alejarme lo más posible del quijotismo canónico.

 

¿Qué es La Madriguera?

En realidad, no es más que una casona de la colonia Roma, ubicada en el 291 de Álvaro Obregón. Es la sede de Artillería Producciones. Tenemos un teatro para treinta espectadores, máximo cincuenta, que nos permite probar lo que queramos sin necesidad de someternos a tiempos institucionales. Ahora estamos presentando Ensayo sobre la melancolía, una obra inspirada en el Carlitos Café, un bar que conocí en un barrio pobre de Nueva York. Ahí van grupos de aficionados a leer poemas, a cantar canciones, a representar obras que ellos mismos escriben. Cualquiera puede presentar algo ahí. La verdad es que todos son malísimos, realmente patéticos, pero me impresionó mucho porque es uno de los espacios más honestos de expresión humana que yo haya visto. También me sorprendió la melancolía que había en ellos. Yo pienso que hoy en día confundimos la melancolía con la depresión. Y no tienen nada que ver. La melancolía es una invención humana, que tiene poca cabida en nuestra época tan pragmática. En fin, un trabajo así puede realizarse gracias a La Madriguera. De alguna forma, la escala casera nos permite que el teatro sobreviva, que no se convierta en un monstruo imposible de financiar, que requiera del apoyo constante del Estado y la iniciativa privada. El ser pequeños nos da cierta independencia.

 

El contraste es muy grande, por ejemplo, con el nuevo proyecto, de proporciones francamente teotihuacanas, de la Compañía Nacional de Teatro, que cuenta, sólo para su nómina de actores, con dieciocho millones de pesos al año. Quién sabe cuál terminará siendo el costo total de ese monstruo.

Yo me identifico más con lo que hace Veronese en Buenos Aires o con lo que hizo Margules en esa época tan fértil al final de su vida. Cuarteto y Los justos fueron producciones en cierto sentido caseras que, sin embargo, tuvieron una enorme influencia en el discurso teatral mexicano. Formaron parte de un proyecto estético fascinante que encontró parte de su rigor en la disminución del tamaño de la producción. Eso te abre horizontes que promueven la experimentación y la creatividad. Y también es interesante cómo el diálogo con el público se estrecha porque las treinta o cincuenta gentes que te vienen a ver, lo hacen porque tienen una afinidad estética con lo que estás presentando.

 

¿Cómo es tu trabajo con los actores?

En el mejor de los casos, la actuación es una encarnación de la condición humana. Yo intento que cada puesta tenga su propia poética actoral. Pienso en los temas de cada obra e intento inventar una forma de actuar para ellos. Trato de evitar que los actores hagan cosas que ya saben hacer. Intento entrar en zonas de crisis, quitar protecciones, corazas, cuarta pared, cualquier cosa que oculte. Lo importante en la relación actor-director es exponer… a ti mismo, al actor, el tema. Mi ideal sería lograr con los actores un proceso similar al de la exposición fotográfica: que así como la película se quema cuando se expone a la luz dejando una impresión, el actor pueda ser una materia fina que reacciona de modo orgánico ante el público, la realidad propuesta, la ficción. Me gusta mucho la insistencia de Artaud en la actuación como búsqueda de lo desconocido, de lo no previsto; poder develar algo que sólo se pueda ver en el teatro. ~

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(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.


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