La teoría y su servidumbre

En Los muertos indóciles Cristina Rivera Garza cuestiona la salud de conceptos tales como autor, leer, escribir. El crítico disiente: no importa qué novedades textuales se festejen hoy en día, la gran literatura necesita de la individualidad.
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Cristina Rivera Garza, una de las más activas narradoras del México contemporáneo, parece creer que “a juzgar por las fechas en que Roland Barthes y Michel Foucault dieron a conocer sus ideas sobre la muerte del autor, y tomando en cuenta la tremenda influencia que tuvieron de inmediato entre el público lector, es posible concluir que el autor murió, al menos en cierta tradición occidental, más o menos al inicio de la segunda mitad del siglo XX. En efecto, Barthes publicó ‘La muerte del autor’ en 1968, mientras que Foucault ofreció su conferencia ‘¿Qué es un autor?’ ante la Societé Française de Philosophie en febrero de 1969”.

Semejante petición de principio, asumiendo que Rivera Garza pertenece a esa tradición occidental que les creyó (pues aquello fue una creencia, no un hecho) el pregón de la muerte del autor a Barthes y a Foucault, torna irremediablemente polémica la lectura de Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación, su reciente colección de artículos y ensayos, lo mismo que exige contrastar las teorías a las que Rivera Garza se acoge con sus obras narrativas Verde Shanghai (2011), ya reseñada en Letras Libres por Rafael Lemus, y El mal de la taiga (2012).

Lo más chocante, por oportunista, es aquello de la “necroescritura”. Las guerras narcas en México, en efecto, han bañado el país de sangre y 2666 (2004), la novela de Bolaño, bien puede ser leída como una profecía, dado su epicentro en los feminicidios de Ciudad Juárez. Pero que “la muerte se extiende a menudo en los mismos territorios donde avanzan, cual legión extranjera, la sangre y las pantallas, confundidas” es, a la vez, una desmesura y una tontería. “Solo el forense”, nada menos, “logra hacer hablar a los muertos”, afirma rotunda, apoyándose en Giovanni de Luna, Rivera Garza. Creía yo que el destino último de toda la literatura era hacer hablar a los muertos, desde Homero a Chateaubriand. Y de antiguos “necroescritores” están pobladas las bibliotecas: Lucano y Jenofonte, los trágicos, Dante y Shakespeare, Jünger y Péguy, Simone Weil y Anne Carson. En esta nueva forma de escritura, la necropolítica le impondría a los autores escritos que son, en realidad, “fichas amnésicas de la cultura”. ¡Santo Walter Benjamin! Pocas ruinas más melancólicas que las dejadas en su Obra de los pasajes, por ese infortunado y genial ecléctico.

Asumiendo sin conceder que a mayor civilización, mayor barbarie, no veo por qué, salvo que como contemporáneos suyos podemos sufrir su mismo destino, los muertos de los tiempos informáticos gocen de una densidad moral distinta a los griegos muertos censados por Alice Oswald en Memorial: An excavation of the Iliad, libro recomendado por Rivera Garza, o las víctimas de cualquier otra guerra. Los de la Primera Guerra Mundial siguieron la línea telegráfica, como los de la Segunda, la telefónica. Si asegurar que las víctimas judías del Holocausto adquirieron otro significado ontológico por encarnar una especificidad fue una discusión muy espesa que arrastró a Emmanuel Lévinas, Leo Strauss y Hannah Arendt, entre otros, demostrar cómo se confunden actualmente “la sangre y la pantalla” requeriría de menos ínfulas teóricas.

En efecto, las redes (como, antes de ellas, la televisión) han hecho de la muerte violenta uno de sus espectáculos favoritos, hastiando al espectador y mutilando su capacidad de indignación (en ello concuerdo con el sentido común y con un conservador como Roger Shattuck: a mayor exhibición de la violencia, incluso artística o literaria, mayor violencia entre los hombres). Pero también debe decirse que el uso de las redes, en el norte de México sobre todo, como bien lo sabe la tamaulipeca Rivera Garza (1964), ha alertado y organizado a los ciudadanos contra el crimen, convirtiéndolos, también, en blancos del sicariato, precisamente por hacer de la tecnología un mecanismo de autodefensa. Ese tema urgente y ulcerante requiere de una mayor investigación, como la que una escritora como Rivera Garza podría llevar a cabo con tino: ya lo hizo con su primera novela (Nadie me verá llorar, 1999) sobre el manicomio de La Castañeda y con su secuela sociológica (La Castañeda. Narrativas dolientes desde el manicomio general. México, 1910-1930, 2010). Preferiría ver el talento de Rivera Garza, que sabe trabajar sobre el terreno como novelista, indagando el crimen y su impacto en las redes sociales, que distraída en frivolidades teóricas destinadas al descubrimiento del hilo negro: se confirma en el XXI lo presagiado por su sangriento antecesor: la disolución retórica de las fronteras narrativas entre lo real y lo ficticio. Para eso no hay que engolfarse con Josefina Ludmer, basta releer a Truman Capote.

Pero a Rivera Garza le interesa otra cosa: respaldar una teoría política que yo repruebo (aquella que describe a nuestra época como monopolista de todos los males), cuyo conocido mantra nació de la infausta y trágica Escuela de Frankfurt. Aquellos sabios decretaron que los descendientes de la Ilustración o de la sociedad burguesa viviríamos autosatisfechos y enajenados en un campo de concentración sin alambre de púas, habitantes –los actualiza Rivera Garza– “de un mundo de una mortandad horrísona, dominados por Estados que han sustituido su ética de la responsabilidad para con los ciudadanos por la lógica de la ganancia extrema”.

¿Mortandad horrísona, Cristina? ¿Peor a la de la peste medieval, la conquista de América, la Guerra de los Treinta Años, dos guerras mundiales en el XX, las hambrunas provocadas por Mao y Stalin, el gulag y Auschwitz? Contra la “lógica de la ganancia extrema”, mucho mayor que en los años durante los cuales Marx y Engels diseccionaron el capitalismo o que hace un siglo, como demuestra Piketty (sí, yo también estoy a favor de gravar ese inmenso capital parásito y escurridizo), Rivera Garza festeja a los indignados que practican contra el Imperio las “necroescrituras”, rebeldes armados con el “poema individual” (¿y por qué individual?, ¿no que ya estaban difuntos los autores?) contra “el campo cultural de la mercantilización capitalista”, como lo predica Marjorie Perloff, la vedette posvienesa del campus. Esas necroescrituras suelen ser la canasta básica del posmodernismo más el universo expandido de lo digital y sus “lectoespectadores”, aquellos que llegaron para echarle tierrita al cadáver insepulto de Barthes y Foucault.

El autor, me temo, goza de buena salud, una salud a veces insultante por vigorosa: la que le otorga la bajeza del mercado. En cuanto a los otros (Rivera Garza incluida), los verdaderos (que se me perdone una vez más incurrir en la jerga de la autenticidad) autores, yo apuesto por su individualidad romántica, intransferible y única. Jamás desearía verlos convertidos en necroescritores o lectoespectadores. Pese al adanismo de las novedades textuales, hipertextuales o hibridizantes, no ha podido escribirse gran literatura moderna sin el sujeto. Del Oulipo, tan divertido, solo quedó Raymond Queneau, artífice de La Pléiade, nada menos. Saul Bellow preguntaba dónde estaba el Proust de los papúes; yo pido las señas del Flaubert de los necroescritores.

Reconozco que, al publicitar su canon de indignados (como lo ha notado Jorge Téllez en su blog de Letras Libres), Rivera Garza muestra lo mejor de su carácter pedagógico, probado en varias universidades de México y los Estados Unidos: descubre, lee y comparte. Yo al menos me quedé intrigado con novatores ya fallecidos citados por Rivera Garza como David Markson, me invitó a conocer a ultimísimos escritores mexicanos y a teóricos que es menester tomar en cuenta. Estoy convencido, por ejemplo, de que la fugacidad de los buenos tuits acabará, como ya ha ocurrido, fijada en el misterio imperturbable de la letra impresa. A diferencia de los peninsulares Fernández Porta y Fernández Mallo, con su afterpop y su pospoesía, Rivera Garza se atreve a citar fragmentos y tuits de ese nuevo universo que en el peor de los casos nos ofrece el recalentado, potenciado por el horno de microondas de la red, de la vanguardia y de la posvanguardia.

El elogio del copy-paste realizado en Los muertos indóciles sorprende viniendo de una historiadora de formación como lo es nuestra novelista. ¿No podemos pensar que Homero haya sido un “curador textual” de la Ilíada y de la Odisea como lo fueron probablemente los mismísimos autores de la Biblia? De la yuxtaposición, del tiempo real (núcleo de la prehistórica tradición oral) y de las formas alternativas del yo narrativo (intentados con empeño digno de mejor causa por Rivera Garza en sus novelas), a la ponderación teorética del plagio practicado por Stendhal sin ponerle tanta crema a sus tacos, van pasando las páginas de Los muertos indóciles.* “¿Qué tienen que ver Paul Celan y una computadora?”, me pregunto. Todo y nada.

En esta clase de defensas de lo novísimo siempre salen a relucir, como venerables abuelitos, los Huidobro y los Parra, como si no fueran (qué decir de Nicanor, que lo es verídicamente) nuestros contemporáneos. También los novatores requieren del prestigio de la tradición, aunque sea la de la ruptura, y en La muerte me da (2007), su novela policiaca, Rivera Garza recurre a la Pizarnik (en Francia y en Chile, al menos, usar el artículo femenino o masculino antes del nombre propio o apellido no es peyorativo sino denota familiaridad y cariño) como bastón. No en balde, cuando tantas teorías la atarantan, Rivera Garza se arrima al árbol de Juan Rulfo. Pero ella misma ofrece su propia obra, con generosidad pero también con infortunio, como campo de experimentación. Aplaudo, antes que nada, su propósito. Quien se pregunta, como ella lo hace, que si al cuestionar la autoridad el escritor no debería también cuestionar la autoría, decide no seguir escribiendo como si en la página no pasara nada y pone sobre la mesa Verde Shanghai, su novela más ambiciosa.

Todo y nada es también Verde Shanghai, más que una novela, una suerte de manual para alumnos de necroescritura y desapropiación, firmado, sin ningún escrúpulo y como debe ser, por su autora. Tenemos metaficción, un relato dentro de un relato escrito por una esposa banal desdoblada en la misteriosa Xian, proveniente del primer libro de Rivera Garza (La guerra no importa de 1991, en su día reseñado en Vuelta), reaparición balzaciana que debe ser leída como la llamada “autocrítica activa” pues en Verde Shanghai se reproducen, corregidos, cuentos de aquel libro primerizo. También tenemos mucho género (las conflictivas relaciones –marido secuestrador incluido– de las mujeres con los varones son de lo poco que hay genuinamente dramático en la novela) y sociología de la alteridad, pues, aunque con avaricia, la novela nos habla del modesto barrio chino de la ciudad de México y se documenta con las viles persecuciones antichinas del México revolucionario, pero en ninguno de los casos hay profundidad. Sin olvidar que Marina Espinosa, la Bovary de Rivera Garza, le hace a la detective no solo para desentrañar su identidad sino para ilustrar la teoría del archivo. Un menú antes que una novela: de tantas novedades se quiere apropiar Rivera Garza que al final se queda con las manos vacías.

Lo preocupante (o sintomático) del caso es que Rivera Garza dista de ser una mala prosista. Es una verdadera escritora profesional cuyo compromiso con la academia parece ser mayor que su amor a la literatura. Por ello, solo cuando se dedica a escribir, olvidándose del syllabus y de los cuatrimestres, harta de tanta teoría, escribe relatos (la media extensión es su género más afortunado) que como La cresta de Ilión (2002) o El mal de la taiga son en buena medida notables. El primer libro es una verdadera invención (en su sentido fantástico, no académico-culturalista) de una escritora en ese entonces olvidada, Amparo Dávila (1928), a través de la cual la propia Rivera Garza se reproduce (procedimiento que quiso repetir, ya sin gran fuerza, en Verde Shanghai). El segundo es un viaje de iniciación escrito sin lirismo alguno donde la autora logra hacer del descubrimiento, evocación. Lo que no ha sucedido lo recordamos como un pasado inolvidable y terrible. Enviada a la boreal taiga en la búsqueda de una mujer que huye de un hombre (otra vez), en esta ocasión importa el viaje, no Ítaca. La protagonista, una detective défroquée, se amista con su guía-traductor y logra trasladarnos, en una novela que lograría inspirar a un Sokúrov, hacia esos territorios donde lo humano parece al fin extinguirse. Meditación ascética sobre la soledad y la escritura, El mal de la taiga, inquietante recreación del cuento del lobo feroz situada en el bosque sagrado donde se traviste, torna accesorios los artículos reunidos, algunos tan interesantes por polémicos, de Los muertos indóciles, como si ella hubiera asumido “que se aprende poco en realidad leyendo diarios ajenos” y que “los fracasos toman café en la mañana y observan la luz de la tarde y, cuando pueden, se acuestan temprano”. Porque Cristina Rivera Garza sabe que, pasadas todas las apropiaciones, el verdadero “muerto indócil” es el viejo autor. ~

Cristina Rivera Garza

El mal de la taiga

México, Tusquets,

2012, 120 pp.

 

Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación

México, Tusquets,

2013, 300 pp.

 

 

 

 


*En cuanto a los plagios de Borges, comentados por Rivera Garza, alabados por algunos colegas y perseguidos judicialmente por María Kodama, preferiría no pronunciarme hasta no leerlos.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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