Leer por la vereda tropical

A dos voces, Patán y Alvarado se esmeran en un acucioso repaso por todas las propuestas, encomiables unas, disparatadas otras, que tanto desde la iniciativa privada como del gobierno se han intentado para fomentar la lectura en México, desde Vasconcelos a la televisión, pasando por Aura y sus Aureolas.
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Según los datos del último Informe PISA (Programa Internacional para la Evaluación de los Estudiantes) en materia de comprensión de lectura, realizado por la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), el peor desempeño entre los alumnos de los países integrantes de esta organización se da en los mexicanos. Así, México merece atención como un paradigma negativo: si de educación se habla, nadie invierte tanto con resultados tan escasos. En 2003-2004, nuestro país gastó en este rubro el 7.1 por ciento del PIB, lo que, peso por peso, implica un aumento del diecinueve por ciento respecto al 2000, y un gasto similar al de Corea del Sur e Irlanda, por ejemplo. Congruentemente, el analfabetismo se redujo de un diecisiete por ciento hasta un presentable ocho por ciento, en números redondos. El problema, como se ve, radica en que nuestros alfabetizados son de un tipo único ya sólo lamentable. Ésta es la realidad con la que, antes o después, choca cualquier proyecto de impulso a la lectura. Es la realidad del Estado hipertrófico y sus satélites heredados del priismo, es decir, la de un aparato burocrático y sindical que se chupa el 97 por ciento del presupuesto de la educación en gasto corriente y algo más del 93 por ciento de ese total en sueldos.

En un afán por revertir tales indicadores, así como la desoladora cifra de 2.9 libros leídos al año por cada mexicano, según indica la Encuesta Nacional de Lectura encargada por Conaculta en 2006 (que, además, no distingue entre El libro vacío de Josefina Vicens y el Vaquero), ha surgido en los últimos treinta años una serie de proyectos concebidos desde distintos ámbitos –el Estado, los medios de comunicación públicos y privados y, de manera más reciente, la llamada sociedad civil– que persiguen inocular el vicio (creo que sería mejor poner virus, que es lo que suele inocularse) de la lectura entre la ciudadanía.

El lector encontrará en las siguientes páginas modelos autogestivos que por bienhadados azares de la política devinieron iniciativas de gobierno, programas de radio y televisión y hasta campañas publicitarias. Desde luego, ninguno de los esfuerzos aquí detallados apareció por generación espontánea. Mucho antes de que las personalidades consignadas más abajo tomaran por asalto las oficinas gubernamentales y los medios, Severo Mirón, un hombre incansable, alcanzaba el récord de once mil libros “platicados” en radio, televisión y folletería, mientras Maruxa Villalta vertía en cápsulas televisivas los contenidos de su claustrofóbica biblioteca, y un jovencísimo Alejandro Aura, desde Siempre en domingo, el programa de Raúl Velasco, invitaba a leer a las masas encarnado en la figura del “Merolibros”. Quede aquí consignado su antecedente como un homenaje a su carácter de pioneros del fomento a la lectura en México.

 

Recetas para esquivar al sindicato

En los días de auge del programa, siempre que se hablaba de Libroclubes se hablaba de Vasconcelos. Sin embargo, entre las Misiones Culturales y el plan de Alejandro Aura mediaba un abismo. En las Misiones no había límites. Se pretendía erradicar el analfabetismo y, a la vez poner la cultura más excelsa al alcance de todos, es decir, iluminar a las masas: redimirlas. Su aliento nacía del espíritu revolucionario, con su vocación de absoluto, y por eso tenían ese tamaño desmesurado y ese regusto a proselitismo religioso, a causa sagrada. En cambio, el proyecto de Aura, impulsado desde el Instituto de Cultura de la Ciudad de México durante el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas, era de una meditada austeridad. El programa de Libroclubes era ajeno a cualquier cosa parecida a un esfuerzo alfabetizador, y no abasteció sus acervos con ediciones masivas de obras clásicas publicadas por el Estado como los Clásicos Universales, esos “libros verdes horrorosos” –Aura dixit- del vasconcelismo a los que él mismo tanto acepta deber. El director de lo que hoy es la Secretaría de Cultura sólo pretendía invitar a la gente a leer “por las buenas” y, sobre todo, sin aparatos burocráticos de por medio.

Ésta era la clave del proyecto. Cuando tomó las riendas del Instituto, el actor y poeta tenía ya alguna experiencia como promotor de la lectura. Su iniciativa más conocida fueron “las Aureolas”, nacidas el día que decidió usar su espacio en Radio Mil para convocar a quien quisiera donar libros destinados a un club de lectura en el que, sin trámites, cualquiera pudiera ceder o llevarse prestado un libro, indistintamente. El riesgo del robo era incuestionable, pero mucho peor resultaba la expectativa de condenar los libros a una vida de anaquel, como era y es regla en las bibliotecas públicas, manejadas por férreos guardianes sindicales.

El proyecto tendría larga vida: de El Hijo del Cuervo, el “cultubar” coyoacanense que el propio Aura prestó como local, se extendió al resto del país, gracias al entusiasmo de los ciudadanos y de su propio inventor. Fue en un viaje suyo a Lázaro Cárdenas, Michoacán, para una inauguración, donde ocurrió un encuentro destinado a prosperar. En el vuelo viajaba Cuauhtémoc Cárdenas, que conoció por Aura la estrambótica iniciativa, se entusiasmó y, por lo que parece, la almacenó en su disco duro. Cuando nombró director del Instituto a su compañero de viaje, en 1997, su primera instrucción fue convertir las Aureolas en el eje de la política cultural en la ciudad. Ése fue el origen de los Libroclubes.

La meta, desde el principio, fue abrir mil en los tres años de gobierno cardenista. La cifra parecía desmesurada, pero no lo era: en realidad, la apertura de un Libroclub resultaba un acto breve y barato. El Instituto ofrecía una asesoría a cualquier vecino dispuesto a invertir su tiempo y su casa como residencia del club, instalaba un stand y donaba una colección de quinientos cincuenta libros. En adelante, la responsabilidad de enriquecer la colección y, sobre todo, leerla, era estrictamente ciudadana. El acervo no sería auditado, reclamado ni cobrado por el gobierno, que había incluido los libros en el rubro de gastos, no en el de inversiones o adquisiciones.

El Libroclub número mil quedó inaugurado al final de esos tres años, ya bajo el gobierno de Rosario Robles. Con la entrada de la administración obradorista, el proyecto se desnaturalizó, cayó en una acelerada decadencia y finalmente, por lo que a esfuerzos gubernamentales toca, quedó suspendido. El sucesor de Aura, Enrique Semo, impulsó un programa de ediciones llamado Biblioteca Ciudad de México, dotado de títulos tan intimidatorios como Los espacios públicos de la ciudad (siglo XVIII y XIX) de Carlos Aguirre o Herlinda Dahba y La Magdalena Contreras (su historia) de Melesio Melitón. El Estado, por enésima vez, había caído en la tentación de convertirse en editor, aunque esta vez en alianza con una serie de pequeñas editoriales privadas. Aura, en cambio, optó por la literatura menos discutible –el catálogo incluía lo mismo a Martín Luis Guzmán que a Sófocles, Dostoyevski o Paz–, pero sobre todo por aprovechar el trabajo ya hecho y adquirir colecciones completas de las editoriales del mainstream mexicano. Parte del plan era auxiliar a la industria.

A poco de asumir el cargo, Semo anunció que las funciones de los Libroclubes, rebautizados como Círculos Culturales, se extenderían a otros ámbitos, como el cine. La pertinencia de esta medida es discutible en sí misma, pero sobre todo lo es por que implica un afán intrusivo que, por muy amable que parezca, amenaza la esencia misma del Libroclub, a saber, la autogestión. Al final, la amabilidad también desapareció. Con Raquel Sosa a cargo de la oficina cultural, los Libroclubes se sumaron al “esfuerzo” del gobierno del DF en la lucha contra el desafuero. Mientras Alejandro Encinas declaraba que no había ilegalidad alguna en el hecho de que las páginas web del gobierno del DF se sumaran a la defensa de López Obrador, la Secretaría de Cultura anunciaba que la conferencia El Encino / La memoria documental en defensa de la democracia circularía por la red de Libroclubes.

El abandono oficial de los Libroclubes es fácil de comprender. Para una administración adicta a los grandes actos inaugurales o al bordado de redes clientelares, el programa era necesariamente incómodo, puesto que no permitía ni controlar a sus beneficiarios, ni conseguir grandes titulares. En el caso de los Libroclubes, el abandono oficial, sin embargo, no implicó el fin. En junio de este año, la Secretaría de Cultura anunció su intención de “revivir” la iniciativa de Aura. Es pronto para saber si en efecto respetará su naturaleza autogestiva original, como prometió Elena Cepeda, la nueva secretaria de Cultura. Mientras esto se confirma, los datos compartidos por la funcionaria son dignos de mencionarse. Según sus informes, siguen en pie alrededor de quinientos Libroclubes. Una cifra notable por el porcentaje de éxito que implica, sobre todo cuando se recuerda que Semo y Sosa hablaron de unos cuatrocientos y algo más de doscientos sobrevivientes antes de recortar el apoyo al proyecto.

¿Leer en el Metro?

A últimas fechas, el gobierno del DF multiplica los programas de fomento a la lectura. El más sonado es “Leer de boleto en el Metro”, que tampoco es una iniciativa reciente. En 2004, en pleno periodo de Semo, se imprimieron doscientos mil ejemplares de un librito que incluía textos de Emilio Carballido y René Avilés Fabila, entre otros escritores. Esos libros debían repartirse entre los pasajeros de la Línea 3, que los recogerían de manos de las Brigadas Naranjas (jóvenes sin empleo contratados para repartir el material), los leerían durante el trayecto y los devolverían en la estación de llegada. El programa atrapó abundantes elogios en el extranjero (¿habrán leído a Avilés Fabila?). En México, en cambio, levantó del asiento a varios escépticos que criticaron ya sea la selección de autores, ya el hecho de que era difícil encontrar a un pasajero con uno de los libros en la mano una crítica, esta última, a la que la administración de Semo respondió con la afirmación, no muy elogiosa para el usuario medio, de que esto se debía a que los pasajeros se habían embolsado ¡el total de la edición! El gobierno no abandonó el programa, pero lo diluyó. La segunda antología, que tardó un año y medio en aparecer, implicó a una nueva camada de autores –Paco Ignacio Taibo ii, Juan Bañuelos, Mónica Lavín–, un recorte sensible en el tiraje, que bajó a cuarenta mil ejemplares, y otro en el número de estaciones incluidas: diez. Poco después, renunció la coordinadora del proyecto, Paloma Sáinz. Entre sus quejas estaba la escasa preparación de las Brigadas Naranjas, que terminaron repartiendo volantes sobre el programa de útiles escolares gratuitos.

Hoy, el proyecto, que llega a su séptima temporada, se centra en un libro posible gracias a que diez autores –entre ellos Elena Poniatowska, Ignacio Solares, Enrique Serna y David Huerta– cedieron los derechos de otros tantos textos por una cantidad simbólica. La administración de Ebrard intenta revivir el carácter masivo original de “Leer de boleto”. Doscientos cincuenta mil ejemplares, a un costo de $3.75 la unidad, deben invadir veintiún estaciones. Al momento de firmar esta nota, los libros son ya una presencia constante en los vagones de la Línea 3. Muchas de las dudas de arranque, sin embargo, quedan ahí, desde la pertinencia de saturar el mercado con libros impresos en el universo oficial hasta la dificultad, ya constatada, de dar continuidad a un programa de esta naturaleza.

El rincón de los saberes

Los Libros del Rincón, primera colección editorial pensada específicamente para ofrecer a los alumnos de primaria opciones de lectura allende los libros de texto, surgió en 1986, cuando el entonces secretario de Educación, Miguel González Avelar aprobó la propuesta de la funcionaria de la Subsecretaría de Cultura, Marta Acevedo, de editar libros infantiles mayoritariamente literarios, para su colocación directa en las aulas. Los resultantes Rincones de Lectura constituyeron un primer y afortunado modelo de fomento a la lectura desde el espacio escolar; sin embargo, para 2002, sólo el dos por ciento de los salones de clase públicos del país se encontraban dotados por el programa, lo que ofrecía una oportunidad fértil para ampliar la idea original.

Por aquel tiempo, una de las prioridades del entonces secretario Reyes Tamez y de su subsecretario de Educación Básica y Normal, Lorenzo Gómez Morín, era el Programa Nacional de Lectura, que buscaba articular todos los esfuerzos federales, estatales y municipales en materia de promoción de la lectura en un solo proyecto orgánico e integral.

Tal proyecto, aunado a un inesperado ahorro de quinientos millones de pesos –resultante de la decisión de reducir el gramaje del papel empleado para los Libros de Texto Gratuitos–, permitió que Elisa Bonilla, quien había llegado a la SEP en 1993 para fundar la Dirección de Materiales y Métodos Educativos, propusiera una empresa que pretendía potenciar la promoción de la lectura desde el gobierno federal.

“A partir del modelo de Libros del Rincón”, recuerda hoy Bonilla, “propusimos que ese presupuesto fuera destinado a dotar de libros al cien por ciento de las escuelas, sin costo para los estados”. Lo que es más, dichos libros no debían ser de texto sino “un ejemplo del mundo letrado del que queríamos invitar a los niños a ser parte”. 

Eventualmente, la SEP autorizó la creación del programa Bibliotecas de Aula y el destino del presupuesto no ejercido por la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos a la compra de libros a tal efecto. Compra, y no edición, puesto que, ante lo vasto de la oferta de las editoriales privadas, la entonces funcionaria propuso que la Secretaría convocara a los editores a presentar títulos que pudieran formar parte de una de cuatro colecciones, divididas por rango de edad, con un énfasis en la inclusión de libros no sólo literarios sino también informativos. Así, la SEP se limitó, en un principio, a editar únicamente títulos bilingües en lenguas indígenas.

El programa Bibliotecas de Aula sumó algunos efectos esperados: accesibilidad de los niños al universo de la cultura escrita y una importante inyección de recursos a la industria editorial. El tercero de esos efectos resultaría acaso el más sorprendente y afortunado de todos: una diversificación de la oferta mexicana de libros infantiles. En el curso de sus reuniones anuales con los editores, Bonilla habría de detectar categorías desiertas o insuficientemente representadas en los catálogos –el teatro, por ejemplo, o las matemáticas– y sus observaciones habrían de tener un efecto sobre los programas editoriales. “Un año les dije ‘Me parece que la categoría Naturaleza está demasiado cargada hacia el reino animal, y particularmente al reino animal del Serengueti’ –cuenta hoy Bonilla–, ‘pero hay poca representatividad de animales nuestros, pese a la biodiversidad endémica de este país, y poca representatividad de la flora’. Al año siguiente fue muy notable cómo empezaron a aparecer libros sobre pájaros de México, árboles del país, que hoy es posible encontrar en librerías, además de que surgieron nuevas editoriales pequeñas interesadas en impulsar estos temas con mucho éxito.”

No todo, sin embargo, ha sido coser y cantar en lo que a las Bibliotecas de Aula se refiere. El primer proceso de selección de los títulos resultó en una bomba política, pues el primer catálogo –elegido por un grupo de ochenta especialistas, entre escritores, maestros, investigadores y funcionarios estatales– fue duramente cuestionado tanto por la prensa como por la comunidad literaria. Desde el siguiente año se lanzó una nueva redacción de la convocatoria, con mayor claridad en las reglas y la incorporación de la sociedad civil al proceso, mediante la invitación a organizaciones de promoción de la lectura como IBBY (International Board on Books for Young People), el Consejo Puebla de Lectura, Libroandamio y Leyendo Juntos, que se tradujo en que, en la edición correspondiente a 2006, hayan sido alrededor de dieciséis mil personas las encargadas de elegir los títulos.

Menos fácilmente alcanzable se antoja el reto de dar impulso sostenido al programa: si ya en la administración de Reyes Tamez, el número de títulos adquiridos por biblioteca descendió cada año –de un máximo de 228 en 2003 a un mínimo de 144 en 2006–, la nueva directora de Materiales Educativos de la SEP, Irma Edith Bermúdez, anunció el pasado 26 de febrero que no habría incorporación de nuevos títulos a las Bibliotecas de Aula en 2007. Y si bien el escándalo concomitante habría de conducir a una retractación de las nuevas autoridades de la Secretaría –verbalizada por Josefina Vázquez Mota el 7 de junio–, el resultado habría de ser otro descenso en las compras: ciento dos millones de pesos –cifra muy inferior a los quinientos millones originales– que servirán para treinta nuevos títulos, lo que aleja la posibilidad de cumplir pronto con los estándares establecidos por la Federación Internacional de Asociaciones de Bibliotecas y la UNESCO, que consideran un mínimo deseable de diez libros por alumno por escuela, o bien de 2,500 libros independientemente del tamaño del plantel.

 

¿Tienes tele? Pues áhi te lees

“La televisión siempre ha sido vista con desdén por los intelectuales”, diagnostica el escritor y conductor de programas televisivos Pablo Boullosa, antes de añadir que tal percepción “le ha costado cara al país” y recordar que “cuando Octavio Paz salió a la tele, durante dos años los intelectuales discutieron si hacía mal, si se había vendido a Televisa, y ni siquiera pensaban en el contenido real de los programas.” 

En efecto –y para citar nuevamente a Boullosa–, la televisión no es sino un medio y se llena con lo que uno le quiera poner. Así la entendió Paz y así también Arreola –con su serie Vida y voz–, Ricardo Garibay –que entre sus muchas valentías tuvo la de vestir un kimono en Caleidoscopio– y el propio Aura. Sin embargo, el verdadero salto cualitativo en materia de promoción televisiva de la cultura escrita lo habría de dar Sopa de letras, uno de los muchos programas que incluyera Jorge Saldaña en esos maratónicos Sábados del 13 de la segunda mitad de los setenta. La premisa tenía la sencillez de las grandes ideas. Saldaña reunía a un grupo fijo de entusiastas del lenguaje –entre ellos Arrigo Coen, Felipe San José, Pedro Brull y Francisco Liguori– y éstos procedían a desahogar las preguntas del público en materia de etimologías, literatura y uso correcto del lenguaje en un tono ajeno al didactismo solemne y más cercano al de la tertulia literaria.

La idea, aunque excelente, murió a principios de los ochenta. Por alguna extraña razón, nadie habría de darle nueva vida hasta 2001, cuando el productor televisivo Enrique Strauss fue nombrado director de Canal 22 y lanzó al aire El gimnasio, conducido por Boullosa, en el que el juego con el lenguaje era complementado por secciones dedicadas a otros temas literarios y culturales.

El Gimnasio, afortunado en sus contenidos aunque acaso demasiado complejo en su formato, terminó al cabo de un año para dar paso a La barra de letras, programa en el que el mismo Boullosa encarnaba a una suerte de barman culto –lo que en realidad era en ese tiempo, dado que además administraba El Hijo del Cuervo– que nuevamente resolvía las dudas lingüísticas y literarias del público, apoyado por numerosos parroquianos invitados entre los que se contaban la lexicógrafa Laura García, el poeta Eduardo Casar, el historiador Germán Ortega y el coautor de este texto Nicolás Alvarado.

Pasado otro año, Strauss y Boullosa encontraron el formato definitivo: La dichosa palabra, un programa de panel en el que el propio Pablo y los otros cuatro personajes departen en una suerte de tertulia histórica, etimológica y literaria, animados por las preguntas y provocaciones de los televidentes, enviadas por correo electrónico o dictadas vía telefónica. Si bien sus inicios fueron modestos en lo que a índices de audiencia respecta, para fines de 2003 La dichosa palabra se posicionaba como el más exitoso de los programas de producción propia del 22, acaso en razón de un tratamiento desparpajado de los grandes temas culturales y de una apuesta por la desacralización tanto de la lengua como de la literatura.

Tal habría de ser el éxito relativo de La dichosa palabra que, para 2004, una Televisión Azteca preocupada por incluir un espacio cultural en su programación llamaba a Boullosa para desarrollar Domingo 7, revista cultural con un fuerte acento en la divulgación literaria en la que lo acompañara Alvarado hasta hace unos meses y donde sigue departiendo, domingo a domingo, con las editoras Marisol Schulz y Déborah Holz, la crítica de cine Fernanda Solórzano y el periodista científico Javier Crúz.

De Sopa de letras a Domingo 7, la genealogía de programas televisivos que hacen un intento por acercar al público al mundo de las palabras –su eje rector– ha generado en la televisión privada transformaciones, si no radicales, por lo menos dignas de atención. Desde hace unos meses, Televisión Azteca ha lanzado un proyecto de coediciones, Círculo Editorial Azteca, que ha resultado en que algunos nuevos y buenos títulos de editoriales como Random House Mondadori y Planeta conozcan una fuerte difusión televisiva. Mientras tanto, en Televisa comienza a despuntar también un cierto interés por la promoción de la lectura, palpable en algunos de sus espacios noticiosos, particularmente los conducidos por Carlos Loret de Mola y Adela Micha. Sin embargo, bien deben guardarse, quienes han participado de alguno de estos proyectos, de entregarse a una autocomplacencia celebratoria. Y es que, como apunta el propio Boullosa, si la labor de La dichosa palabra y Domingo 7 en materia de promoción de la lectura no deja de ser loable, también es cierto que el impacto de ambos se antoja todavía acotado a las clases medias: “De nada sirve que los profesores universitarios digan que nuestro programa es bueno”, sentencia. “Me conmueve más escuchar a alguien que vende billetes de lotería decirnos ‘Veo su programa’ o ‘Estoy leyendo tal cosa’.”

 

Lo leí en la radio

La radio también ha hecho lo suyo por difundir los libros y la lectura. Desde su reposicionamiento en 1968, Radio Educación ha contado siempre con al menos un espacio consagrado a tal propósito, y actual prueba de ello son emisiones como Circo, maroma y libros, conducido por Maru García y Pedro Nicolás y dedicado al auditorio infantil, o Voces interiores, en el que Eduardo Casar conversa con escritores de los estados. Lo mismo puede decirse del IMER, que a través de Horizonte 108 transmite programas como Café encuentros –que, en su emisión de los viernes a las 9:00, a cargo de Teresa Jiménez y Rose Mary Espinosa, fomenta la discusión sobre libros y autores–, y Lo sonado, donde Arturo Delgado, Tania Negrete y Tanya Huntington desmenuzan, cada miércoles a las 22:00, un concepto –el orden, la risa, etcétera– a partir de sus avatares culturales y, particularmente, librescos. También en Opus 94 se transmite Acentos (jueves, 20:00), con Philippe Ollé-Laprune, Fabrizio Mejía Madrid y Jorge F. Hernández. Tales esfuerzos, sin embargo, aun si encomiables, no constituyen sino excepciones en una radio pública mexicana históricamente más proclive a las transmisiones musicales o noticiosas que a la literatura. Así –y seguramente para sorpresa de muchos–, quien busque esfuerzos más sostenidos de promoción de la lectura a través del éter deberá dirigir su escucha a la radio comercial.

Dos han sido los proyectos de radio privada dedicados de manera prácticamente íntegra al fomento cultural, encabezados ambos por la periodista Tere Vale, alguna vez contertulia en Sopa de letras. De 1989 a 1994, años durante los cuales transcurrió su gestión como directora general de ABC Radio, Vale articuló una programación que renunciaba a los formatos de larga duración en favor de cápsulas de cinco minutos que, además de permitir a escritores como Carlos Monsiváis, Juan Villoro, Sealtiel Alatriste y Andrés Henestrosa escribir para la radio y hacerlo sobre libros y autores, habrían de incluir fragmentos de las charlas entre la propia directora de la emisora y Juan José Arreola sobre temas de lengua y literatura.

Terminado ese empeño, la periodista y empresaria habría de encabezar, de 1995 a 2000, Ondas del Lago, proyecto que desde el 690 de amplitud modulada retomaba el formato de cápsulas culturales originado en ABC Radio y añadía a él un programa bisemanal de tertulia literaria, titulado La República de los necios y por cuya conducción habrían de desfilar –a lo largo de los años y en distintas combinaciones– los escritores Álvaro Enrigue, Julio Trujillo, Nicolás Alvarado, Gustavo Fierros y Ricardo Pohlenz.

Heredero del mismo espíritu es La tertulia que, tras la desaparición de Ondas del Lago, puede vanagloriarse hoy de ser el único espacio estrictamente literario de la radio comercial mexicana. Empezó hace algo más de tres años, cuando Germán Dehesa y José Gutiérrez Vivó abandonaron Radio Red, y se hizo “un huequito” en el 1110 de AM (viernes, 21:00). Ese huequito lo supieron capitalizar Mayra González y Jorge A. Gudiño, desembarcados ambos de la industria editorial.

La médula del show, su esencia, es la falta de mesura. El programa consiste en una hora completa dedicada a un libro, bien bajo el formato de una prolongada entrevista con el autor, bien como una disertación entre los anfitriones. ¿Suena riesgoso? Según los datos que manejan los propios anfitriones, La tertulia cuenta con entre seiscientos y setecientos mil fieles. El secreto radica en el hecho de que se reciben llamadas del público, en una especie de humildad manifiesta que presuntamente facilita el vínculo con los escuchas –“No pretendemos saberlo todo, pero nos comprometemos a investigar cualquier pregunta para el programa siguiente”– y, de manera especial, en la lectura en voz alta. En efecto, Mayra y Jorge han descubierto, con necesaria sorpresa, que al público le gusta que le lean, y mejor si es poesía.

Las recomendaciones y reseñas tienen también un espacio destacado en la radio comercial. Ahí están, por ejemplo, el espacio semanal de Nicolás Alvarado en el noticiario de Carlos Loret de Mola en W Radio, pero también la atención frecuente de otros programas, desde el de Carmen Aristegui en la misma estación hasta el ya desaparecido de Víctor Trujillo en Televisa. Lo mismo puede decirse de Leonardo Curzio en Radio Mil y Janett Arceo en Radio Fórmula o, en un registro mucho menos “elitista”, incluso de Javier Poza y Martha Debayle en W Radio o Fernanda Familiar en Imagen. A lo que habría que sumar, claro, la pesada herencia de la radio juvenil desde los remotos años ochenta: Jordi Soler, Martín Hernández, Luis Gerardo Salas, o sus herederos en el IMER –Rulo, Eric Martino, Sopitas– e incluso en la imberbe Ibero 90.9 Radio, un proyecto universitario que ha logrado desbordar el ámbito académico para capturar audiencias de jóvenes, y no tanto, más allá de Santa Fe.

El problema, entonces, antes que en el público, radica en la viabilidad comercial de los programas de promoción del libro. Las editoriales suelen quejarse de la falta de espacios de difusión para sus títulos, pero la televisión y la radio, incluso las comerciales, son y han sido bastante generosas con su tiempo. ¿Cómo corresponden las editoriales a este impulso? Depende del caso y de a quién se pregunte. Según Mayra González y Jorge A. Gudiño, las editoriales, fuentes naturales de subsistencia para la televisión y la radio cultural, prefieren canalizar sus escasos recursos a la publicidad impresa. No es ésta, sin embargo, una conclusión que compartiría el editor de un suplemento de libros como Hoja por hoja, que recientemente cumplió diez años, o el encargado de ventas de cualquier revista. Las editoriales, para decirlo en pocas palabras, no gastan grandes cantidades en publicidad, una consecuencia, sin duda, de sus dificultades financieras, pero también del hecho de que, a fin de cuentas, la atención de los medios está garantizada, en la medida en que son, a un tiempo, empresas que venden un producto y proveedores de contenidos.

 

Difusión espectacular

Vale calificar así la campaña publicitaria emprendida por la cadena de librerías Gandhi desde 1998, no sólo por haber privilegiado los anuncios espectaculares en su estrategia mediática sino, sobre todo, por haber alcanzado resultados francamente asombrosos en términos de seducción del público masivo hacia el universo de la lectura.

Gandhi habría de nacer en 1971 como un proyecto más bien romántico. Idea de un Mauricio Achar harto de vivir en una ciudad de México en que los libros, como los tornillos, eran despachados detrás del mostrador, tomó el nombre del prócer indio desde el momento que abrió su local originario en la avenida Miguel Ángel de Quevedo.

Para 1998, la empresa había crecido en forma considerable, pero más por sus virtudes intrínsecas que por cualquier esfuerzo publicitario consciente. Tal estrategia –o, peor, la falta de ella– habría de ser subvertida, sin embargo, por la entrada en escena de Alberto Achar. Sobrino del fundador de Gandhi, entonces estudiante de comunicación y desde su adolescencia empleado del negocio familiar, Alberto había aprendido algunas cosas en la universidad y quería ponerlas a prueba en su trabajo. Así, desarrolló un área de mercadotecnia en la empresa y procedió a reclutar una agencia de publicidad, a la sazón Nazca Saatchi & Saatchi, que encomendó la cuenta al creativo publicitario José Manuel Montalvo –quien hoy, aunque desde la agencia Leo Burnett, sigue a cargo de ella–, un joven que resultó ser cliente fiel de la librería.

Al reunirse Alberto con Montalvo, le dijo, a ojo de buen librero, que el público objetivo de Gandhi eran “intelectuales”. El resultado fue una serie de anuncios creativos, inteligentes y lúdicos, sí, pero que no tuvieron impacto real en las ventas, dado que su discurso resultaba demasiado hermético para el grueso de la gente. El joven Achar, sin embargo, persistió en su empeño. Así, en 2000 hizo un estudio cuantitativo de mercado que habría de arrojar resultados sorprendentes: mientras que sólo el dieciocho por ciento de los clientes cautivos de Gandhi se dedicaba profesionalmente a la escritura, el 56 por ciento de sus visitantes buscaba productos susceptibles de ayudarles a matar el tiempo o de apuntalar su imagen personal ante sus amistades. Otro veintiséis por ciento sólo se acercaba a los locales de la empresa en aras de cumplir con obligaciones escolares o laborales. Lo que es más, al estudio cuantitativo se sumaba otro cualitativo, realizado bajo la técnica de grupos de enfoque, que revelaba una percepción mayoritaria de Gandhi como una marca “vieja”, “lejana”, “que da miedo”, al grito –expresado por uno de los participantes de las sesiones– de “¡Ese lugar es para los intelectuales!” Así, para crecer, Gandhi necesitaba tomar medidas drásticas, y las tomó.

Alberto Achar dio a Montalvo un nuevo brief: había que reposicionar Gandhi y había que hacerla –en sus propias palabras– cool. Hasta ahí, ninguna sorpresa; lo sorprendente, entonces –y lo verdaderamente encomiable–, habría de ser el razonamiento derivado de la anterior premisa: si lo que Gandhi vende son libros, habría entonces que comunicar que el acto mismo de leer era (y, de hecho, es) cool. “Lee” devendría así el concepto rector de la nueva campaña. “Leer, güey, incrementa, güey, tu vocabulario, güey”, “Ya te hicimos leer” y “Lee. Se siente bien chistoso” habrían de ser sólo tres de las frases más recordadas de las sucesivas etapas de una campaña que decidió recurrir a la publicidad exterior para comunicar su mensaje urbi et orbi. Pese al escepticismo inicial de Mauricio Achar, que temía que la campaña no pusiera énfasis suficiente en Gandhi como marca, los resultados favorables no se hicieron esperar: la librería dejaba atrás a su competencia, se apoderaba de lo que la mercadotecnia llama el top of mind –es decir que se convertía en la marca más recordada en su ramo– y veía incrementarse sus ventas año con año, a la fecha.

 

Al gusto del cliente

En Ciudad Nezahualcóyotl, el gobierno municipal decidió introducir a los policías en el mundo ancho y ajeno de la lectura, como parte de una campaña de adecentamiento del cuerpo. Es imposible determinar si el programa, llamado “Literatura siempre alerta”, tuvo en efecto que ver con la reforma de una corporación que ha conseguido disminuir los índices de criminalidad del municipio mexiquense, según consigna David Lida en un reportaje de la revista DF (“Seguridad pública: Ciudad Neza tiene la palabra”, mayo de 2006). En todo caso, las lecturas propuestas a los agentes desde 2004 hasta la fecha, que incluyen el Quijote, pero también un buen número de guiños corporativos, desde Fluyan mis lágrimas dijo el policía, de Philip K. Dick, hasta Jim Thompson o Rubem Fonseca, han traído otras consecuencias. Según Lida, el año pasado estaba por salir a la luz Sentimientos en alas de tradición, del policía Crescenciano Francisco Ortiz Peña Roja.

El aparente éxito con los policías de Neza, a los que es legítimo suponer clientes difíciles cuando de leer se trata, pone sobre otra pista: la promoción de la lectura funciona mejor cuando atiende a las necesidades concretas de públicos concretos. La cantidad de proyectos más o menos efectivos basados en esta premisa es imposible de calcular. En los últimos años, se ha intentado con éxito llevar la lectura a las prisiones, a los psiquiátricos, a las comunidades indígenas e incluso, como prueba de que por especialización no paramos, a los niños de las comunidades indígenas –Raymundo Centeno, en Chiapas, ha obtenido buenos resultados con un uso hábil y barato de la radio. Pero ni siquiera estos casos son tan sorprendentes como el de la Bebeteca de Querétaro. Concebido y ejecutado por la biblioteca infantil del Centro Educativo y Cultural Manuel Gómez Morín, este proyecto parte de la premisa de que la mejor manera de poner en contacto a la gente con la lectura es por la vía del placer y, sobre todo, lo antes posible. Así, este espacio está destinado no sólo a infantes de hasta tres años, que encontrarán un material adecuado a sus capacidades, sino también a sus padres, que son o deben ser los responsables de propiciar un acercamiento adecuado a la lectura, antes de que la educación institucional cumpla con su papel disuasorio. Sobre esta premisa Beatriz Soto, la mente detrás del proyecto “Leer con los más pequeños”, financiado por el Fonca, se ha decidido a llevar la lectura allí donde haya niños listos para recibirla: hospitales, orfanatos, escuelas, etcétera.

La enseñanza de los programas mencionados hasta aquí, así como, en sentido opuesto, la del gran fracaso de la educación en México, es que, cuando de promoción de la lectura se trata, el Estado funciona mejor mientras más discreta y menos hipertrófica resulta su participación, es decir, cuanto menos se parece a sí mismo y más a la sociedad o la iniciativa privada, con las que ha aprendido a establecer alianzas. Inusualmente, esto lo entendió la Secretaría de Educación Pública ya en 1986, en tiempos de Miguel González Avelar. Ese año empezó el programa “Con la frente en alto”, en el que los ambulantes y los tragafuegos fueron convertidos en vendedores de libros. Es difícil olvidar aquellas imágenes, consagradas además por Verónica Castro en la telenovela Rosa salvaje. Los habitantes de las calles aparecían en las esquinas con bolsitas de libros y revistas que vendían a los desconcertados conductores por cantidades ridículas (de veinte a cuarenta pesos). Así, lograron convertirse no sólo en promotores del libro, sino en cómplices de un milagro: las bodegas de la UNAM y la SEP quedaron vacías. El Estado, que se había dedicado a imprimir libros en proporciones monstruosas, encontró un remedio contra sí mismo, y logró poner unos nueve millones de volúmenes en manos de la población, aunque fuera a precio de saldo.

Los tiempos de la cruzada vasconcelista pasaron hace mucho, y salvo el arribo de una versión local de Hugo Chávez –sus programas de alfabetización se llaman, cosas de la vida, “Misiones”–, es difícil que vuelvan. La receta hoy es: a la medida del cliente. Un cliente, sobra decirlo, que es el más difícil de todos. ~

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