Bela Renata

Metafísica para glotones

En esta crónica, bien salpimentada de libros e historias, Villoro rememora una cena con amigos en el mítico restaurante El Bulli, que estará cerrado al público hasta el 2014, y recorre los hitos en la carrera de Ferran Adrià, alquimista de los fogones.
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Ferran Adrià asumió el desafío de reinventar la sal de la vida. Desde que llegó a El Bulli en 1983 se propuso una total alteración de los sentidos, el ingreso a una realidad más propia del relato fantástico que de la gastronomía. Visité el lugar en su última temporada. Normalmente, El Bulli no abría en diciembre, pero en 2010 Adrià hizo una excepción para despedirse como lo hace el bosque, con trufas y cortezas de árbol, misterios que solo surgen en otoño.

El profeta de la deconstrucción gastronómica había decidido dar el paso más congruente de su trayectoria: deconstruir su restaurante.

De 1984 a 2011, Adrià creó suficientes recetas para satisfacer la mesa de Moctezuma, esnob imperial que no repetía platillos. La primera fue la terrina de melón con gelée de oporto. Esa mullida golosina marcó el inicio de una aventura para comer cartílago de pollo, flores de orégano, tuétano al caviar y orejas de conejo fritas.

La gastronomía representa el triunfo del placer sobre la necesidad. Adrià introdujo otro elemento: el desconcierto. Sus platillos no tienen punto de comparación: ¿cómo se juzga lo desconocido?

El alquimista de Cala Montjoi modifica la idea que tenemos de los alimentos, pero sobre todo la idea que tenemos de nosotros mismos. Ante sus platillos, la nariz y la lengua se convierten en desconocidas que nadie nos había presentado. Por primera vez sentimos que están en nuestra cara. Esta reinvención de las sensaciones pertenece a la gastrosofía, rama del conocimiento fundada por Eugen von Vaerst en el siglo XIX.

Todas las formas del arte están relacionadas con la infancia. La cocina, que permite tener harina en las cejas, lo está más que todas. No es casual que el barón von Vaerst fuera amigo de E. T. A. Hoffmann. Para él, una mesa bien servida se estructuraba como un cuento con nítida moraleja. En compañía de Hoffmann recorrió toda clase de tabernas. Aprovechando que los alemanes tienen más ideas que ingredientes, razonó los guisos y transformó cada puchero en cosa mental.

Para prestigiar su pluma, escribió bajo el seudónimo de Chevalier de Lelly, sugiriendo un linaje en el país de las divinas mayonesas, y logró la proeza de influir en un gastrónomo francés, Jean Anthelme Brillat-Savarin, autor de la Fisiología del gusto.

Un siglo antes, Étienne Bonnot de Condillac había propuesto conocer el mundo a través de los sentidos. En su Tratado de las sensaciones imagina a una estatua que carece de ideas pero dispone de una nariz superfina para percibir el entorno. ¿Cómo sería la realidad descrita a través de esa experiencia? ¿A qué argumentación conduce la nariz?

Aunque Adrià es un prestidigitador práctico como von Vaerst, Brillat-Savarin y Condillac, entiende los sabores como una teoría del conocimiento. Su menú es una razonada enciclopedia.

El desafío más grande para un explorador consiste en detenerse. En 2011 Adrià se dispuso a llegar a ese sitio horroroso: la meta.

Para mitigar la amargura de cerrar un ciclo, buscó una motivación simbólica. Sabía que su receta final debía ser un postre, pero debía llegar a un número emblemático de recetas. Fiel a su heterodoxia, escogió el 1846.

Al respecto escribe Pau Arenós: “¿Por qué ese guarismo sin belleza, lejos de la rotundidad y el aprecio social exagerado y maniático por los números redondos? 1846 es el año de nacimiento de Auguste Escoffier, que falleció casi nonagenario, fundador de la cocina moderna, organizador de las brigadas y compilador de 2,500 recetas en Mi cocina, en su mayoría, ajenas.”

La receta “1846” es una deconstrucción de los famosos melocotones que Escoffier creó para la cantante Nellie Melba, que ya solo se recuerda por ese hit gastronómico, el Peach Melba. Para llegar a la cifra postrera (“el número asesino”, lo llama Adrià), la temporada 2010-2011 tuvo que ofrecer 180 platos nuevos, otro estímulo para un plusmarquista.

El investigador de aires paladeables no tenía pensado retirarse. Pero había logrado algo incómodo para un heterodoxo: la unanimidad. En un mundo discriminatorio había alcanzado el prestigio que otorgan tres estrellas Michelin y obtener en cinco ocasiones el premio de mejor restaurante por The Restaurant Magazine. Demasiado consenso para un radical. En 2001 ya le había dicho a Martín Caparrós: “Lo lógico sería que me pegaran palos, la vanguardia está para eso.”

Es difícil evaluar los méritos concretos de Adrià, pero la época se ha rendido a sus efectos. Cuando Anthony Bourdain escribe sobre los mejores cocineros, rara vez se refiere al inventor de Cala Montjoi. La razón es sencilla: lo juzga en “una categoría aparte”.

En el año 2000, el cronista peruano Julio Villanueva Chang aún pudo describirlo como “un extraterrestre en la cocina”. Poco después, millones de personas querían probar los platillos del extraterrestre.

En agosto de 2003 The New York Times le dedicó la portada de su Magazine, consagrándolo con un título de alta extravagancia: “The Nueva Nouvelle Cuisine: How Spain became the New France”. En la foto, el mago sostenía una espuma de mango con mandarina. Se había convertido en la principal autoridad planetaria en papilas gustativas.

Una de sus virtudes proviene de un defecto: habla mal y por lo tanto resulta inolvidable. Según conviene a su oficio y a su leyenda, tiene una lengua más grande de lo normal. Arrastra las palabras; no vocaliza y, sobre todo, piensa demasiado rápido.

Le aconsejaron que tomara clases de dicción, algo tan absurdo como llevar a Bob Dylan a clases de canto. En la mecanizada sociedad del espectáculo, el gurú de la comida cautiva por su voz rota. Le sobran ideas y se precipita en decirlas, pero pronuncia en tono algodonoso. Esto hace que sus novedades parezcan más comunes. Si Galileo hubiera dado las noticias como él, habría provocado menor alarma.

 

Átomos deliciosos

El Bulli fue fundado en 1962 por Hans y Marketta Schilling, matrimonio alemán cuyo objetivo era instalar un minigolf. Su gusto por los perros bulldog los llevó a escoger ese nombre para el negocio adyacente a los hoyos fantasiosos.

En retrospectiva, parece perfectamente lógico que una pareja surgida del país de los hermanos Grimm se interesara en las tareas combinadas del golf para niños, la cría de perros y la renovación de la cocina. En 1981 contrataron al carismático Juli Soler y le pidieron que recorriera Europa en busca de inspiración para un sitio que hiciera sentir bien a la gente. Soler regresó con un valioso acervo de ese tour de la percepción.

Dos años después fichó al cocinero que se convertiría en su socio para comprar El Bulli. Fanático de los Rolling Stones, Soler gestiona el ritmo de trabajo. “Tenemos que estar bien organizados para poder ser anárquicos”, dice Adrià. Como las Satánicas Majestades del rock, Soler contribuye a la disciplina que permite el caos.

El Bulli se ha convertido en un recipiente demasiado pequeño para los apetitos de la especie, pero no está en el adn de sus dueños transformarse en franquicia.

¿Cómo continuar la búsqueda? A juzgar por ciertas técnicas, el cierre del restaurante podía llevar a abrir una Facultad de Química. Revísese, si no, el temario que dos profesores inspirados en sus logros imparten en Levittown, Pennsylvania: “Hidrocoloides específicos y su uso”, “Prácticas con nitrógeno líquido”, “Compresión y exploración con la máquina al vacío”.

Algunos de los platillos que se sirven en Cala Montjoi pertenecen a la perfumería interior. Estallan en el paladar como fragancias.

Sin pasarse a la industria de los laboratorios, el hombre que cocina con jeringas decidió crear una fundación para proseguir sus experimentos. El Bulli volverá a abrir en 2014 para mostrar los hallazgos que se hagan.

Cuando Pep Guardiola advirtió que los jugadores del Barcelona se dormían en sus laureles, puso el despertador para seguir soñando. Lo mismo hizo Adrià. El letargo de El Bulli lo mantendrá hiperactivo.

Nada estimula tanto la imaginación de un cocinero como los ingredientes que no existen. En Pelando la cebolla, Günter Grass narra los amargos días de la posguerra en que un cocinero de fuste como él mataba la ansiedad escribiendo recetas para platillos irrealizables. El estómago seguía vacío, pero la mente se sazonaba.

Durante el servicio militar, Ferran fue destinado a un cuartel en Cartagena donde lo conocieron con el castizo nombre de Fernando. Se salvó de la ingrata tarea de imaginar al enemigo atendiendo la mesa de un almirante. En Reinventar la cocina, Colman Andrews cuenta que en aquel tiempo surgió el primer recetario de Adrià. El recluta tecleó en una Olivetti los platos que había servido en los banquetes del alto mando. Lo significativo es que también escribió recetas imposibles. Andrews recoge el elocuente testimonio de Fermí Puig, otro recluta reconvertido en chef: “Ferran incluyó platos imaginarios en el libro. Inventaba platos que nunca habíamos hecho, o sea, que nunca se habían visto en ninguna cocina, y escribíamos las recetas.”

Un viraje esencial había ocurrido. Adrià buscaba paladear lo inexistente. Años después, Manuel Vázquez Montalbán definiría su trabajo como “cocina de investigación”. El límite de esa tentativa pertenece a la literatura fantástica. El ingrediente más apetitoso es el que todavía no existe. Mientras Adrià sea incapaz de preparar chuleta de unicornio, seguirá buscando sustitutos.

 

“No hay mejor cocinero que el hambre”

Los lugares de difícil acceso fomentan la idea de que vale la pena visitarlos. En el caso de El Bulli, la proeza mayor consiste en conseguir reservación. Las solicitudes para visitar el santuario de la “cocina molecular” (término que Adrià detesta pero ya es inseparable de su reputación) son de dos millones al año, demanda difícil de satisfacer en un local con 15 mesas que solo abre durante seis meses.

Pensé que mi vida podía seguir sin probar espuma de judías con erizo de mar hasta que mis amigos Gerda Warnholtz y Gerardo Suter cumplieron treinta años de casados. Hace tres décadas fungí como testigo accidental de su matrimonio. No estaba previsto que yo firmara, pero alguien olvidó su documento de identidad y se solicitó a un voluntario que, por alguna rareza de carácter, hubiera ido ahí con pasaporte. Desde sus nombres, Gerda y Gerardo parecen diseñados por los hermanos Grimm para habitar un cuento de continuo bienestar. Ella se ha dedicado a renovar la repostería (hizo un Cervantes con barba de crema pastelera para festejar el premio recibido por Sergio Pitol) y él a renovar la fotografía y la teoría de la imagen. En una ocasión conversamos hasta la alta madrugada y Gerda dijo que soñaba con celebrar sus tres décadas con Gerardo en El Bulli.

Ante las puertas que cierra la realidad, el cronista sabe que el mejor cerrajero es otro cronista. Pau Arenós, autor de algunas de las mejores páginas sobre Adrià, consiguió el acceso.

Gerda resumió lo que numerosos comensales han sentido en su visita a Cala Montjoi: “Sabía que era poco menos que imposible hacer esa visita, así que la oportunidad de confrontar mis expectativas con la realidad fue una aventura riesgosa. Había leído, visto y oído todo lo que había podido acerca de este personaje que había cambiado el rumbo de las cocinas en el mundo. Si embargo, contrario a lo que temí, la realidad empató con lo que había esperado.”

Como todos los festines, el de El Bulli comienza con oficios de anticipación. Las técnicas utilizadas requieren tiempo. La caramelización, la emulsión, la ultracongelación, la esferificación, la producción de aires y espumas comestibles no ocurren por una repentina inspiración del chef.

Cada mesa tiene un menú distinto, planeado conforme a las características del cliente. Entre 1993 y 2008, Bob Noto, vendedor de refacciones automovilísticas de Turín, logró ir 75 veces a El Bulli. En cada visita, Adrià le ofrecía algo distinto. En cambio, los advenedizos no pueden perderse de piezas clásicas, como la esfera fría de queso gorgonzola.

Todo placer aumenta con una penitencia para recibirlo. Mientras los cocineros esferificaban, los futuros visitantes pasaban por un purgatorio de verduras hervidas.

Fabián Martín, máximo pizzero de Barcelona, premiado en Nápoles en el rubro de “pizza de fantasía”, me advirtió antes de ir a El Bulli: “No almuerces. Los platillos son pequeños pero no paran.” Martín sabía de lo que hablaba, no solo por ser cocinero, sino porque fue boxeador. Durante años se sometió a las penurias de ayunar para dar el peso antes de la pelea. El Bulli exigía un rigor semejante para disfrutar sus inesperados excesos.

Los hermanos Grimm habían anticipado la circunstancia en Hansel y Gretel: “No hay mejor cocinero que el hambre.”

Aunque no se puede hablar de austeridad en un menú de 250 euros por persona (más bebidas), la visita a El Bulli mejora si antes se hacen votos de pobreza. En la hambruna, el padre de Hansel y Gretel dio a sus hijos trozos de pan progresivamente pequeños. A medida que las rebanadas menguaban, se volvían más sabrosas.

Nos dirigimos a El Bulli en un estado que procuraba ser de metafísica tabula rasa. Sin embargo, el estómago vacío producía sólidos rugidos.

Para llegar hay que hacer un camino de iniciación. La carretera surge de manera inesperada en las afueras de Roses y asciende hacia un monte. Ya en descampado, el camino se estrecha y se vuelve más sinuoso. El conductor imagina lo que pasaría si un auto viniera en sentido contrario.

En la noche del miércoles 8 de diciembre de 2010 no había luna ni estrellas. La oscuridad perfeccionaba la sensación de misterio. Nadie más se dirigía al restaurante más famoso del mundo.

De pronto, una moto nos rebasó a una velocidad insólita y fue engullida por la noche. El bosque no era un sitio para tener prisa. El piloto de casco negro parecía pertenecer a otra dimensión. ¿Portaba una píldora para salvar a alguien en medio de la noche?

Ningún GPS supera a la esperanza. En la soledad del monte, El Bulli se convirtió en un acto de fe.

De haber sabido lo que nos aguardaba al final de la ruta, todo habría sido más irreal. Esa noche probaríamos capuchino de liebre.

Finalmente avistamos un estacionamiento de piedras claras. Al bajar del coche oímos un oleaje invisible. Los árboles nos rodeaban. Otro momento de Hansel y Gretel; había que recoger piedras blancas para irlas dejando en el camino de regreso.

Una ventana iluminada dejaba ver el febril trabajo de sesenta duendes, vestidos de negro posmoderno.

Los huéspedes llegan en forma escalonada. Por eso no vimos a nadie en el camino. La relativa sencillez del sitio aumenta la perplejidad. Adrià nos recibió con aire campechano. Después de sus muchos premios aún recuerda con emoción la entrevista que Arenós le hizo a propósito de su primera estrella Michelin.

Mientras el cocinero hablaba con calma junto al toro que decora su cocina, los demás se movían con calculada precisión. La serenidad del creador parecía depender de ese febril metabolismo externo.

Luego pasamos al salón, donde los cuadros que sobran están apoyados en la pared, como la casa de cualquier abuela.

Hansel y Gretel se preguntan si no han caído en una trampa.

 

¿A qué saben los clientes?

Ferran Adrià nació en Hospitalet, muy cerca de Barcelona, el 14 de mayo de 1962. Los astros prefiguraban su destino. Los nativos de Tauro están regidos por Venus, planeta de la belleza, y su elemento es la tierra. Procuran, por tanto, aplicar la estética a cosas muy concretas: la casa, la mesa, la estufa. Nadie como un Tauro para que un refrigerador se transforme en una bodega de arte comestible.

El conjetural influjo del Zodiaco se combinó en la vida del chef con algo más tangible: las circunstancias, es decir, el barrio de Hospitalet. La visión adriàtica del mundo surgió en el país de las tapas. El parroquiano de bar se desentiende del menú de tres tiempos y, según atestiguan los palillos que quedan en su plato, come doce cosas pequeñas.

La tapa española surgió como actriz de reparto, para acompañar bebidas. Quienes van de bar en bar degustan, como diría Vázquez Montalbán, una “comida itinerante”.

El viraje conceptual de Adrià consistió en convertir las tapas en protagonistas que merecían no solo atención sedentaria sino larguísima. Durante cuatro horas, el huésped de El Bulli recibe platillos en miniatura. No existen los platos fuertes ni una noción del antes y el después. El chocolate brota en cualquier momento.

Adrià desconfía del dogmatismo con que el ser humano clasificó su apetito. En el desayuno es lógico tomar un trago de café y luego un huevo, pero en el almuerzo el huevo va primero y el café después. ¿Es necesario someter el gusto a un régimen de internado?

El Bulli desordena esas jerarquías en un continuo donde lo crudo y lo cocido, lo salado y lo dulce, lo caliente y lo frío, lo sólido y lo gelatinoso aparecen en cualquier momento. La secuencia es tan sorprendente que enrarece los sabores reconocibles. En palabras de Gerda Warnholtz: “Ha llegado a manejar tan bien sus medio de expresión que se da el lujo de presentar sabores que nos son familiares, sin que nuestros referentes culturales y significados interfieran en su manera particular de utilizarlos (recordarás que la selección de bocados que nos ofreció estaba basada en gran medida en ingredientes y sabores que nos eran totalmente familiares: Jamaica, cacahuate, cilantro, mole, etc.).”

Otro aporte decisivo es la presencia sensorial de la comida chatarra. Resulta imposible defender el valor nutritivo de los fritos y los nachos, pero son un crujiente triunfo del sonido y la textura. Adrià aprovecha el infantil estímulo de lo crunchy y lo crispy. Conviene recordar algo que le dijo a Caparrós: “Comemos tipo diplodocus, como hombres de las cavernas. Cuando te comes una chuleta a la parrilla estás tragando igual que hace 30,000 años… Y la idea es evolucionar.” Lo interesante es que su evolución, como la de Miró o Picasso, lleva a la niñez. Por eso insiste tanto en la manera de paladear una cuchara al modo de una paleta chupa-chup, dejar que un tubito se deshaga en la lengua y triturar una hojuela de rosa cristalizada. El sentido lúdico de Adrià se confirma en la forma de desarmar sus platillos: juguetería del paladar.

Nada más lógico que esta reeducación hacia el origen cambie los protocolos de la mesa. Adrià otorga importancia cultural a los diez dedos y al olvidado arte de chupárselos.

Brillat-Savarin consideraba que el sentido del gusto y el olfato son uno solo. Siguiendo este principio, los comensales recibimos una red para oler trufas que dos platos después ingresarían al menú.

En El Bulli la percepción se altera en tal forma que produce el saludable efecto de silenciar definiciones. El vocabulario descansa con Adrià: no hay manera de usarlo. Resulta inútil describir el bocadillo de mojito, la coca cristalizada o la transubstanciación de la sangre de liebre porque lo importante es el desconcierto que provocan, a un tiempo vanguardista y primitivo: la sofisticada invención de esencias conduce al asombro elemental de tener boca.

No hay certezas dulces ni saladas. Tampoco hay combinaciones simples. Cada sorpresa es absoluta y cada mordisco corrige al anterior: un aroma japonés lleva a un chile mexicano.

La sucesión de brevísimos platillos se extiende sin tregua. Hansel y Gretel han saciado su hambre. Entonces sobreviene una inquietante revelación: inmersos en el país de los sabores, los niños comprenden que han sido sazonados. En esa casa en el bosque no hay nada más sabroso que los huéspedes.

María del Carmen Soler recuerda en Gracia y justicia en los manjares que una tribu de la selva amazónica, los yanomamis, celebraban una peculiar antropofagia: cremaban a sus muertos en una inmensa fogata a la que también iban a dar sus ropas y sus pertenencias; luego usaban las cenizas para salar plátanos, receta de nouvelle cuisine.

En 1928, Oswald de Andrade lanzó en Brasil el “Manifiesto antropófago”, un llamado a vencer el aislamiento colonial de América Latina canibalizando otras culturas. Uno de sus lemas más conocidos es: “Tupí or not tupí, that is the question”, que rinde tributo a los tupí, tribu entre cuyas costumbres se encuentra la de merendar al prójimo, y pone en práctica la antropofagia literaria devorando a Shakespeare.

El cosmopolitismo de Ferran Adrià es de este tipo. Las más diversas culturas le sirven para adobar con gustoso asombro el cuerpo humano.

En El Bulli el paladar se asocia con la conciencia en un acto de temeraria gastrosofía. Degustar improbables ingredientes abre una ventana al porvenir, pero, sobre todo, remite al origen de los tiempos, cuando el apetito servía para descubrir la realidad y para constatar, con trémula delicia, que también tú puedes ser comido. ~

 

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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