Un concurso abierto y público es una apuesta de riesgo por la pluralidad y la transparencia democrática que, lejos del encargo directo y del concurso restringido, es el camino más interesante y más justo en este momento refundacional de la sociedad mexicana.
El encargo directo a un reconocido arquitecto que represente los intereses del cliente, si bien ha dado buenos —y malos— resultados, no habría reflejado a la actual sociedad plural y democrática. En el concurso restringido la dificultad estriba en la confección de una lista coherente de concursantes invitados, capaz de representar las distintas tendencias que comparten la realidad cultural, arquitectónica y generacional. El concurso abierto requiere de una organización capaz de conducir el proceso con mucho rigor, desde las primeras fases de confección del programa de necesidades hasta la elección del jurado. Para ello hay normas internacionales, tiempos y organismos que avalan este delicado proceso.
El concurso para la rehabilitación del Zócalo, en cambio, ha sido convocado a las carreras, sin el apoyo del Colegio de Arquitectos ni de organizaciones internacionales —el Centro Histórico de la Ciudad de México es patrimonio de la humanidad—, restringiendo su alcance al ámbito nacional.
El concurso se desarrolla en dos fases: en la primera, los casi 200 participantes han sido seleccionados por un jurado local, del que sólo la mitad está formada por arquitectos. Entre los autores de las propuestas seleccionadas están Ernesto Betancourt; Billy Springall y Miguel Ángel Lira; Alejandro Hernández; el equipo de estudiantes del Taller Max Cetto de la unam, liderado por Diego Ricalde; Alberto Kalach y Teodoro González de León, entre otros notables arquitectos. Los 15 finalistas reciben 75,000 pesos y deben desarrollar las ideas expresadas en la primera entrega sin nuevas indicaciones específicas por parte de la organización del concurso. Esta selección de las “mejores ideas” pasa a ser juzgada por arquitectos de renombre internacional junto a los miembros del jurado anterior. Se incorporan a esta fase Rogelio Salmona de Bogotá, el japonés Fumihiko Maki y el urbanista portugués Da Costa Loba, quienes se libran de las fatigas de ver los 150 trabajos que se presentaron aun a riesgo de que se hayan descartado los mejores.
Todo hace pensar que estamos ante prisas electoralistas —la urgencia por dejar hecho algo impactante—, cuando los problemas de la ciudad son infinitos e infinitas las propuestas lúcidas y consistentes que se podrían plantear.
Cabe cuestionarnos si tenemos políticos que miren hacia el futuro y también preguntarnos si los arquitectos lo hacemos: hasta ahora hemos sido incapaces de dar respuesta al importante tema tipológico de la vivienda popular, habiendo sido excluidos de los procesos decisionales, mientras los promotores de los grandes centros comerciales prescinden de todo asesoramiento arquitectónico salvo a la hora final, para añadir alguna moldura —a gran escala, eso sí— a las nuevas fachadas. Asimismo, en materia de diseño urbano, los cruces entre ejes viales, sus áreas residuales capaces de conformar plazas, los accesos a estacionamientos, las áreas de recreo y demás espacios nuevos son adjudicados a los ingenieros.
Un gobierno progresista, como aspira a ser la actual administración de esta ciudad policéntrica, creciente y compleja, podía haber apostado por nuevos zócalos descentralizados de barrio, que desde su creación o remodelación fueran capaces de reforzar la identificación del ciudadano con su comunidad inmediata. También podía haber propuesto nuevos centros de servicio y atención al ciudadano, nuevos espacios públicos en las áreas intersticiales, en los residuos urbanos entre vialidad y edificación. Las nuevas plazas, parques y equipamientos urbanos, desde la monumentalidad periférica y democrática, deberían ser una proyección hacia el futuro y la nueva imagen del cambio.
Pero queda además preguntarnos: ¿necesita el Zócalo un concurso? Más grande que la Grande Place de Bruselas, más ordenada que la Plaza Roja de Moscú y más compacta que la de Tiananmen de Beijing, el Zócalo de la Ciudad de México es una de las mejores grandes plazas urbanas del mundo. Obviamente requiere no sólo de reparaciones, como toda la ciudad, sino de mejoras que atiendan a las circulaciones, estacionamientos de camiones turísticos y capacidad de respuesta a las variadas actividades que alberga a lo largo del año —sobre todo, festividades y manifestaciones—, así como áreas lúdico-turísticas en terrazas de cafeterías, restaurantes y andadores. Y, sobre todo, necesita intervenciones que sean fruto del trabajo desarrollado entre vecinos, políticos, economistas, ingenieros y arquitectos. El Zócalo debe ser, en fin, un soporte vivo de actividades urbanas.
Al verter ideas vanidosas e inspiradas para este maravilloso vacío urbano, “inundándolo”, “replantando árboles”, “hallando sus ejes”, “enfatizando su carga simbólica” (o demás intentos de dudosa “recuperación histórica”), lamentamos que la intelligenzia arquitectónica del país, en un acto de complicidad fatua y estéril con el poder, haga gala de su inutilidad social y, quizá cegada por la ilusión de participar, dé muestras brillantes de maquillaje urbano. –