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Mi trabajo con Mario, por Fiorella Basttistini
Treinta años de Vargas Llosa, por Pilar Reyes
Mi trabajo con Mario
Fiorella Battistini
En los años ochenta, en la Lima de los apagones, la hiperinflación y los atentados de Sendero Luminoso, la figura de Mario Vargas Llosa era profundamente admirada en mi familia por su defensa de la libertad y la propiedad privada, además de por su obra literaria. De pequeña lo había visto en persona, a lo lejos, durante un viaje familiar a Paracas. Recuerdo la emoción de mi padre al reconocerlo en el comedor del hotel: estaba sentado en la cabecera de una mesa y se encontraba rodeado de un animado grupo de amigos y de su familia. Más adelante, todavía de más lejos, mi padre me alzaría sobre sus hombros para alcanzar a verlo en el estrado desde el que defendió la democracia en la manifestación contra la estatización de la banca que lo convirtió en candidato a la presidencia del Perú.
Unos quince años después de aquella época convulsa, conocí en Madrid a Morgana, la hija menor de Mario y Patricia. Nos hicimos amigas de inmediato y, gracias a ella, empecé a frecuentarlos. Por aquel entonces, ellos necesitaban a alguien que los ayudara a organizar su biblioteca y yo buscaba la estabilidad que no había logrado en mi incipiente carrera como fotógrafa. La suerte jugó a mi favor y de pronto estaba yo ahí, metida en su casa y en su familia, conviviendo con los Vargas Llosa y siendo testigo de la famosa disciplina del escribidor. A partir de entonces comencé a viajar con ellos a las ciudades que habían marcado sus vidas –Londres, París, Madrid, Lima– y a ver el mundo desde un lugar privilegiado.
En todas estas ciudades, Mario cumplía una rutina diaria de trabajo a la que no renunciaba jamás. Al levantarse, hacía ejercicios de suelo, luego salía a caminar durante una hora. De regreso, tomaba desayuno, exactamente el mismo todos los días (zumo de naranja, café soluble y una tostada con queso y miel), y leía tres periódicos con Mahler de fondo a todo volumen. Después de darse una ducha, se sentaba en su escritorio a trabajar cuatro o cinco horas sin parar. Así, los siete días de la semana.
Cuando empezaba una novela, escribía a mano, con pluma y una letra que aprendí a descifrar, en unas libretitas enanas. Solía hacerlo sentado en su escritorio, en cafés o bibliotecas. Una vez que encontraba el arranque y la historia cobraba vida propia, continuaba en el ordenador, aunque seguía tomando algunas notas a mano. Mario tenía una relación complicada con la tecnología. Lo habitual era que tocara un par de teclas y todo su trabajo desapareciera de la pantalla. Se oía entonces un alarido, mi nombre retumbaba por las paredes de la casa. Después de unos momentos de tensión y angustia, las letras volvían al fondo blanco del Word dándole a “deshacer”, y yo me convertía en una genia de la informática. Estoy segura de que fue gracias a esa cualidad extraordinaria que logré conservar mi trabajo durante dieciséis años.
Además de acudir a sus gritos de auxilio cuando un documento “desaparecía para siempre” o la impresora se atascaba, mi trabajo consistía en crear un solo registro donde encontrar todos sus libros. Su biblioteca, con más de veinte mil ejemplares, estaba repartida y sin catalogar por varios países, aunque seguía un orden claro y muy personal. Estaban las secciones de Ficción, Poesía y Ensayo (en esta última cabía de todo), y luego estaba la de Favoritos, donde colocaba a los autores que habían marcado su estilo y su forma de entender el oficio: los infaltables Victor Hugo, Faulkner, Flaubert, Joyce, Borges; y en un lugar especial dentro de esa sección también estaban sus poetas más queridos: Rimbaud, César Moro, Vallejo, Carlos Germán Belli, Blanca Varela.
A lo largo de varios años, y con la ayuda de otras personas (en un momento llegamos a ser cuatro asistentes, porque con Mario todo era desbordante), logramos catalogar esa enorme biblioteca que, en 2012, fue donada –en un acto de generosidad inmensa y quizás poco valorado– a la ciudad de Arequipa. Ese trabajo podría haberse hecho más rápido si no fuera por la tentación de leer cada anotación suya al final de los libros: comentarios que aparecían en sus artículos y ensayos, y otros más personales y críticos, que ojalá sus autores nunca descubran. Además de anotar y comentar todos sus libros, Mario les ponía una calificación, como en el colegio. Muy pocos alcanzaban la máxima nota. Recuerdo el 20 sobre 20 que le dio a Los demonios de Dostoievski o el de Cien años de soledad en la primera edición de 1967. Más tarde, en la edición conmemorativa de 2007 que preparó la RAE, escribiría: “Releída cuarenta y pico de años después, esta novela sigue siendo una obra maestra absoluta.”
Su biblioteca nunca dejó de crecer. En sus últimos años siguió comprando libros, sobre todo de poesía. Y cada semana recibía al menos unos diez o quince, algunos de autores primerizos, otros de amigos escritores, y muchos que le enviaban las editoriales con la esperanza de recibir un comentario o, con suerte, una recomendación en su “Piedra de Toque” quincenal. Por las tardes, cuando me iba, él aprovechaba para revisarlos con calma al lado de la ventana, a un par de metros de mi escritorio. No sé si fue por descuido mío o por su insaciable curiosidad, pero un día encontró un libro en mi mesa. Me lo había mandado de regalo una amiga que colaboraba con la editorial de la Universidad Diego Portales de Chile. Un ejemplar más, habrá pensado. El caso es que empezó a hojearlo. Plano americano, de Leila Guerriero, incluía un perfil de Pedro Henríquez Ureña, el intelectual dominicano que Mario admiraba tanto. El texto lo atrapó de inmediato. Quedó fascinado por la técnica narrativa de Leila y por el respeto con el que se acercaba a los personajes que describía. No la conocía, tampoco le hizo falta, para escribir luego un artículo generoso y entusiasta sobre ese libro que, técnicamente, me robó.
Frente a la montaña de libros que se formaba cuando pasaba mucho tiempo fuera de casa, Mario revisaba uno por uno, se detenía en las portadas, leía las contratapas, los hojeaba y los devolvía a la mesa. A veces, alguno llamaba su atención y se lo llevaba. Recuerdo, por ejemplo, que la editorial Siruela envió un ejemplar de El infinito en un junco, cuando el libro recién había salido de la imprenta y no se había traducido. “Me imagino que te ha llevado muchos años escribir esta obra maestra”, le escribió a Irene Vallejo sin conocerla, inmediatamente después de terminar su libro. “Tengo la seguridad absoluta de que se seguirá leyendo cuando sus lectores de ahora estén ya en la otra vida”, añadió.
Existe la creencia de que los escritores que han alcanzado cierto nivel de reconocimiento cuentan con asistentes que hacen el trabajo por ellos, o que se encargan de hacer las tareas más arduas: la investigación, la lectura, el resumen de documentos, las reseñas de libros, para darles el material ya digerido. Quizás sea cierto, sobre todo en el mundo anglosajón, pero este nunca fue el caso de Mario. ¿Por qué iba a privarse de esa aventura, de la posibilidad de conocer otras historias y descubrir otras vidas?
Entre tantos recuerdos y aprendizajes, me quedo con su amor por la vida, inquebrantable hasta el final. No pude estar cerca de él en esas últimas horas. Buscando mis orígenes en Boloña, el inicio de mi historia familiar, me llegó la noticia de su partida. Al día siguiente fui a conocer la casa en la que nació y vivió mi papá antes de emigrar al Perú. Volví a sentirme sobre sus hombros, viendo a Mario en la distancia.
Hasta siempre, queridísimo Mario. ~
Treinta años de Vargas Llosa
Pilar Reyes
Lo conocí en Bogotá, a finales de abril de 1997, cuando publicamos Los cuadernos de don Rigoberto, el libro con el que comenzó su relación con el sello Alfaguara. Yo tenía veinticinco años y el enorme desafío de lanzar esa novela en Colombia. Era una sensación extraña: hasta hacía muy poco, estudiaba su obra en la universidad, la de un clásico contemporáneo de la literatura en nuestro idioma, y de pronto me veía implicada en el destino comercial de uno de sus libros, en el viaje que haría de la imprenta a los lectores colombianos.
Reviso el ejemplar que me firmó entonces y me sobrecoge la fecha: 3 de mayo, como hoy, cuando escribo esta nota para evocarlo. Quizás a veces irrumpe el ordenado azar, como diría su admirado Borges. En esa dedicatoria manuscrita me agradece el esfuerzo que hicimos por ese libro, “en nombre de Don Rigoberto, Doña Lucrecia, Fonchito, Justiniana y MVLL”. Descubrí que para Vargas Llosa la ficción tenía la misma dimensión y textura que la realidad. Que las novelas que a él le importaban eran aquellas que enriquecían la experiencia vital, como una forma de vivir otras vidas y superar la limitación inevitable de la propia.
Volvía a Colombia con cada nuevo lanzamiento, y siempre me hizo sentir parte de sus afectos. Creo que todos los que trabajamos con sus libros compartimos esa misma impresión. Mario Vargas Llosa era un hombre agradecido. Leo en ese rasgo de su personalidad algo definitorio: le ocurrieron tantas cosas buenas en la vida, encontró aliados y apoyos decisivos desde muy temprano (Barral, Balcells…), que su relación con quienes trabajaban a su lado estaba marcada por un agradecimiento genuino. También su interés por los escritores jóvenes –leerlos, apoyarlos, comentar o incluso escribir columnas sobre sus libros– formaba parte de ese mismo gesto, que se desdoblaba en generosidad.
En una de esas visitas a Bogotá, Mario y su esposa Patricia llegaron un fin de semana. Yo imaginé que me pedirían organizar un encuentro con alguna figura relevante. Pero, para mi sorpresa, lo que querían era ir al cine. Vimos La faute à Voltaire, una película de Abdellatif Kechiche sobre el París de la precariedad, sobre los dilemas de un hombre dividido entre dos mundos opuestos –e incluso entre dos mujeres de esos mismos universos: una hermosa joven árabe y una muchacha francesa con problemas mentales, que intercambiaba sexo por cigarrillos.
Recuerdo el entusiasmo con que Vargas Llosa nos explicaba que “la culpa es de Voltaire” era un latiguillo francés, una frase hecha para señalar que la responsabilidad recae sobre alguien o algo, en este caso, Voltaire, por las consecuencias de sus ideas. Ese también era un rasgo suyo: volver cotidiano el trato y el saber, sin impostación alguna.
En 2009 me nombraron directora de Alfaguara en España y me convertí en su editora. Esa fue otra gran dimensión de mi experiencia laboral con él: recibir cada manuscrito con la primera página encabezada por su nombre en mayúsculas, el título centrado, en altas y bajas y en redonda, y la información del lugar y la fecha de finalización, también en mayúsculas y centrados, en la parte inferior de la página de un Word impecable.
El trabajo de edición era metódico: maquetábamos y marcábamos en color las correcciones ortotipográficas, diferenciándolas de las de estilo o de los comentarios editoriales. Él nos devolvía todo comentado, aceptando o rechazando cada sugerencia. En cada intervención suya firmaba para dejar constancia del proceso en la galerada.
El primer libro que edité fue El sueño del celta, novela que, como en general, le tomó tres años escribir. Solía hablar de lo que estaba escribiendo –en alguna ocasión incluso en “Piedra de Toque”, su columna quincenal en El País–, pero nunca mostraba nada hasta haber terminado. Y sus originales eran ya versiones muy trabajadas, donde el margen para intervenir era mínimo.
La publicación de El sueño del celta estaba prevista para mediados de octubre de 2010. El día 7 de ese mismo mes, una llamada en la madrugada neoyorquina lo despertó para anunciarle que había ganado el Premio Nobel. Yo estaba en la Feria de Frankfurt y viví uno de los momentos más emocionantes de mi vida como editora: la felicidad compartida de toda la comunidad literaria ante una distinción que parecía más que merecida.
Lo acompañé en viajes, ferias, festivales; en los cambios turbulentos de su vida personal; en momentos felices y otros muy tristes. En todos fue la misma persona: apasionada, idealista, obstinada, generosa, risueña y lúcida.
La conversación más conmovedora que tuve con él fue en 2023, cuando me citó para contarme que había puesto punto final a la que sería su última novela. Lo dijo sin dramatismo, con la serenidad de quien ha exprimido la vida hasta el tuétano, pero con la conciencia de que el esfuerzo mental y físico que implicaba escribir una novela ya no le sería posible. Al instante, como para sacarme de la consternación, añadió: “Pero ya he empezado a escribir el que será mi último libro: un ensayo sobre Sartre, que me parece una figura injustamente interpretada.” Le dije que su vida era ordenada, que terminaría casi por donde había comenzado su pasión literaria: leyendo a Sartre. Él, que para sus amigos de juventud fue siempre el “sartrecillo valiente”. “Ay, Pilar –me dijo–. Espero que me alcancen el tiempo y la memoria.”
El último proyecto que trabajamos juntos fue la edición de su obra periodística en cinco volúmenes. Le propuse organizarla de forma temática, no cronológica, como se había hecho hasta entonces, y encargar el cuidado de los tomos a Carlos Granés, gran conocedor de su obra. Hasta el momento hemos publicado tres y lamento profundamente que Vargas Llosa no alcanzara a ver concluido este empeño. Cuando corregíamos las pruebas del volumen dedicado a sus artículos sobre el Perú, él mismo se sorprendió: más de 700 páginas y la casi totalidad de sus años como escritor. “Mira –me dijo–, al final no he salido nunca del Perú. Es mi lugar, para bien y para mal.”
Y así fue. Allí murió, cerca del mar de Lima, el majestuoso Pacífico que tantas veces contempló y al que nunca dejó de regresar. ~