Bowie, el retaguardista

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Pocos artistas en la historia del rock’n’pop ha habido más preocupados por el cambio constante y la evolución ininterrumpida y el marcar territorio proponiendo tendencia que David Bowie. Ese virus de la mutación constante que contagiaron los Fabulosos Cuatro de Liverpool prendió con extática furia con el Maravilloso Único de Brixton y así buena parte de su carrera se vio marcada por un insaciable ansia de ser vanguardia. Ahora, la reedición de Toy (descartado y archivado y roto en su momento, año 2000, por movimientos sísmicos y “problemas de calendario” en su discográfica de por entonces, emi/Virgin, y compuesto casi en su totalidad por reaproximaciones a canciones de los sesenta y primeros setenta) propone acaso el más inesperado movimiento en la obra y vida y muerte de Bowie: la póstuma resurrección de un álbum fantasmagórico y ya en su momento en reanimación suspendida como guiño paradojal. Así, con el juguetón Toy,muerto pero vivo, Bowie por fin deja de ser vanguardista para consagrarse como retaguardista de sí mismo en lo que cabe considerarse como una de las joyas definitivas y definidoras de ese catálogo tantas veces relanzado y (certificado como el que más vinilos ha facturado en lo que va del siglo XXI) hace poco vendido a la Warner por 250 millones de dólares. (Memo para memos y memes: leer hoy a Joyce, Proust, Musil, Broch & Co. es la mejor forma de retaguardismo.)

Sí: en y con Toy,un muy entusiasta Bowie (por el momento de su grabación, energizado por su actuación sublime en el Glastonbury Festival) juega y mira hacia atrás sin ira. Y decide tomarse la revancha –con modales que combinan el modelo para armar frankenstiano y el autovampirismo draculino– de galvanizar con sangre nueva a un puñado de canciones de su perdedora prehistoria triunfalmente recuperadas en apenas nueve días en el estudio de grabación.

Porque en eso también fue original Bowie: en un paisaje en el que el relato habitual es el de empezar triunfando con un single (que puede acabar resultando en one hit wonder, el primero de muchos o la piedra fundamental de un carrera por caminos secundarios por los que suelen transitar las parpadeantes estrellas “de culto”), el por entonces David Robert Jones se pasó buena parte de los swinging sixties cambiando de nombre y de estilo y de bandas (The Konrads, The Mannish boys, Davie Jones and The King Bees, The Lower Third, The Riot Squad) con la constante del fracaso como puente quemado y estribillo suelto. Con prisa y sin pausa hasta el despegue rumbo a las estrellas de la entonces considerada novelty song y hoy standard “Space oddity”, en 1969, cinco días antes de la cuenta regresiva para el Apollo 11. Y esa canción que entonces supuso apenas un tan deseado pequeño paso al frente para un hombre devino en gran salto para la humanidad de un artista más que dispuesto a amar a lo alien, empezando por sí mismo.

Aquí y ahora, Toy (top ten de ventas en buena parte del mundo) deviene en artefacto fascinante. Siniestra y graciosa portada diseñada por el propio Bowie con ecos de aquel bebé monstruoso del Eraserhead de David Lynch que contiene tres cd/versiones (la oficial, la de “alternatives & extras” y la “unplugged & somewhat slightly electric”, acaso la mejor) revelando a alguien con voz en estado de gracia y mirada bicolor a la hora de reinterpretar un tiempo perdido a recuperar. Y lo más interesante de todo (lo, insisto, vanguardistamente retaguardista) es lo que por entonces sonaba desesperado por dejar una marca (y por momentos haciendo guiños/tics muy nerviosos a The Beatles y a The Kinks y a The Who y a The Walker Brothers, comprobadlo en las versiones originales en la retrobox Conversation piece de 2019o en recopilaciones anteriores como Early on: 1964-1966 o The Deram anthology 1966-1968), en el 2000 suena inequívocamente a un influyente David Bowie influyendo al David Bowie que alguna vez fue. Y este Bowie milenarista es, por fin, un Bowie a quien ya (un tanto materialmente fatigado del adjetivo camaleónico como reflejo automático de lo suyo así como de las máscaras Major Tom, Ziggy Stardust, Thin White Duke Made in Berlin, mtv King invitando a danzar con amor moderno, o incomprendido y efímero líder de Tin Machine) solo le preocupa ser él mismo luego de unos años noventa complicados pero más que listo para afrontar y abordar el nuevo milenio.

Frustrada la edición de Toy, un justa y justicieramente despechado Bowie cambiaría de discográfica para lanzar en 2002 y 2003 los vigorosos Heathen Reality (con himnos-manifiestos como “New killer star” y “Never get old”, y en los que algunos tracks de Toy se colarían como b-sides y extra-tracks antes de una filtración parcial y pirata en 2011 con diseño Lego o de piezas sueltas en la antología en reversa Nothing has changed del 2014). Y luego desaparecer por una década hasta esa suerte de autocentrifugación-catálogo de todo lo anterior que fue el celebrado The next day (en el que aún hoy son muchos los que aún piensan que “Valentine’s day” es una oda al día de los enamorados cuando allí se le canta a la mente desencajada y al gatillo caliente de joven masacrador escolar) coincidiendo con la exitosa megaexposición itinerante David Bowie is. Tres años después, el perfectamente calculado autorréquiem y canto de cisne negro de Blackstar.

Apreciado hoy, Toy puede entenderse como acaso el más autobiográfico de todos los álbumes de Bowie: la autopostal de un hombre que cayó a la Tierra pero que se pone de pie y se erige como el mejor memorialista de sí mismo en canciones con la admisión de quien se sabe abierto a utilizar todo lo ajeno que le rodea para la elaboración de lo apropiadamente propio. Alguien confesándose perverso polimorfo tutti frutti (“I dig everything”), con la desesperación de quien se sabe ignorado (“Conversation piece” donde se lamenta con un “Soy invisible y estoy atontado / Y nadie me recordará”), con la necesidad de ser uno de los very few de las tribus cool de entonces (“The London boys”), con la tristeza del enamorado no correspondido (“Shadow man”) o del amante eufórico (“Let me sleep beside you”) o del amoroso obsesivo (“Baby loves that way”) o del flechado flagelado (“You’ve got a habit of leaving”) y, finalmente, lanzando el casi grito primal solipsista (“Can’t help thinking about me”) de quien desea volver a ser de nuevo un niño y sentirse tan seguro de sí mismo como entonces. “Toy (your turn to drive)” –canción del 2000 pero, según Bowie, pensada à la sesentas– completa la jugosa jugada y se despide a sí mismo, al que alguna vez fue y vuelve a ser, con un Tú haces mis canciones / Tú haces mi corazón / Tu turno de conducir / Está todo en las canciones / Está todo en tu mente.”

En una entrevista en la revista Mojo –por los tiempos de Toy/Heathen– Bowie, como editor invitado, reflexionaba sobre el estado de sus cosas: “La madurez te ofrece cada vez menos preguntas. Pero esas pocas preguntas están cada vez mejor formuladas. Probablemente sean preguntas más importantes y las respuestas sean más difusas, porque de lo que se trata ahora no es de qué hacer con tu vida sino de cuál es su verdadero sentido. ¿Para qué sirve? ¿Y quién hace mejor ropa: ¿Gucci o Armani?”

En Toy, un Bowie impecablemente (re)vestido en las fotos del cuadernillo internooptó y hoy, ectoplasmático, elige reforzar el puzle interminable (seguro que hay más por venir) de su autorretrato desde el Más Allá pero más aquí que nunca. En realidad, Toy fue/es un –otro– juego travieso del siempre travieso Bowie, invitando a partir de entonces a que lo miren ya cansado de ser voyeur. Toy –no puedo ni quiero dejar de escucharlo– como el sonido de alguien jugando solo a la vez que invitando a los demás. Bowie dando marcha atrás para tomar impulso para saltar, retrocediendo para avanzar, siendo más vanguardista que nunca desde el frente de la retaguardia.

Como si es ayer, como si será hoy, como si era mañana. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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