Fotografía: Bárbara Mingo Costales

Cartas de hace treinta años

La correspondencia rescatada de la infancia y la adolescencia construye la imagen de una época, una galería impresionista y un autorretrato indirecto.
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En las mudanzas y en los confinamientos aparecen todo tipo de cosas. Por ejemplo una maleta llena de cartas antiguas. Llevo unas semanas releyendo las cartas que me mandaban mis amigas y mis primas cuando éramos pequeñas y adolescentes.

He guardado algunas, pero la mayor parte las he roto en pedazos, porque no quiero que esas intimidades circulen por las plantas de reciclaje de papel. Algunos párrafos me han hecho reír, o me han conmovido, y los he transcrito, porque me parece que dan información de cómo eran las cosas hace treinta o veinticinco años, cómo vivían y se relacionaban los adolescentes de entonces. Como solo tengo las cartas recibidas, no sé qué les contaba yo, pero en sus réplicas aflora a veces mi reflejo.

En el colegio te podías apuntar a un programa para escribirte con niños de todo el mundo. Conservo media docena de cartas de una niña de Glasgow. No nos contábamos gran cosa. A veces me escribía en español y a veces en inglés. En una carta me dice: “I don’t like Russian or Arabic. They are too strong speaking languages. I do not like German either and because of what happened, the second world war. Whenever I think of it, it’s a horrible feeling.” Esta chica era judía, lo sé porque en otra carta me dice: “You wanted to know what my religion was, well I’m jewish so that’s why I can’t become a nun.” Recuerdo que yo estaba estudiando ruso en unos fascículos que compraba en los quioscos, y por eso debió de salir el tema, pero no recuerdo haber querido ser monja. Al cabo de un rato encuentro la explicación en otra carta: “What do you mean when you said that you go to a nun’s school? It’s against my religion to be a nun.”

También me escribí algunas veces con unos niños guineanos. He buscado el nombre de uno de ellos en Google y resulta que lleva desde mayo secuestrado por Teodoro Obiang.

Parece que incluso dentro de la propia clase las profesoras nos animaban a escribirnos cartas. Aquí éramos muy pequeñas, y parece que mi joven amiga no ha entendido muy bien en qué consiste una carta, porque cuando la saco del sobre leo, en su tortuosa caligrafía: “yo se lo mando a barbara mingo porque es mi mejor amiga y ella. Cuando yo yba al recreo a darme un beso y por eso me gusta porque es muy amable y lista y a mi me gusta las niñas listas […] y barbara se porta algunas veces bien nos tratamos bien y algunas muy mal peor que nunca”.

Más exaltación de la amistad: “Mi hermano me ha quitado los rotus porque se ha enfadado conmigo así qua ya no te puedo escribir con los rotus bueno iva a poner eres la niña más guapa y simpatica que he conocido en mi vida pero como el invecil de mi hermano me ha quitado los rotus bueno que sepas que siempre busco tu amistad llenaría la hoja de palabras buenas para definirte pero no me cabrían.” O también: “Siempre serás la mejor amiga que he tenido en toda mi vida. He recibido todas tus cartas.”

Había una pulsión epistolar que te llevaba a escribir a gente que apenas conocías. Una carta escrita en rotuladores de varios colores me saluda muy cariñosa para luego presentarse: “¿Qué tal te va la vida? A mí fenomenal. […] ¿Dónde estás veraneando? ¿Estás morena? ¿Te acuerdas de mí? Por si acaso no yo soy Mónica a la que le hiciste el retrato.” Esta es una niña de once años que no recuerdo y que poco más abajo me cuenta una escena que es como un cuento: “el otro día por la noche fui a la Barraca y como soy muy pequeña todo el mundo se me quedó mirando y mi prima Bea intentándome esconder. Ese día aprendí a jugar al billar”.

Esta la copio entera porque la encuentro también muy literaria, una metacarta: “Queridísima Bárbara: ¿Qué tal? Hoy me apetece escribirte con distintas letras. En la próxima carta que me mandes dime cuál te gusta más de todas ¿vale? Bueno he conseguido hacer una letra guay así que boy a hacer toda esta carta igual. ¿Te gusta a que es guay bueno hoy tengo mucho que estudiar porque tengo un control de inglés así que me despido con muchos besos y abrazos.”

Esta pasión por la correspondencia a toda costa debió de animar esas cadenas de cartas entre desconocidos. Llegaban postales de toda España: “¡Hola! Te he escrito para decirte que la cadena continúa, te hiba a mandar una postal pero con motivo de estas fiestas te mando un crisma”, “Hola Barbara! ¿Qué tal? Yo soy una bilbaina que tenía ganas de seguir este juego y ya ves, tengo ganas de que la gente me escriba”. Las lacónicas letras ominosamente dispuestas en el reverso de una vista del Patio de los Leones me hacen estremecer: “La cadena de cartas continúa”, o también: “Hola esta es una de las postales del juego de la cadena” o un inquietante: “Ya no te tienes que preocupar la cadena sigue”, con el Cristo de la Vega (Toledo) en el reverso. Esa serie me encanta, es como un complot de niños que los mayores no pueden entender.

Se suceden los avisos de bomba y se despachan con desparpajo: “Todo el colegio estábamos en el descampado, llegábamos los últimos. Allí encontré a María, me dijo que por una parte se alegraba de que hubieran desalojado, pues tenía un examen, pero por otra no porque podía ser verdad.” “El otro día hubo un aviso de bomba en nuestra casa y tuvimos que bajar en pijama a la calle ¡Qué vergüenza! En verdad había una bomba pero se la llevaron ¡Menos mal! ¿Has escrito a Ana? Yo sí, pero como no tengo sus señas no se la puedo mandar.” “¿Sabes que hubo un aviso de bomba en mi colegio? Fue divertidísimo, estábamos en clase de dibujo lineal cuando de repente entró una profesora y nos dijo que saliéramos muy rápido al patio, luego nos dijeron que había sido un aviso de bomba pero por desgracia no fue verdad… ja, ja, ja. muchos besos.”

Si no había bomba había que entretener las clases como fuera: “ahora estoy en clase de inglés. Me lo paso muy bien llevo toda la clase descojonándome”, y “yo estoy en clase de economía, son las 11 menos 25”, o “jo, esto es un coñazo. Estoy en clase de literatura y no me estoy enterando de nada”, o “ahora estoy en inglés pero lo tengo muy difícil porque estoy en la primera fila” o “la de inglés me acaba de echar de clase y ahora estoy en el descansillo con dos niñas que se llaman Sara y Alicia. Están aquí porque han llegado tarde”, y “hola, Bárbara, no te conozco de nada pero no importa. Hoy he llegado tarde a clase de inglés” o “me acaba de sacar a la pizarra el de latín” y “me despido, que ya se va a acabar la clase de latín”.

Los fines de semana intentaban no aburrirse tanto: “el viernes fui a una discoteca con la gente de la clase porque una chica que se llama Marta nos dio pases gratis + consumición. Era demencial porque cuando entrabas te daban una tarjeta que ponía consumición y entonces ibas a la barra y pedías. Como teníamos muchos pases más todos los que nos dieron en la puerta antes de entrar, lo que hacíamos era entrar y salir todo el rato para que nos dieran una tarjetita de consumición. Con esa tarjeta sólo podías beber cerveza, un refresco o passport (scotch whisky), así que acabamos hasta arriba de passport”. Se iba al bar aunque resultase odioso: “los días que quiero quedar con ella tengo que ir allí. Pero me encanta apoyarme en la pared y tocar todo el sudorcillo de la gente. Y el barro negro del suelo, la música buenísima, la poca gente…”. Y también: “¿sabes que a lo mejor, con mucha suerte, me dejan salir en Nochevieja? Pues sí oye a lo mejor lo consigo, además tengo muchas pelas y a lo mejor a Carmen también la dejan”.

 

Leo cosas muy cándidas pero, a partir de cierto año, empieza a asomar un angst existencial adolescente: “estoy fatal. […] la realidad no es que esté mal, es que estoy sumida en la más profunda y penosa soledad […] probablemente no entiendas la letra, pero lo siento, mi tristeza me impide la perfección de determinadas tonterías”, o algo como “los días se me hacen eternos y ninguno tiene sentido para mí”, y también “yo más bien estoy ya hasta las narices de no tener nada que hacer en todo el día odio esta apatía, cada día parece ser igual que el anterior” e incluso “mi vida sigue igual pero más cansada”.

La serie alcanza para mí una cumbre en estas desgarradas líneas con invención de términos incluida, al servicio de la expresión: “Acabo de leer tu carta y me he quedado alucinada con todas las cosas parecidas que te pasan. Supongo que lo que te voy a decir nunca ha pasado por oídos de nadie y supongo que no lo leerá nadie más que tú. […] Me gustó muchísimo esa carta pues la comprendí perfectamente, lo que ocurrió es que la primera vez que la cogí no estaba en demasiadas buenas condiciones para comprender lo que significaban aquella serie de signos tan afaquibles (no sé lo que significa). Estos días mis padres me controlaban más que nunca y lo único que me apetecía era huir a un pico muy alto de una montaña y desde allí pensar sobre todo. Pero ¡no! No me dejaban, no me dejaban libertad.”

Y sigue con el desarrollo de una teoría sísmico-existencial bastante bonita: “Cuando escribo esto me quito una espina (o como se llame esa sensación de peso y cansancio) dejando que se vaya al suelo y se hunda entre los musgos y arcillas infinitas, dando al centro de la tierra donde se guardan todos los impulsos liberados de la gente y por ello se forman esos grandes terremotos que no se pueden llamar terremotos, sino descargas almáticas (del alma) o del subconsciente (factor psíquico). En España hace mucho tiempo no hay un terremoto porque la vida ahora es rutinaria y de un modo u otro no puedes dejarla atrás porque tú formas parte del mundo y de una familia.”

Y una prima algo mayor resume: “ya no pasan cosas tan maravillosas como cuando tenía 15 años”. Pero entonces vuelvo a la carta de la niña que aprendió a jugar al billar en la Barraca, y leo que me dice, a veinticinco años de distancia: “haber si me escribes para contarme todas las cosas interesantes que están pasando por donde estás”. ~

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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