Homenaje a Emir con Murena (y su mala conciencia) como fondo

Muy distintos en estilos y preocupaciones, el uruguayo Emir Rodríguez Monegal y el argentino Héctor A. Murena pertenecieron a uno de los periodos más prósperos de la crítica literaria en la región. Ya sea para hablar del boom o de “lo americano” como un problema ontológico, ambos críticos practicaron una lectura atenta y sagaz de la tradición.
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Hace dos años, el 28 de julio, se cumplió el centenario de Emir Rodríguez Monegal (1921-1985) y el 14 de febrero de este año le tocó el suyo a Héctor A. Murena (1923-1975). Me intranquilizaba dejar pasar el tributo merecido por dos de las inteligencias críticas de “nuestra América” (recurro por primera vez a la cursilería fundacional de José Martí) y a la vez fueron el uruguayo y el argentino tan distintos que el examen de sus diferencias prueba de sobra –así lo creo– la riqueza de lo que fue la ya remota Edad de la Crítica en América Latina.

((Hacer el paralelo entre Rodríguez Monegal y el industrioso Ángel Rama (1926-1983), su archirrival, nos aleja de Plutarco y nos lleva a Caín y a Abel, o al género incestuoso, lo cual no estaría mal, pero para ello habría que leer la copiosa Correspondencia, recién editada, del propio Rama.))

Vivieron Emir (lo tuteo no solo por eufonía sino porque me lo pidió la única vez que lo vi frente a un ejemplar de La experiencia literaria, de Alfonso Reyes, uno de sus libros electivos que hice míos) y Murena en planetas distintos; encontré un par de referencias desdeñosas de Rodríguez Monegal, en su Obra selecta,

{{Emir Rodríguez Monegal, Obra selecta, edición de Lisa Block de Behar, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2003.}}

 sobre quien en realidad se llamó Héctor Alberto Álvarez Murena y a este natural de Buenos Aires el escenario por el cual se paseaba el “crítico no practicante” debió aburrirle profundamente: el mundo del boom, la tierra del éxito. Más allá de alguna ficción borgesiana y de su autobiografía inconclusa (Las formas de la memoria. I. Los magos, publicada por Vuelta en 1989 gracias a su amigo el poeta Manuel Ulacia), Emir se jactaba de no “practicar” propiamente la literatura. Como crítico, desterró al regionalismo como categoría y asumió que las convenciones manidas se hallaban en todas las tendencias hasta llegar al realismo socialista, en su opinión, tan solo un “cosmético estalinista”.

{{Rodríguez Monegal, “Borges: una teoría de la literatura fantástica” [1976] en op. cit., p. 343.}}

 De la mano del primer Borges refutó el realismo en nombre de la literatura fantástica, la más libre cuando, precisamente, se alejaba de lo convencional, como lo probó Adolfo Bioy Casares, quien para Rodríguez Monegal estaba lejos de ser un personaje de reparto.

A Emir –para el que un “crítico practicante” ejemplar sería Octavio Paz, primero gran poeta y solo después gran crítico– le interesaba la literatura viva y por eso le dio vida, en sus biografías, a Rodó (José Enrique Rodó en el novecientos, 1950), a Quiroga (El desterradoVida y obra de Horacio Quiroga, 1968), a Bello (El otro Andrés Bello, 1969) y a Borges (Jorge Luis Borges. Una biografía literaria, 1987, aparecida primero en inglés), pero también a cientos de autores y autoras (sin afectación alguna de género, entonces por lo demás inexistente, honró, como pocos, a Gabriela Mistral, a María Luisa Bombal y a Clarice Lispector, “más una hechicera que una escritora”),

{{Rodríguez Monegal, “La novela brasileña” [1966] en op. cit., p. 237.}}

 reseñados y homenajeados por un erudito que se jactaba de entrar a las grandes bibliotecas con la ansiedad y el arrojo de un Indiana Jones. Para este erudito escribir biografías era practicar el arte de la novela, ajeno del todo a la biografía novelada, ese endriago. Por eso le interesó tanto, como antídoto, Evaristo Carriego, de Borges, “esa biografía curiosamente reticente”.

((Rodríguez Monegal, “Carnaval/Antropofagia/Parodia” [1979] en op. cit., p. 355.))

Nunca filosofó (ni tampoco quiso hacer teorías dizque literarias como la tristemente célebre Ciudad letrada, de Rama) Emir sobre lo americano, prefiriendo explicar de dónde venía lo “real maravilloso” y cómo funcionaba en Alejo Carpentier (de cuya mala prensa formaba parte yo mismo y ahora gracias a Emir quisiera releer), mientras Murena era de aquellos “que le hablan a Dios” (como los llama un amigo, quien se burló de mí cruelmente por ciertas coqueterías metafísicas) y para él “lo americano” fue un hondo problema ontológico. Emir, según algunos admiradores suyos como Roberto González Echevarría, nunca acaba de profundizar,

{{Roberto González Echevarría, Memorias del archivo: una vida, Sevilla, Renacimiento, 2022, p. 191.}}

 mientras que el nivel medio de la conversación intelectual de Murena (de cuya narrativa y poesía, que actualmente impresiona a María Negroni,

{{H. A. Murena, Una corteza de paraíso [1951-1979], prólogo de María Negroni y edición de Federico Barea, Valencia, Pre-Textos, 2018.}}

 no me puedo ocupar hoy) era –me lo imagino– el Imperio romano. Jamás alcanzar esa obra maestra dictaminada por Cyril Connolly como el destino único y último de todo gran escritor fue esencial para Murena y por esa frustración se dejó morir un tanto heroicamente, mientras que Emir tras reconocer, hablando de otro de sus penates (José Enrique Rodó) que “un crítico no puede inventar una literatura”,

{{Rodríguez Monegal, op. cit., p. XI}}

 procedió a hacer lo propio. Creía Rodríguez Monegal que la crítica solo es “literatura en segunda instancia” y puede ser más hermosa que muchos cuentos, poemas y novelas.

((Rodríguez Monegal, “El ensayo y la crítica en la América hispánica” [1970] en op. cit., p. 362.))

Aunque no inventó la palabra boom para describir el auge de la narrativa latinoamericana hacia 1967 (según Emir fue el chileno Luis Harss el responsabilizado de patentar ese latoso anglicismo entre nosotros), Rodríguez Monegal explicó el fenómeno entero en tres magistrales entregas aparecidas en Plural (su casa en México) en 1974; colocó a Borges en el centro del canon (el concepto se popularizó algunos años después gracias a su amigo Harold Bloom), y le explicó a profesores y lectores de otras latitudes que Cien años de soledad era el fin y no el principio de una gloriosa tradición que va de Julio Herrera y Reissig, Macedonio Fernández (quien fue para Borges, mutatis mutandis, lo que Mallarmé para Valéry),

{{ Rodríguez Monegal, “Macedonio Fernández: un balance preliminar” [1974] en op. cit., p. 546}}

Leopoldo Marechal (cuyo Adán Buenosayres condenó y rescató en una de sus célebres relecturas de sus propios juicios), Alfonso Reyes (ningún mexicano ha leído Ifigenia cruel como él), a Guillermo Cabrera Infante, a Manuel Puig y a Severo Sarduy e incluye a Miguel Ángel Asturias (al legatario de Don Segundo Sombra y Tirano Banderas le dieron el Premio Nobel veinte años tarde, según Rodríguez Monegal), José Lezama Lima (quien contra Heidegger confirma que el hombre no es para la muerte),

{{Rodríguez Monegal, “Paradiso en su contexto” [1974] en op. cit., p. 586.}}

 Juan Carlos Onetti (curiosamente creo que lo amaba demasiado como para exponerlo bien) y Octavio Paz (no todos los libros de Paz le gustaban y lo decía).

{{Rodríguez Monegal, “Octavio Paz: crítica y poesía” [1968] en op. cit., p. 297.}}

 Asturias mismo y Rómulo Gallegos, a quien admiraba por razones políticas, le parecían a Emir, aunque como Borges desconfiaba de los “precursores”, una prehistoria literaria donde imperaba el arquetipo y la leyenda antes que el mito.

Como la mayoría de los grandes críticos literarios, Rodríguez Monegal fue un conservador, en la primera acepción de la RAE, aquel que cuida la permanencia de las cosas dadas, y por ello, en su primer libro, El juicio de los parricidas (1956), expone y refuta a la generación argentina de la revista Contorno que quería bajar de los altares a Ezequiel Martínez Estrada (a su vez el maestro de Murena, quien le enseñó a asfixiarse con La Pampa), a Borges y a Eduardo Mallea. El tiempo le dio la razón a Emir: de aquellos jóvenes sartreanos (antiperonistas por buenas y malas razones, según él) rioplatenses, el más ruidoso resultó ser David Viñas, escritor menor, un “primitivo” según Rodríguez Monegal. Con Borges nadie pudo, Martínez Estrada es un hombre de la estatura de Reyes o José Vasconcelos (aunque los mexicanos no lo leemos) y el pobre de Mallea sigue esperando esa segunda oportunidad que nunca llega.

El mapa entero de nuestra tradición crítica es obra de Rodríguez Monegal, incluyendo al Brasil, pues al haber nacido en Cerro Largo, en la frontera del Uruguay, se convirtió en el único hispanoamericano para quien, en verdad, João Guimarães Rosa y Juan Rulfo eran iguales en magnitud; la escuela de Mijaíl Bajtín es, para Rodríguez Monegal, un tanto posterior a Oswald de Andrade (“Su canibalismo es carnavalesco”)

{{Block de Behar, Prólogo a Rodríguez Monegal, op. cit., p. LXXI.}}

 y su antropofagia brasileña. El carnaval, afirma un Emir orondo, venía entonces de São Paulo y no de Leningrado, y nuestra fecha capital es 1922 con su semana paulista del arte moderno, y no tanto la del encuentro de Roman Jakobson y Claude Lévi-Strauss veinte años después. El padre de Rodríguez Monegal está enterrado en Río de Janeiro y Lisa Block de Behar apunta que, idiosincráticos, a los brasileños no les interesaba –con la notoria excepción de Antonio Candido– lo que un crítico uruguayo podía pensar de ellos.

((Ibid.))

Cierto olvido conviene a la posteridad de Murena, mientras es difícil imaginar al modernísimo Emir en otro sitio de la mesa que no sea la cabecera. De su crítica, la que me resulta más débil, en las cuentas de su centenario, es la dedicada expresamente a los “cuatro fantásticos”, es decir, a Julio Cortázar (lo del “lector cómplice” a mí me sabe a rancio), Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. Hay momentos críticos en que la complacencia es una fatalidad amorosa. Murena, en cambio, es un mondadientes para antimodernos. Yo los necesito a los dos; se modifica la dosis, no la apetencia.

Murena, véase El pecado original de América (1954) o Ensayos sobre subversión (1962), conserva, como un insecto atrapado en una estalactita, el complejo de inferioridad del latinoamericano obligado a ejercer la “imitación extralógica” que todavía postulaba Paz en El laberinto de la soledad. Somos y siempre seremos imitadores, se conduele Murena y, cuando se anima, logra afiliarse a América como “la utopía en acto” de Reyes. Rodríguez Monegal, en cambio, se conforma con el polémico recetario liberal de Roger Caillois sobre la unidad de América –continente de emigrantes sin que las civilizaciones originarias importen lo suficiente–, unidad de lengua y religión que aparecen juntas y de improviso uniendo sin separar, conciencia de unidad continental y republicana originada en las independencias simultáneas y hasta en una festividad del Descubrimiento, efeméride imposible y absurda en Europa.

((Rodríguez Monegal, “Pedro Henríquez Ureña y la cultura hispanoamericana”, en op. cit., p. 60.))

Privado de su pasaporte, como tantos uruguayos durante la dictadura, Rodríguez Monegal, quien dirigiera la sección literaria de Marcha entre 1945 y 1957, era odiado lo mismo por los militares que por los militantes, según recuerda Block de Behar.

{{Ibid., p. XV.}}

 Su indiferencia ante el marxismo o las modas postestructuralistas –aunque al morir coqueteaba con Jacques Derrida en Yale– no lo convirtió en un extravagante, sino en la prueba de que pasaron y se fueron los Barthes y las Kristevas y regresaron Leo Perutz y Joseph Roth, como me lo recordó hace poco Edgardo Cozarinsky. Porque nunca se fueron.

Acá, gracias a Emir, Bello fue rehabilitado (y transformado en ancestro del hoy cancelado Pablo Neruda, a quien Rodríguez Monegal dedicó El viajero inmóvil en 1966), quedó Quiroga (“despojado por el tiempo de sus debilidades”),

{{Rodríguez Monegal, “Prólogo a Cuentos de Horacio Quiroga” [1993] en op. cit., p. 486.}}

 Rodó fue liberado de su condición de solitario alfil antiyanqui y se demostró que Cien años de soledad, hecha de tiempo, nada tuvo de experimental, tal cual lo entendían las fenecientes vanguardias de los años cincuenta y sesenta. Murena, en cambio, fue un Leo Naphta, un frankfurtiano de derechas. Le obsesionaba el marxismo-leninismo, en su opinión la forma más sofisticada del dominio técnico de la sociedad burguesa sobre el alma y la única revolución que le importaba era la de Sócrates. Para Murena, el totalitarismo, en cualquier forma, era la caricatura terrestre de ese “absolutismo espiritual” que amaba y nunca pudo explicar bien a bien en qué consistía.

{{Murena, La metáfora y lo sagrado [1973], prólogo de Francisco Ayala y presentación de Humberto Martínez, UAM, México, 1985, p. 55.}}

 Fatalmente, Murena fue uno más de los rutinarios profetas de la catástrofe argentina, cuyo desenlace interminable no pudo presenciar debido a su muerte. “Juez del juicio final”, llamaba Emir a Murena.

{{Rodríguez Monegal, “David Viñas en su contorno” [1967], en op. cit., p. 237.}}

 Y el colaborador de Plural y Vuelta –acusado por los cubanos, junto a Neruda y Fuentes, de estar al servicio de la CIA porque la agencia habría teledirigido la financiación de la revista Mundo Nuevo, que encabezaba en París Rodríguez Monegal– fue otro tipo de personaje: un liberal tranquilo.

Para quienes tenemos el vicio del paralelo, nada más ilustrativo que las muertes como contrapunto. Rodríguez Monegal murió en gloria y majestad. Según cuenta, cariñosamente, Block de Behar en su prólogo a la Obra selecta, días antes de su muerte el autor de El juicio de los parricidas decide interrumpir el tratamiento médico terminal que recibía para despedirse de Montevideo y de sus amigos, dar un seminario y ser condecorado por el presidente del Uruguay, todo ello en noviembre de 1985. Los trabajadores en huelga del aeropuerto la interrumpen para dar paso franco a la ambulancia que permitiría la partida definitiva del crítico patrio de regreso a New Haven.

Murena, en cambio, se pierde y se alcoholiza y, una vez fallecido, se admite como un hecho el suicidio como causa de su muerte. Según cuenta una y otra vez su hijo en los foros de internet, se trató de un paro cardiaco. En el vestíbulo de un hotel de Santiago de Chile le pregunté hace muchos años a Tomás Eloy Martínez sobre la leyenda de Murena. “Digamos”, me respondió el autor de La novela de Perón, “que la nación convino en que decretar el suicidio de Murena era la manera más honrosa de completar su obra, de darle un sentido”.

El libro menos conocido de Rodríguez Monegal lo escribió con Leyla Perrone-Moisés y es Lautréamont austral (1995), que reúne y explica las investigaciones sobre Isidore Ducasse (1846-1870), cuyo ejemplar anotado dela Ilíada traducida por el neoclásico José Gómez Hermosilla vuelve muy probable el bilingüismo de Los cantos de Maldoror (1869), cuya semejanza con las violencias verbales homéricas proviene de esa traducción al español, como los doctos han demostrado. Así, “Isidoro” Ducasse no solo habría nacido en Montevideo sino pasado la mitad de su vida en la República Oriental, alimentándose de vieja literatura, y su pseudónimo “Lautréamont” querría decir “El otro de Montevideo”. Que a Emir Rodríguez Monegal lo sedujese esta minucia lo retrata mejor, acaso, que sus miles de páginas sobre nuestra literatura, porque la extranjería de Ducasse lo convierte, como a Bello, a Quiroga y a Borges, en otro expatriado latinoamericano, es decir, en un viajero del Extremo Occidente, el lugar donde Emir logró colocar a la equívoca fama del boom. Junto al claridoso Emir Rodríguez Monegal, el oscuro y atormentado Héctor A. Murena no andaba tan lejos de esa idea, cuando escribió que Edgar Allan Poe fue el gran parricida de América porque en los Estados Unidos descubrió el verdadero “destierro del recinto de la historia, la expulsión de la expulsión”.

{{Murena, El pecado original de América, Buenos Aires, Sudamericana, 1965, p. 29.}}

 Lautréamont y Poe como regionalistas. Su región, el mundo. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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