Vanguardia que no es vanguardia

Me llamo cuerpo que no está. Poesía completa

Cristina Rivera Garza

Lumen

Ciudad de México, 2023, 408 pp.

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Me llamo cuerpo que no está. Poesía completa reúne cinco títulos escritos en una década, de 2005 a 2015: Los textos del yo (FCE, 2005), La muerte me da por Anne-Marie Bianco (Bonobos, 2007), El disco de Newton. Diez ensayos sobre el color (UNAM/Bonobos, 2011), Viriditas (Mantis Editores, 2011) y La imaginación pública (Conaculta, 2015). Cinco libros donde hay cambios formales pero ninguno es mejor que el otro. Las variaciones entre ellos se rigen por una misma vocación de literatura crítica.

Cristina Rivera Garza (Matamoros, 1964) es una poeta tardía. Su primer libro en este género, Los textos del yo, se publicó cuando ella tenía 41 años. Poesía tardía, en efecto, aunque los poemas que componen ese primer libro no son primerizos. Al contrario, nacen con una indiscutible conciencia de sí mismos tanto en términos formales como de contenido. Comparados con sus textos más recientes, no hay desarrollo en el sentido de perfeccionamiento de una destreza. Existen, eso sí, experimentos múltiples con el lenguaje; sus normas, usos y contextos.

En Los textos del yo abundan los versos tradicionales en el sentido más poético del término, característica menos visible en La imaginación pública. Aquí la potencia expresiva corre a cargo no tanto del texto como de lo que está fuera, en el discurso alrededor de él. Literatura posautónoma, los poemas crean sentido no por sí mismos (qué es eso) sino por su contexto. A Rivera Garza tanto como a sus comentaristas les gusta definirse a partir no solo de la renuncia sino de la denuncia de la tradicional autonomía de la literatura y el arte. Gracias a esa denuncia se comprometen con el presente. En sus propias palabras, “crean” presente. Qué importa entonces si La imaginación pública actualiza el sketch de un dadaísmo ancestral, aquel nihilismo histriónico de Tzara cuya receta –de código abierto para que cualquiera mecanice la “magia” de la poesía– quedó expuesta en Pour faire un poème dadaïste (1916). Desde luego, ese primer gesto antisistema pecaba de irresponsable en la medida en que su desafiante majadería se consumía (anulaba) a sí misma. De ahí lo rescatarían autores como Louis Aragon, quien le dio sentido al disparate mediante la habilitación de l’art engagé, un servicio o una servidumbre obligada por el contexto. Aragon creaba presente.

Vanguardia que no es vanguardia, sus desviaciones y “desapropiaciones” no son solo naturales sino indispensables en quien se autoconcibe experimental, alguien para quien la experimentación no es sinónimo de evolución, es decir, de cambio en la espiral ascendente del progreso (hoy fea palabra) sino del zeitgeist de la resistencia. Y no es porque el emoji supere al haikú del mismo modo que el gremio de la “teoría crítica” a una izquierda tradicional marxista –aún eurocéntrica y colonialista–, pero la experimentación puede ser, por qué no, el equivalente cultural de la acción y en esa medida una forma de emancipación. ¿Quién se opone a eso?

¿Cómo oponerse a su legitimidad si esta literatura que no es literatura se plantea desde la exclusión? Por supuesto, la exclusión entendida en su condición más amplia posible: se niega estatus de literario a todo aquello que, en realidad, ha sido excluido de la sociedad y de la Historia. Por supuesto, aquí el símil es más que un tropo, una figura literaria: es una realidad. De modo que los negados de todo orden escriben sobre cosas también excluidas. Sin embargo, cuando esa literatura excluida toma conciencia de sí misma rechaza a quien la niega como un simple acto de sobrevivencia. Crea su propio presente y sirve a ese presente: está al servicio de ese presente y no de la “literatura”. Literatura que no es literatura sino presente vivo y doloroso.

La fórmula es meramente instrumental y de autoconsumo porque para los profanos suena a cualquier cosa menos literatura “creadora de presente”. En efecto, a las pocas páginas de lectura cualquiera advierte que ese discurso ya lo leímos. No hay nada presente más que su propia reproducción, que se reinicia según las coyunturas de la denuncia pero que, aparte de eso, se mantiene idéntico a sí mismo.

A diferencia de las vanguardias históricas, esta ola posautónoma no viene de los márgenes ni de abajo, curiosamente. Se procesa y distribuye desde instituciones de élite particularmente universitarias y culturales en general. Todas forman parte de una guerra cultural. Para ellas no hay contradicción entre denunciar la violencia estructural, sistémica, y formar parte de las instituciones de élite que componen esa estructura.

Cyril Connolly decía sobre su alter ego, Palinuro: “Le gustaría haber escrito Les Fleurs du mal o la Saison en Enfer sin ser Rimbaud ni Baudelaire, sin su sufrimiento intelectual y sin estar enfermo ni ser pobre.” Contexto de esas obras: el vicio y el placer, las drogas y el alcohol, la prostitución propia y ajena, el hambre y la mendicidad, las cantinas, los prostíbulos, los parques, las calles y los bajo puentes, los hospitales públicos, los dispensarios y refugios para indigentes, aventureros y demás homeless. Baudelaire murió afásico y sifilítico. Rimbaud en un hospital para pobres, mutilado de ambas piernas. De esta primera modernidad las vanguardias históricas tomarían el espíritu de revuelta para volverlo contra sí mismas aunque, a la postre, se trataba de una oficialización de la insurgencia desde los márgenes.

En los poemas de Me llamo cuerpo que no está el dolor es una presencia ineludible que recorre de la primera a la última de sus páginas. Literal y concreto en Los textos del yo, dedicados a la enfermedad de la madre o en las alusiones a su hermana, víctima de feminicidio en 1990. Conceptual y paulatinamente retórico en los poemas apócrifos de Anne-Marie Bianco, El disco de NewtonViriditas o La imaginación pública. El cuerpo es la representación directa de ese dolor. Me llamo cuerpo que no está remite a una realidad brutal en nuestro país, la de los desaparecidos. Cuerpos asesinados, torturados y mutilados en cifras que al término de este sexenio rondarán los 200 mil. Una realidad que Cristina Rivera Garza no solo conoce sino que ha vivido trágicamente. Por lo mismo es desconcertante el desplazamiento de esta realidad atroz a la afectación retórica en la que suelen extraviarse este tipo de abstracciones: ¿la fragmentación sintáctica es el equivalente textual de un cuerpo mutilado? El discurso pierde su verdadero significado transformándose en simulacro de sí mismo.

Esta afectación retórica es característica de una expresión que ha cobrado relevancia hasta erigirse en la corriente principal de la literatura y la cultura en el nuevo siglo. Una afectación que solo vuelve más evidente sus despropósitos. Denuncian una realidad y acaban en una burbuja. Así, los que creyeron que la web abriría al fin dimensiones inéditas de la libertad propicias para la experimentación del arte, la literatura y la poesía y, al cabo, volvieron al soporte tradicional de la edición impresa. Montados sobre el frenesí post, trans, ur, neo, inter, multi, hiper, etc., todo parece nuevo, una ruptura final con lo ya visto aunque ahora advertimos que lo único nuevo es que todo envejece más rápido: nada más caduco que cualquier prefijo radical aparecido en las primeras dos décadas del siglo. Por ejemplo, la pospoesía envejeció mal y súbitamente: al final su insurrección ha acompañado la regresión generalizada. Las literaturas críticas junto con sus soportes ideológicos, las teorías críticas, crean presente pero ese presente suele resultar demasiado visto, neosetentero. Tras el anuncio del poscapitalismo, el neopopulismo lo engulló todo. Más aún: toda esa subversión alcanzó su nivel máximo cuando se convirtió en materia de currículo, vanguardias de laboratorio o de salón. La rebelión de los sesenta y setenta vuelve a su nicho original. Poesía de campus. ~

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(ciudad de México, 1963) es poeta, ensayista y editor. Actualmente es editor-in-chief de la revista bilingüe Literal: Latin American Voices.


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