El positivismo como ideología de Estado

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Leonardo Lomelí Vanegas

Liberalismo oligárquico y política económica. Positivismo y economía política del porfiriato

Ciudad de México, fce/unam, 2018, 398 pp.

Tal vez no exista otro periodo en la historia de América Latina tan marcado por la influencia de una doctrina europea como el de fines del siglo XIX y principios del XX. Entre 1870 y 1910, casi toda la política regional gravitó de forma parecida hacia el referente positivista. Antes de que en Argentina, Chile, Brasil o Venezuela se difundiera el modelo de las repúblicas de “orden y progreso”, las asimilaciones de doctrinas liberales o conservadoras fueron bastante diversas. Después de la Revolución de 1910 en México es igualmente difícil encontrar un momento de tanta homogeneidad en la recepción latinoamericana del pensamiento europeo.

No fue específicamente mexicana o porfirista aquella instrumentación del positivismo como guía doctrinal de las políticas públicas: fue latinoamericana. En México, sin embargo, la tradición historiográfica predominante, desde el estudio precursor de Leopoldo Zea a mediados del siglo XX hasta el clásico de Charles A. Hale, La transformación del liberalismo en México a fines del siglo XIX(1989), ha enfocado el tema desde una perspectiva estrictamente nacional. Ese enfoque vuelve a aparecer, actualizado y refinado, en el libro Liberalismo oligárquico y política económica del economista e historiador de la unam Leonardo Lomelí Vanegas.

A partir de los conocidos estudios de Arnaldo Córdova y Álvaro Matute, Lomelí entiende el positivismo como “fundamento ideológico” de la política económica emprendida por el grupo de los “científicos” (José Yves Limantour, Justo Sierra, Francisco Bulnes, Miguel y Pablo Macedo, Joaquín D. Casasús, Emilio Rabasa) entre 1892 y 1911. El académico fecha en 1892, cuando la Unión Liberal postula a Díaz para una tercera reelección y un cuarto gobierno, la proyección pública de aquel grupo, aunque el desembarco del positivismo había comenzado antes, desde los años de Gabino Barreda y la Escuela Nacional Preparatoria. A partir de 1892 se produjo una renovación generacional e intelectual del gabinete porfirista, especialmente con Limantour en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, que favoreció el liderazgo teórico y práctico de los “científicos”.

Lomelí circunscribe el positivismo a las tesis centrales de Auguste Comte sobre la ciencia y los tres estados de la humanidad y al evolucionismo de Herbert Spencer. Reconoce que había diferencias notables entre ambos pensadores, pero por momentos atribuye al francés un organicismo y un evolucionismo más propios del británico y todos los seguidores del darwinismo social anglosajón. El pensamiento de John Stuart Mill no parece bien caracterizado, ya que se enfatiza una perspectiva “evolucionista” en el autor de Sobre la libertad, las Consideraciones sobre el gobierno representativo o El utilitarismo, por “influencia de las ideas de Comte”, que no es central en esas obras.

Frente a estudios sobre el mismo tema en la historiografía latino-americana, como los de Paula Bruno en Argentina, Ana María Stuven en Chile o Elisa Speckman en México, la visión del positivismo que aquí se transmite es limitada, pero también precisa. Quedan fuera de la misma Émile Littré, Jules Simon o Joseph Arthur de Gobineau, que, como comenta Hale, fueron fundamentales para Justo Sierra o Francisco Bulnes, por no hablar de toda la escuela jurídica anglosajona (Bagehot, Dicey, Wilson…), también marcada por el evolucionismo que, como estudió Alonso Lujambio, era el referente teórico primordial de Emilio Rabasa.

La limitación del positivismo a Comte y Spencer tiene sentido ya que el objetivo de Lomelí no es documentar la recepción de esa corriente filosófica en México sino exponer su uso como ideología de Estado para la aplicación de una política hacendaria basada en la nivelación del presupuesto, el incremento de la recaudación, el superávit fiscal y el aumento del gasto público. Tanto aquella estrategia hacendaria y crediticia como la reforma monetaria que se emprendería en 1905 fueron justificadas con nociones de intervencionismo estatal y de aseguramiento del orden para impulsar el progreso, propias del positivismo.

Una buena síntesis de esos argumentos se encuentra en el segundo tomo de la gran obra México, su evolución social (1900-1902), coordinada por Justo Sierra, que estuvo dedicado a la economía. Allí Genaro Raigosa, Gilberto Crespo y Martínez, Carlos Díaz Dufoo y Pablo Macedo describieron la estrategia porfirista en la agricultura, el comercio, la industria, las comunicaciones y las obras públicas. Macedo hacía un retrato entusiasta de México como país que, entre 1877 y 1900, alcanzaba el progreso gracias a la construcción de más de 15,000 kilómetros de líneas férreas, más de 31,000 de telégrafos, un flujo permanente de inversiones y un gasto presupuestal creciente en el sector público.

La aplicación de tesis positivistas y evolucionistas para legitimar la política económica integral o medidas puntuales, como la reforma monetaria de 1905, fue evidente. El paso al patrón oro, en medio de la depreciación de la plata en el mercado internacional, buscaba darle mayor estabilidad a la circulación monetaria y favorecer la dilatación del mercado interno. Los argumentos que utilizaron partidarios y detractores de aquella reforma, entre 1902 y 1905, apelaban con la misma vehemencia, como recuerda Lomelí, a la doctrina positivista. No hubo otra mejor prueba del consenso alcanzado por aquella teoría dentro de la élite del poder porfirista.

La interpretación del positivismo como ideología del Estado porfirista no carece de críticos. François-Xavier Guerra, por ejemplo, pensaba que durante el porfiriato la ideología de las élites siguió siendo liberal y que el positivismo no era más que una “doctrina” que en algunos aspectos produjo una “inversión de los fines liberales”. La continuidad del liberalismo durante el periodo positivista era, para Guerra, menos evidente que para Charles A. Hale o Jesús Reyes Heroles, si bien el historiador francés no compartía tampoco la tesis de la discontinuidad entre la República Restaurada y el porfiriato sostenida por Daniel Cosío Villegas.

Leonardo Lomelí regresa creativamente a este tema clásico de la historiografía mexicana. Cita a Alan Knight a propósito de la emergencia de un liberalismo popular en la Revolución, pero a la vez toma distancia de la teleología liberal, propia de la historia oficial posrevolucionaria, y de la negación de sustento positivista de buena parte del constitucionalismo social de Querétaro. La tesis central de este libro sigue siendo persuasiva y consistente: al entrar en contacto con el positivismo, el liberalismo porfirista se volvió oligárquico y llegó a defender la limitación de derechos políticos de la mayoría demográfica del país. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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