El rey Bradbury

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En 2003, nueve años antes de su fallecimiento, Raymond Douglas Bradbury adquirió el lote junto a la tumba de su esposa y plantó y anticipó allí su propia lápida con el año de salida aún en blanco. De tanto en tanto, contaba, se daba una vuelta para contemplarla. Su biógrafo –Sam Weller, autor de The Bradbury chronicles (2005)– le preguntó qué sentía entonces al respecto. Bradbury respondió: “Lo cierto es que preferiría ser enterrado en Marte. Que metan mis cenizas en una lata de sopa de tomate, porque eso es casi lo único que comí durante mi infancia. Pero lo que de verdad me hace muy feliz es saber que en Marte, dentro de un par de siglos, mis libros seguirán leyéndose. Y que muy tarde por la noche, con una pequeña linterna y bajo una manta, algún niño va a espiar bajo la cubierta de un libro. Y que ese libro será Crónicas marcianas. En Marte.”

Y, de algún modo, parcialmente, deseo concedido. Hoy, Bradbury tiene asteroide propio y un “Bradbury Landing” (4.5895°) en los mapas de ese Marte que les arrebató a los invasores engripados H. G. Wells y a la voluptuosa princesa de Edgar Rice Burroughs. Y las más de mil trescientas páginas de este aparecido en ese mes inequívocamente bradburyano de octubre Cuentos (en Páginas de Espuma con edición de Paul Viejo, traducción de Ce Santiago y prefacio de Laura Fernández) no solo tienen algo de monumental túmulo lapidario, sino que, también, son la evidencia incontestable de que Bradbury sigue leyéndose en la Tierra. Y de que se seguirá leyendo en el Marte de esos personajes tan sci-fi que son Elon Musk y Jeff Bezos y Richard Branson, más cerca de los megalómanos magnates de Verne que de los astronautas crepusculares de Bradbury, quien, seguro, como buen ludita lúdico que era, hoy despreciaría sus multimillonarias y desorbitadas órbitas. Porque Bradbury nunca se sintió cómodo con eso de la ciencia antes de la ficción. Y así las especificaciones técnicas de sus cohetes –como las de los androides de Philip K. Dick, con quien se cruzó una vez y al que diagnosticó con un “De inmediato me di cuenta de que no disfrutaba del estar vivo”– no cuentan en absoluto, pero sí narran absolutamente. Y su combustible, donde se mezcla el Steinbeck de Las uvas de la ira con el Hemingway de Nick Adams, es el de la nostalgia y la melancolía que inspiraron directamen- te la “Rocket man” de Elton John & Bernie Taupin.

Sí: se sabe que Bradbury recién se subió a su primer avión en 1982 con sesenta y dos años de edad; que no confiaba en las computadoras; que la reproducción artificial le parecía un despropósito (“Nunca entendí para qué quieres clonar a alguien cuando te puedes acostar con quien amas y hacer un bebé”); que los libros electrónicos le parecían un absurdo (“Eso no es un libro: es televisión con letras. No huele. Un libro nuevo huele genial. Un libro viejo huele aún mejor. Huele a Antiguo Egipto. Y te acompañará por el resto de tu vida”).

En cualquier caso, Bradbury  predijo y vuelve a predecir en Cuentos conductas y trances y auriculares, televisores planos de pantallas panorámicas, cajeros automáticos, iPods, asistentes personales, adicciones a lo virtual… Pero no –con Clarke– con afán visionario, sino casi mirando para otro lado o bajando la mirada. Preguntado sobre el asunto, Bradbury restaba toda importancia a sus “aciertos”, sentidos más como errores que maravillas: “Siempre he sostenido que tenemos demasiadas máquinas… En mis libros, esos avances tecnológicos aparecen no como productos en un catálogo, sino como parte importante de la acción y del modo en que han influido en la psicología de los personajes. Sobre todo en Fahrenheit 451: ahí son mis personajes quienes me cuentan cómo y por qué los utilizan y hasta los adoran. Yo no hago más que escucharlos.”

Y es en esa novela donde se oye y arde ese momento terrible que, por lo general, no se recuerda correctamente. Allí el jefe de los bomberos inflamables le explica a Montag que “en cierta época, los libros atraían a alguna gente… Pero, luego, el mundo se llenó de ojos, de codos, de bocas. Población doble, triple, cuádruple. Películas, revistas, libros, fueron adquiriendo un bajo nivel, una vulgar uniformidad… Condensaciones. Resúmenes. Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en diez o doce líneas. Salir de la guardería infantil para ir a la universidad y regresar a la guardería. Esta ha sido la formación intelectual durante los últimos cinco siglos… Los años de universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, casi completamente ignorados. La vida es inmediata, el empleo es lo único que cuenta, el placer domina todo después del trabajo… La vida se convierte en una gran carrera. Todo se hace deprisa, de cualquier modo… Y la mente absorbe cada vez menos… No es extraño que los complicados libros dejaran de venderse… No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología y la explotación de masas produjo el fenómeno.”

Y a temblar.

Y memorizarlo para no olvidarlo nunca.

De ahí que este monumental Cuentos sea, sí, también, una muy didáctica visión humanista del mundo de parte de un escritor que siempre se sintió un poco marciano. Alguien fuera de todo ambiente literario (cabe pensar que George Plimpton decidiese no publicar su entrevista de 1976 en The Paris Review por su allí manifiesto desprecio por la intelectualidad de Manhattan; entrevista posteriormente incluida en 2010 por el ya mencionado Weller en Listen to the echoes: The Ray Bradbury interviews). Alguien mucho más feliz de adentrarse en veranos de la infancia o en casas embrujadas o en un Marte a ser repoblado por nuevos marcianos con antepasados terrícolas. También, en lo suyo, un apenas subliminal afán educativo con relatos que funcionan casi como didácticos ejercicios prácticos de cómo erigir una buena historia. Prácticas cuya teoría su autor más o menos reveló en Zen en el arte de escribir (1990), en los ensayos reunidos en Bradbury speaks: Too soon from the cave, to far from the stars (2005) o en memoirs como la de su experiencia como guionista de la versión de Moby-Dick de John Huston en 1953: Sombras verdes, ballena blanca (1994).

En todos ellos, en todo ello, la constatación de un hombre que era muy pero muy feliz escribiendo y cuya felicidad era y sigue y seguirá siendo tan contagiosa para quien lo lee.

En su entusiasta y agradecida introducción, Laura Fernández lo destaca y subraya con mayúsculas: “A Ray Bradbury nada le gustaba más que escribir. Todo en su escritura es lúdico. El proceso mismo de la búsqueda de una idea, el (algo) sobre el que escribir, lo es… ‘Soy una rareza de feria, el hombre con un niño dentro que lo recuerda todo’, escribió Bradbury. ‘A mí, fíjense ustedes, las historias me han guiado por la vida. Ellas gritan, yo voy detrás. Ellas echan a correr y me muerden los tobillos, yo respondo escribiendo todo lo que pasa durante la mordida. Cuando termino, la idea me suelta y se va’, escribió.”

Y hay una anécdota muy graciosa contada por el propio Bradbury y en la que el ya curtido portero de la percepción Aldous Huxley –y también autor de la distopía Un mundo feliz, junto a la que suelen colocarse 1984 de George Orwell y Fahrenheit 451 como cumbres de la especie– le recomienda a Ray Bradbury que experimente con lsd para “tener miles de visiones”. A lo que Bradbury le responde: “Lo que yo necesito es una droga que me controle y discipline y me haga tener nada más que una visión por vez; porque miles de visiones tengo todo el tiempo sin necesidad de drogarme.”

Entender entonces el contenido de este Cuentos –un destilado de 113 relatos de un total que se estima en 600– como dosis poderosísimas para ver y experimentar los más placenteros e inquietantes trips mentales y, de paso, volver a ser ese niño bradburyano.

Yo lo fui y lo sigo siendo. Yo –hijo de padres intelectuales en una Buenos Aires todavía iluminada– leí, como tantos de mis amiguitos, Crónicas marcianas luego de haber pasado por Salgari y por Dumas. Y ahí abría la puerta ese prólogo de Borges (y, sí, fue gracias a Bradbury que mi generación saltó de Marte a Tlön) en esa edición de Minotauro con traducción de Francisco “Paco” Porrúa, quien, además, era pareja de mi madre luego de la primera de muchas separaciones de mi padre. Y allí y entonces leí también su gran novela iniciática de 1962, La feria de las tinieblas / Something wicked this way comes (con esa pesadilla paterno-rejuvenecedora-envejecedora a la que todo chico-hijo siempre será tan sensible). Y las dispersas idas y vueltas de la muy freak familia Elliott luego reunidas en De la ceniza volverás (y aquí re- presentada por “La viajera”). Y los veranos de Green Town y los tatuajes de El hombre ilustrado. Y fue en esa misma ciudad, en 1997, que conocí a un Bradbury –su visita fue un fenómeno de multitudes agradecidas– muy intrigado por la arquitectura muy futurista-vintage del planetario porteño y por la leyenda de que su diseñador había enterrado un ejemplar de Crónicas marcianas bajo cada una de sus tres patas. Y nunca voy a olvidarme de su sonrisa amable y de su mirada de rayos-X, de, sí, x-Ray.

Mientras escribo estas líneas (y releo a Bradbury; primero con temor de que haya envejecido mal, y después con la maravilla renovada de descubrir que el único que ha envejecido soy yo, quien, leyéndolo, vuelvo a ser ese niño deslumbrado que lo leyó por primera vez en otro milenio, en otro planeta) suena al fondo la pregunta de “Is there life on Mars?” de David Bowie. Y –nada es casual– bebo una sopa de tomate.

Y me respondo que la respuesta es que, sí, hay vida en Marte porque Bradbury sigue vivo.

Y larga vida a quien allí reina: al rey Bradbury. ~


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