La cultura de la conversación
En el mundo contemporáneo, las universidades son el eje de la transmisión de conocimiento, de la formación profesional y, en algunos casos, de la movilidad social. La importancia que se le concede a la educación superior, la inversión pública y privada que se encauza a las universidades, así como el número y calidad de sus recursos humanos, propician que estas instancias tengan una posición de liderazgo cultural, que su producción adquiera prestigio y proyección y que los cuadros formados en ellas gocen de una certificación en el ámbito profesional.
Sin embargo, el conocimiento universitario no es infalible y, en ocasiones, su producción y circulación están sujetas a distorsiones que afectan su utilidad social. Por eso, si bien es necesario defender a las universidades del embate de aquellos discursos políticos que descalifican el saber experto, la trayectoria profesional y la noción de mérito, también es menester albergar una visión realista de sus posibilidades y limitaciones.
Son muchos los humanistas y científicos contemporáneos eminentes, desde las críticas pioneras de Iván Illich hasta las recientes de Michael Sandel pasando por Gabriel Zaid, Christopher Lasch, Russell Jacoby, Jacques Bouveresse o Alan Sokal, que han cuestionado la calidad y las formas de circulación del saber universitario, así como los alcances sociales de su pretensión monopólica. En especial, concebir el saber universitario y la obtención de credenciales como la única forma de conocimiento y formación válida implica la subestimación de otras fecundas formas de saber, realización personal y compromiso social.
Ciertamente, las universidades no son, ni han sido, las únicas generadoras de conocimiento. En paralelo a ellas, han evolucionado numerosas instancias de sociabilidad intelectual que producen, conservan y propagan cultura pública. En efecto, existen espacios en los que el saber no circula mediante la relación jerárquica entre maestros y alumnos, normada por una institución universitaria, sino que se contagia entre iguales. Estos espacios de “cultura libre”, como los llama Gabriel Zaid, han adquirido diversas formas y denominaciones a lo largo del tiempo (academias, arcadias, parnasos, salones, cenáculos, ateneos, círculos de lectura, grupos de estudio, talleres de creación, revistas, editoriales, blogs), pero todos están ligados al antiguo arte de la conversación.
Como señala Marc Fumaroli en La República de las Letras, la conversación, como arte, volvió a desarrollarse a partir del Renacimiento y adoptó diversos nombres y modalidades a lo largo de Europa. La conversación floreció en distintos lugares, ajenos al aula o al púlpito, ya fueran sedes de academias y círculos de estudios privados, salones patrocinados por damas de sociedad, cafés, tabernas o clubes públicos de lectura. En estos espacios se discutían distintos tópicos, a partir no solo del conocimiento experto sino de la curiosidad y la elegancia en la argumentación, y se desarrollaban reglas de cortesía que garantizaban el flujo de la conversación, la equidad en las posibilidades de participación y el cultivo de la polémica civilizada. Así, desde el Renacimiento hasta la Ilustración, se buscó llevar a la conversación a un nivel de excelencia ética y estética, mediante un entrenamiento tanto en la retórica y la argumentación como en la urbanidad.
Quienes encomiaban e impulsaban la conversación se inspiraban tanto en el banquete platónico como en la cena evangélica. Mediante las palabras clave convivio y conversación, se aspiraba, aun en los momentos más álgidos de las guerras de religión, a un ideal de concordia. En ocasiones, estos cenáculos pretendían ser, como en las academias del Renacimiento italiano, caminos de perfección que emularan los propósitos monásticos; en otras ocasiones eran más relajados y se expresaban en los mundanos salones convocados por mujeres en Francia; en los cafés o clubes de lectura ingleses o en las ruidosas tertulias españolas.
Ante el crecimiento demográfico de los potenciales tertulianos, el arte de la conversación debió trasladarse, gracias a la imprenta, a otros espacios no presenciales, como los diarios y revistas. En particular, las revistas podían concebirse como una conversación impresa, como la transcripción de un coloquio que tenía la ventaja de poder convocar no solo a los vivos sino también a los muertos. Comenzó una época de oro de las publicaciones, inicialmente en Inglaterra, las cuales, para ganar el favor de los lectores, requerían presentar los temas de manera atractiva, con lenguaje ameno y fluido y utilizando diversos recursos estilísticos (el artículo de opinión, la crónica, la sátira). Las revistas dialogan con los lectores y, a la vez, dialogan y compiten entre sí; navegan entre el presente y el ánimo de perdurar y consolidan géneros literarios, como el ensayo, basados en la conversación afable y la polémica inteligente. De este ánimo de conversación surgen a menudo proyectos editoriales en los que se establecen mapas de lectura, se ligan lo moderno con lo antiguo y lo local con lo universal y se ensayan cánones y tradiciones.
La conversación en nuestras latitudes
Aunque en América Latina las universidades aparecieron muy tempranamente, la cultura escrita y la generación del saber no se centró en estas instituciones hasta ya bien entrado el siglo XIX o en el siglo XX. Las actividades intelectuales en las colonias se realizaron fundamentalmente a través del clero, aunque hay un momento en que estas se ensanchan y admiten a un número creciente de participantes laicos en academias, cenáculos y otros grupos de convivencia letrada. De hecho, en el preludio de las independencias, muchas tertulias literarias se convierten en pujantes círculos políticos. De esta manera, las sociedades literarias en América Latina se ligan estrechamente a la emancipación política y la tertulia, a menudo como en Francia convocada por mujeres, se vuelve subversión transformadora.
Tras las independencias, se vuelve claro que la conversación letrada tiene una responsabilidad social. En efecto, en sociedades en construcción, con grandes masas analfabetas, contradicciones sociales y disputas interminables entre facciones políticas irreconciliables, el saber adquiere misiones perentorias. Por eso, en los espacios de conversación y sociabilidad intelectual en América Latina se alternan la vida activa con la vida contemplativa, la búsqueda desinteresada del saber con la militancia; la conversación docta y placentera con el imperativo de la edificación de instituciones y la evangelización educativa.
Las revistas culturales o literarias del siglo XIX son testimonio de la conversación imperativamente utilitaria de la época. En estas revistas, omnívoras por necesidad, se expresan la actualidad política y la crítica social, se elogia o se vitupera el paisaje físico y humano, se ensayan modelos políticos, legislaciones y estrategias económicas y, más tarde, se expresan los ideales de los movimientos literarios (el romanticismo, el modernismo) o las novedades en el conocimiento científico (las revistas positivistas). Estas publicaciones pueden establecer treguas en las incesantes guerras civiles o abrir ventanas al mundo. Por ejemplo, El Renacimiento, en México, nació con la finalidad de conciliar en el campo de la cultura la larga y desgastante disputa entre liberales y conservadores. Las revistas modernistas, por su parte, son algunas de las primeras plataformas de internacionalización y resultan precursoras en actualizar los vínculos culturales del continente con Europa y remozar las formas de creación y apreciación estética.
En el siglo XX, las revistas culturales (y sus primos, los suplementos literarios) han sido esenciales en la asimilación de novedades intelectuales y constituyen una fuente de la renovación y competencia intelectual. Con sus muy distintos rasgos, las revistas conforman un ecosistema vigoroso, en el que se reflejan las pasiones políticas, las aspiraciones intelectuales y los ideales estéticos de cada época. Amauta, Contemporáneos, Sur, Orígenes, Cuadernos Americanos, Marcha, Plural, Vuelta, Nexos, Letras Libres, por mencionar solo algunas, son fundamentales en la educación del gusto y la creación de conciencia. En estas revistas se plasman los deslindes generacionales y profesionales; se comercia activamente con las ideas de otras latitudes y se prefiguran muchas propuestas de reforma social, modernización de las costumbres y cambio cultural. En estas revistas se difunden las vanguardias y las grandes novedades estéticas, políticas y filosóficas del siglo XX y se acuñan y agrupan los tipos antagónicos de intelectuales. En estas revistas se discuten los tópicos fundamentales de las distintas épocas: el nacionalismo contra el cosmopolitismo, el arte puro contra el arte comprometido o la literatura fácil contra la difícil.
La vocación de las revistas culturales es variada y sus formas y tonos profundamente heterogéneos: algunas apuestan por el rescate cultural y la mirada al pasado; otras se centran en el presente; otras apuestan por el escándalo (la genial S.nob de Salvador Elizondo); hay revistas que permanecen por décadas adaptándose a distintas circunstancias (Cuadernos Americanos); mientras que otras, en unos cuantos números, dejan improntas fulgurantes (Examen, de Jorge Cuesta, en un puñado de números, protagonizó un episodio paradigmático en favor de la libertad de expresión); hay revistas cuyos índices kilométricos denotan su apertura y eclecticismo, pero también hay revistas de autor, como Monterrey, la gaceta artesanal de Alfonso Reyes, con una excepcional vocación dialógica. Las revistas, por lo demás, no responden a estereotipos estrechos: la “marxista” Amauta, en Perú, se ocupa tanto de la revolución y el indigenismo como de la vanguardia y el psicoanálisis; la “nacionalista” El Maestro, en México, tiene un índice bastante cosmopolita; la revista católica Ábside actualiza el humanismo y se abre a modernas expresiones literarias; la “apolítica” Sur, en Argentina, hace una denuncia pionera de los campos de concentración; El Machete, órgano del Partido Comunista Mexicano, tiene una época de escandalosa heterodoxia bajo la dirección de Roger Bartra.
No se trata, desde luego, de una historia idílica, en muchos momentos, estas publicaciones pueden abogar por los extremismos, confundir los campos de la opinión y la acción política; sucumbir a la propaganda o quedarse en la simple provocación. Igualmente, pueden olvidar la urbanidad y protagonizar choques y feroces polémicas, por las ideas o por la conquista de la hegemonía cultural y el reconocimiento. (Aunque este aspecto beligerante es profundamente educativo y muchas generaciones hemos templado nuestro albedrío al calor de estos pleitos ilustrados.)
La forma de generación de producción y saber de órganos como las revistas culturales no sustituye a la de las universidades, ni puede cumplir su función, pero sí la complementa y refresca. Frente a un campo universitario cada vez más fragmentado en especialidades minúsculas que solo se comunican entre sus pares, o bien oscurecido por dialectos esotéricos, las revistas culturales exhiben varias ventajas: la vocación para congregar figuras de distintos campos del arte y del conocimiento (Octavio Paz, que ejercía más poder de convocatoria entre la pléyade de artistas y académicos del mundo que cualquier publicación universitaria, convidó a sus revistas a muchos de los más importantes escritores, artistas e, incluso, científicos de su tiempo); la capacidad para ligar temas y procesos aparentemente aislados y la claridad, accesibilidad y afabilidad del estilo. Su derrama social, por lo demás, es muy alta al permitir extraer temas de la jerga especializada y orientarlos a la difusión más amplia; al entrenar cuadros en el arte de la divulgación y la discusión; al estimular la variedad de intereses y competencias en los lectores y al propiciar el diálogo entre disciplinas.
Por lo demás, el magnético solaz de la conversación impresa, los paseos y desviaciones que provoca, las posibilidades de descubrimiento y autodescubrimiento que se abren al hojear una revista constituyen una rica forma de convivencia y socialización. Acaso, en muchos momentos, esta forma de conversación permita fundir, como diría Marc Fumaroli, “las dos vocaciones más sociables de la débil humanidad: el deseo de saber y el deseo de ser feliz”. ~
(ciudad de México, 1964) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es 'La pequeña tradición. Apuntes sobre literatura mexicana' (DGE|Equilibrista/UNAM, 2011).