Habla el grafómano: Diálogos con Ferlosio

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José Lázaro (edición)

Diálogos con Ferlosio

Madrid, Triacastela, 2019, 496 pp.

Habían transcurrido apenas unos meses desde el fallecimiento de Rafael Sánchez Ferlosio cuando llegaban a las librerías, a finales del año pasado, estos Diálogos que José Lázaro empezó a compilar en vida del escritor. De hecho, el título que llevaba inicialmente su prólogo afirmaba que Ferlosio “no era de este mundo” y hubo de ser modificado. No cabe duda, sin embargo, de que Ferlosio nos ha dejado un mundo. Y estas conversaciones, que arrancan en 1956 y se cierran en 2017, sirven para enriquecerlo: hoy nos devuelven a un Ferlosio entrañable y mañana servirán de complemento a su obra escrita. No en vano, se ve obligado aquí a hablar de sí mismo y a dar explicaciones sobre su obra; no es poco. Ni que decir tiene que esta compilación no cambiará la opinión de quienes nunca han tenido interés por Ferlosio o lo hayan perdido por el camino; para los demás, miembros de una parroquia decreciente, la cita resulta ineludible.

Hablamos de sesenta años de conversaciones; se dice pronto. Las primeras tienen como motivo la concesión del Premio Nadal a El Jarama en 1955; las últimas coinciden con la publicación de sus ensayos reunidos y lo encuentran ya “muy viejo para entrevistas”. Entre medias, sin embargo, hay un hiato formidable: entre 1957 y 1983 Ferlosio no habla con nadie. Sabido es que durante buena parte de ese tiempo nuestro autor prefirió dedicarse al estudio de la gramática, menester para el que se ayudaba de anfetaminas que le permitían trabajar 48 horas seguidas a pleno rendimiento y otras 48 a medio gas; un tema que Ferlosio y Sánchez Dragó trataron como connoisseurs en el programa televisivo del segundo, recogido en estas páginas. A principios de los ochenta, después de ser salvado de la “animalización” por el propietario del piso donde vivía, Ferlosio regresa con fuerza al ensayo y a una narrativa que abandonaría definitivamente con la prodigiosa El testimonio de Yarfoz. En esa época habla con Blanca Berasátegui, José Antonio Gabriel y Galán, Julio Llamazares; luego, manteniendo ya un ritmo estable de publicaciones, comparecen Alfonso Armada, José Andrés Rojo, Arcadi Espada. Pero también se encuentra en este volumen la entrevista inédita que Félix de Azúa hizo a Ferlosio para la revista Archipiélago en 1997, incluidas las acotaciones críticas de este último, así como un preciso retrato que de él hiciera Miguel Delibes en 1960. Yo solo he echado de menos, precisamente, la conversación en torno a la vida rural que Ferlosio mantuvo con Miguel Delibes de Castro, biólogo e hijo del escritor, para el diario abc en diciembre de 2005.

Da la impresión de que la mayor parte de estas entrevistas tiene lugar a regañadientes y contra la voluntad del entrevistado. Ferlosio se declara “fundamentalmente enemigo de la espontaneidad” y de ahí que en ocasiones recurra al cuestionario, un formato que le permite suprimir aquellas preguntas que juzga super-fluas o siente incómodas. Si no sirve para las entrevistas, empero, es también porque recela de “la simplicidad de la síntesis”. Pero este cultivador de la frase larga y sinuosa sabía también expresarse de manera concisa; por eso la justa fama de sus pecios, que él mismo emparenta con Karl Kraus antes que con su venerado Theodor Adorno. El formato de la entrevista, que limita la extensión de las respuestas, no es entonces obstáculo para que Ferlosio luzca su ingenio: puede responder con malhumor al cliché periodístico (cuando le preguntan en qué época quisiera vivir, responde que “en ninguna, y menos que en ninguna en esta”), dar rienda suelta a sus fobias personales (“Lope de Vega fue un chapucero, un mamarracho y un sinvergüenza”), crear imágenes formidables (“la araña roja del ridículo”) y aforismos perdurables (“La hora de la victoria de los débiles suena siempre de noche y en invierno”), así como enunciar sobriamente una ambivalencia universal (“En ocasiones uno busca la soledad, pero otras no, y echa uno de menos la compañía”).

Cuando nuestro autor habla de sí mismo, la condición de hombre de letras prevalece sobre las demás aun a pesar suyo. No es que Ferlosio se identifique con el gremio, aunque allá por 1955 bajase una vez la guardia y se declarase “escritor profesional”, ni se tenga por un intelectual público pese a su confesa vocación de influir en el público. Lo que sucede es que su conocimiento del mundo se debe a la palabra escrita, igual que sus actividades principales fueron siempre el estudio y la escritura. Hablando con Alfonso Armada, dice Ferlosio de sí mismo que es “un animal sin instinto y un hombre sin experiencia”, razón por la cual no puede definirse: “solo tengo exterior”. Esa falta de experiencia vital desemboca en lo que él mismo mismo llamaría una “autorrepresentación” cuya punzante belleza justifica por sí sola la publicación de este volumen: “He pasado por el mundo o el mundo ha pasado por mi alma como el sol por un cristal, sin romperlo ni mancharlo.” ¡Sublime! Este rechazo de la “profundidad” explica su alergia al psicologismo literario y su preferencia por los personajes literarios que hablan y actúan, abjurando en cambio de la verbalización omnisciente de la interioridad, ya que “nadie puede saber cómo se define lingüísticamente un sentimiento”. Y ello pese a que en algún momento dirá que sus pecios son sentimientos antes que pensamientos.

Que Ferlosio haya pasado por el mundo como el sol por el cristal no significa que su relación con el mundo haya sido pacífica. Aficionado a los periódicos e inclinado a la vida pública, escribía, según nos dice, “por reacción, no por acción”. La indignación resultante lo convertía no pocas veces en un sermoneador, el “cura párroco” que solo encuentra motivos para la queja y olvida momentáneamente cuán peligroso es cargarse de razón. Pero no es ese el Ferlosio dominante en estas páginas, donde topamos a menudo con su minusvalorado sentido del humor. Así, cuando explica que no hay ningún mérito en amar lo propio, sino que en todo caso la virtud estará en amar Portugal siendo uno extremeño y viceversa, concluye que “ya hace falta estómago para poder amar la historia de España, o bien la de cualquier otro país”. O cuando presenta su opinión sobre el nacionalismo a través de una anécdota, recordando cómo durante su servicio militar en Marruecos se familiarizó con el habla popular de toda España en contacto con sus compañeros, con una excepción: “solo los catalanes, que eran doce, hablaban en su lengua; tenían un portavoz para las relaciones exteriores, un chico llamado Caparrós, tal vez dependiente de comercio”. Y desarrollando la idea de que los espectadores disfrutan de un “derecho narrativo” a que las cosas sucedan de un modo previsible, apunta que “incluso hay actores especializados en un destino fijo: por ejemplo, Borgnine casi siempre se sabe que va a ser ‘el que se va a morir’”. En cuanto al periodismo contemporáneo, en fin, aduce que el uso de la negrita para enfatizar nombres o ideas es la medida de un amarillismo nefasto que “está ya en los ojos de los periodistas, como una ictericia”.

He aquí, en definitiva, un libro que merece leerse por la exactitud de su lenguaje y la felicidad de sus ideas. No sabemos si tendrá lectores dentro de veinte años, pero Ferlosio fue el primero en enseñarnos a no pensar en el éxito ni en la posteridad: leámosle con el júbilo desinteresado con que él mismo se deslizaba cuando niño, pinaza abajo, en la añorada villa de su abuelo italiano. ~

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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