Ando en mitad de un ensayo –otro, sí– sobre nuestros nacionalismos. Su tesis central es fácil de resumir: en España no hay un problema territorial sino un problema nacionalista que ha impuesto un (falso) relato sobre la existencia de un conflicto territorial. Ese relato, facturado por los nacionalistas, ha sido distribuido por la izquierda y, finalmente, aceptado por todos. Inevitablemente, desmontar el cuento me ha obligado a hacer incursiones en la historia. Sin sorpresa, no he tardado en descubrir que los historiadores se muestran muy celosos de lo suyo. Vamos, que abundan las descalificaciones dirigidas a cualquiera que –sin la debida titulación– pueda decir acerca de los asuntos que juzgan de su patrimonio exclusivo. Y eso en un país en donde los profesores de literatura asoman a diario en las páginas de opinión de las más nobles cabeceras para terciar sobre los más diversos asuntos públicos, económicos y políticos, nacionales e internacionales. Y no me parece mal. El caso es que las lecturas de los argumentos de los académicos de oficio me han llevado a hilvanar algunas reflexiones sobre la historia como disciplina científica, las batallas políticas, los gremios académicos. Y el nacionalismo, naturalmente. Las que a continuación expongo.
El ensayo como género
Lo que el lector tendrá entre sus manos no será una investigación histórica, sino un ensayo en su sentido más genuino, el que precisó Ortega en sus Meditaciones del Quijote: “el ensayo es la ciencia, menos la prueba explícita… [Al escritor] le es lícito borrar de su obra toda apariencia apodíctica, dejando las comprobaciones meramente indicadas, en elipse, de modo que quien las necesite pueda encontrarlas y no estorben […] Solo ofrezco modi res considerandi, posibles maneras nuevas de mirar las cosas”. Pues eso, poco más o menos. Ni siquiera hipótesis; a lo sumo, conjeturas, que “hipótesis” es cosa seria si respetamos la mejor filosofía de la ciencia. Una conjetura, eso sí, no es una especulación, de esas que, como decía Wolfgang Pauli, ni siquiera son falsas. Las conjeturas, debidamente perfiladas, son susceptibles de alcanzar control empírico. Pero ese control no se ejerce en el propio texto. Salvo alguna digresión ocasional, necesaria para apuntalar el andamiaje central, como contrafuerte, en lo esencial, las páginas discurren antes por los terrenos de la clarificación argumental, los propios de la reflexión filosófica, analítica, que por los empíricos. A sabiendas, eso sí, de que la filosofía, si es seria, no puede ejercerse a pulso, desde el sillón (the armchair philosopher), solo con los pertrechos de las propias experiencias, las ocurrencias repentinas o las introspecciones o intuiciones privadas. Y aún menos cuando el guiso se condimenta con sonoras apelaciones al alma, el Espíritu Absoluto o el Dassein. En menos palabras: ha de atender al conocimiento empírico.
Así procedo en mi ensayo cuando acudo a la historia. Contraviniendo mis hábitos, esta vez, no echo mano de notas al pie citando las fuentes de los datos; o no tanto como acostumbro. Si procedo de ese modo no es por complacer a los amigos –especialmente al más cervantino de todos– que, en aras de facilitar la lectura, me recomiendan aligerar mis escritos de referencias bibliográficas y proceder, según ironizaba el autor del Quijote, “sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro (de toda caterva de filósofos)”, sino porque, como decía, la argumentación será analítica, conceptual y a esta lo que se le pide es consistencia y claridad. Y, cuando no lo es, cuando se requiere sostén empírico, pues acudo a cosas sabidas por todos, al common know- ledge o, más exactamente, a aquella parte del common know- ledge que, además, está avalada por investigaciones solventes, que no siempre van juntos lo que damos por sabido y lo que se sabe: damos por sabido que “los cuerpos más pesados caen más rápido”, aunque, desde el experimento de Galileo –más imaginario que real–, confirmado por la ley de la gravitación de Newton, sabemos que todos los objetos caen a la misma velocidad, sin importar su peso. Cuando ese desajuste se produzca, cuando lo que nos parece evidente no se corresponda con lo bien conocido y me aleje mucho del common knowledge, entonces sí, acudiré al expediente de las notas. Algo que, me temo, sucederá más de lo que quisiera, habida cuenta lo que nos interesa: la consolidación de un relato en nuestro discurso público. Un relato complaciente con el nacionalismo, cuando no facturado por él. Y, claro, dado el material que manejamos, la construcción de un relato fundador de naciones, como resulta previsible, mucho de lo que damos por obvio es sencillamente falso, comenzando por el supuesto esencial de la fabulación compartida: España ha oprimido históricamente a las genuinas naciones.
Como decía, no descarto que ese proceder, sin apenas referencias, y el inevitable merodeo por predios que muchos historiadores juzgan de su propiedad, pueda hacerme merecedor de la acusación de intrusismo por parte de los profesionales con copyright, de los “historiadores académicos”. Si así fuera, solo me queda entonar una disculpa preventiva, un “perdonen las molestias, no se amostacen, que no quiere uno molestar a nadie, más allá de lo estrictamente inevitable”. Y, rápidamente, antes de que me descalabren, repetir que el ensayo que me entretiene, por ensayo, no es un trabajo historiográfico sino un análisis del relato nacionalista que nutre nuestra vida política, de cómo se ha consolidado y de sus implicaciones. Con una moraleja final, una invitación a reajustar nuestro enfoque: nuestros problemas no se resolverán mientras sigamos viendo el nacionalismo como el síntoma de la enfermedad, de un problema, el conflicto territorial, y no como lo que realmente es: la patología a combatir. En todo caso, aunque carezco de credenciales como historiador, si hay que mostrar certificados académicos, a riesgo de salir de un charco para caer en otro, invocaré mis muchos años impartiendo teoría de la ciencia en facultades de ciencias sociales, para una nueva digresión preliminar, sociológica con trasfondo metodológico, por encuadrarla administrativamente. Una digresión que, a la vez, es un paso al frente, una defensa por elevación de mi proceder y que, en la medida que contiene –aunque sea in nuce– algo parecido a un diagnóstico metodológico, quizá tenga algún interés: no entiendo el extendido hábito de ciertos historiadores académicos de zanjar las discusiones despachando a los discrepantes con la acusación de “historiadores profanos”. Mejor dicho, creo que lo entiendo y no me gusta lo que entiendo. Y es que, me da a mí, tras muchas de esas descalificaciones de “intrusismo profesional” no hay más que intentos de esquivar incómodos debates sustantivos. Se apela al método para cancelar los asuntos. Ni siquiera, porque los argumentos que se invocan no son otros que gremiales, corporativos: no están sindicados. Para que me entiendan, a la manera de los periodistas. Como creo que esa observación, de pragmática de la ciencia, tiene cierta relevancia para lo que me interesa en este libro, la consolidación del relato nacionalista, y me disculparán si la desgrano con algún detalle.
La soberbia cientificista
Ahí va el argumento. Su punto de partida, el anticipado: la constatación de que no pocos profesores universitarios, ante la mejor conjetura discordante con el mainstream de nuestra histórica reciente, cancelan –más bien conjuran– los debates, mediante la descalificación ad hominem: “usted no es historiador”. Y algo más: ese proceder, cuando llegan a desarrollarlo –que muchas veces ni siquiera–, se justifica en una suerte de acceso privilegiado a un supuesto método científico que los demás estaríamos incapacitados de cultivar. Un “demás” en el que, por cierto, deberíamos incluir a la mayor parte de los clásicos de la historiografía, pocos de ellos “historiadores profesionales”. Nadie se libra. Eso sí, la estrategia funciona, vaya si funciona. Sucede que, ante la sentencia, no pocos “intrusos” se acoquinan y huyen prometiendo no volver a pecar. Aunque no todos; unos pocos, más lentos de reflejos o más templados de carácter, se quedan a repasar los fundamentos de la condena, en particular, las apelaciones al “método científico”. Y, entonces, no es raro que, más temprano que tarde, alguno se suelte con un “menos lobos, Caperucita”. Sobre todo si el ajusticiado advenedizo procede de disciplinas académicas consolidadas o tiene un trato antiguo con la filosofía de las ciencias sociales.
Este último es mi caso. Desde mis años de estudiante en una facultad de economía desconfío de las proclamas de cientificidad. Las escuché siempre a principio de curso y durante varias sesiones, en… sociología, teoría del Estado. Incluso en contabilidad. Nunca en matemáticas, la ciencia de las ciencias. Algo que pude confirmar cuando, llevado por mi interés en los problemas de fundamentos de las ciencias, cruzaba la Diagonal para asistir como “oyente” a la facultad de física, la disciplina que, en aquellos años, monopolizaba el ideal de ciencia perfecta. Mientras en física –o en “mates”– no se entretenían ni medio minuto en argumentar que lo suyo era serio, en teoría social, cuanto menos precisa resultaba la autoproclamada ciencia más grande era la tabarra sobre las bondades del método científico. Acabé por pensar que la mejor demostración, concluyente, de que un empeño académico en buena ciencia son sus resultados, no sus ensoñaciones o proclamas de cientificidad. Con el tiempo, se impuso una enseñanza: la apelación a la condición “científica” y a sus aplicaciones del método, como una suerte de bálsamo de Fierabrás capaz de sanar todos los males, es poco más que una rebuscada –y torticera– estrategia corporativa para defender la profesión y omitir lo que importa, el examen de la calidad de los productos. En román paladino: dime de qué presumes, que te diré de qué careces. Como en tantos quehaceres que acaban encontrando su cobijo en los presupuestos, el carro de la consolidación institucional se antepone a los bueyes del quehacer. Y ya luego, consolidada la institución, pues lo sabido: el órgano crea la función.
Abunda la evidencia. Históricamente, la conversión de muchos quehaceres en carreras universitarias dependió más de su capacidad para influir en los políticos o en la opinión pública que en la factura de investigaciones solventes resultado de “aplicar el método científico”. Sucedió, destacadamente, con la geografía o la sociología en el XIX: revistas, congresos, cátedras no seguían a las buenas teorías, sino que las precedían, si es que llegaban. Y cuando llegaban, pues la mitad, un fraude: en los últimos años una sólida investigación está mostrando que buena parte de lo que dábamos por bueno en psicología o sociología no lo era, que muchos de los contados experimentos que tanto nos deslumbraron no hay modo de repetirlos y que, cuando se repiten, nunca se confirman los resultados publicitados. Es lo que se ha dado en llamar “crisis de replicabilidad”. Y eso que se han puesto pocas energías en la tarea: los investigadores no se preocupan de refutar las teorías en circulación, sino de desarrollar las suyas. A nadie le dan el Nobel por mostrar que una teoría es falsa.
Todo eso lo sabemos bien, pero da lo mismo porque no parece existir forma de desandar el camino. No solo eso, sino que, con el tiempo, hemos visto incorporarse a la renombrada avenida de la academia a nuevos caminantes, tan repletos de promesas como magros en resultados. Así, nos hemos encontrado con estudios universitarios de turismo o de medicinas alternativas. Y como parece que no hay modo de darle la vuelta al curso de la historia, pues ahí se quedan in perpetuum, blasonando de método y buena ciencia a propósito de cualquier cosa. Incluso hay facultades de pedagogía y de magisterio. Perdón, de ciencias de la educación. Todas, naturalmente, con su método científico. Y con sus cultivadores ocupando posiciones de poder en cargos universitarios y decidiendo presupuestos, que para eso siempre encuentran tiempo. No solo eso. Cuando pueden y les dejan abrirse camino administrativo, y la desidia o indiferencia de los demás ante las tareas de gestión les allana mucho la senda, convertidos en nuevos cardenales Belarmino, no dudan en fiscalizar investigaciones en matemática, biología o medicina, y hasta en reprocharles su vocación de objetividad o su falta de “perspectiva de género”.
Pero volvamos a la historia, la disciplina que ahora me interesa, y entre cuyas filas asoman con más frecuencia las apelaciones a la respetabilidad académica. Sobre todo, cuando se ocupan de materias espinosas que, al final, lo son casi todas, habida cuenta la alta politización del gremio, como se deja ver en los vaivenes ideológicos generacionales, tan paralelos a las corrientes políticas y las modas intelectuales. Ni les cuento cómo se pone la cosa cuando se trata de “memorias históricas” o de “identidades nacionales”. Especialmente en los entornos universitarios que más conozco, los míos. Entre historiadores catalanes, muchos de ellos convencidos militantes de su función patriótica (ya saben, historians as nation builders) he visto despachar a más de un discrepante con el cuento de “no forma parte de la academia” expresado de tal manera que uno no puede por menos que pensar que, en realidad, está queriendo decir “no está en sus cabales, habría que encerrarlo”.
Y sí, no seré yo quien niegue la presencia entre los discrepantes de extravagantes y hasta de trastornados –no sé si en proporción mayor a la media en la población académica–, ni tampoco que en algunos de estos el trastorno es el resultado del propio ostracismo al que los someten y, a veces, en cruel paradoja, hasta la condición –en tanto les asegura indiferencia a las convenciones y a las presiones del grupo– de su propia autonomía de juicio–. Sea como sea, lo indiscutible es que en esas descalificaciones pinta bien poco el “método científico” que los “serios” patrimonializan e invocan como conjuro, pero cuyas entretelas nunca precisan. Algo por lo demás previsible, habida cuenta de que no existe nada parecido al “método científico”, más allá de unas cuantas trivialidades de sentido común. Por citar a los grandes: ¿qué método comparten Darwin y Einstein? El origen de las especies es un larguísimo relato, una convincente narración que a lo largo de cientos de páginas recoge un montón de observaciones –pero ninguna base genuinamente experimental– convenientemente administradas para persuadirnos de una teoría cuya formulación no se acaba de hacer explícita, que es como decir que no hay teoría, pues una teoría o es explícita y precisa o no es teoría. Por no precisar, Darwin ni hizo explícita la teoría de la selección natural, y cuando apareció Mendel con sus guisantes y sus leyes genéticas, no pocos darwinistas del momento entendieron sus resultados incompatibles con lo que se contaba en El origen. Pero, bueno, hasta que Dobzhansky, Mayr y Simpson formularon la teoría sintética en los años treinta del siglo pasado, como todo era tan vaporoso, pues bastaba con los bellos e imprecisos relatos. Exactamente lo contrario de cualquiera de los trabajos que publica Einstein en 1905 y que contribuirían a su consagración: pocas páginas, formalización, estrategias deductivas, etc. Situados en esos terrenos de las descalificaciones de principio, no hay debate que pueda llegar a puerto, enredados todos en irresolubles trifulcas ajenas a los asuntos investigados. Quizá no sea mala manera de comenzar a desenredarlas desnudar el falso debate del método.
Después de algún esfuerzo e imponiéndome grandes dosis del principio de caridad de Davidson, por lo que alcanzo a entender, los profesionales de la historia, cuando apelan al “método científico”, se refieren a cosas como la concienzuda revisión de fuentes o al pulcro trabajo de archivo. Tareas sin duda importantes pero que, desde luego, no requieren años de entrenamiento ni el manejo de sutiles instrumentos de laboratorio. Nada que esté negado a los mortales comunes. Ni cámaras de burbujas, ni microscopios electrónicos ni aceleradores de partículas. La historia, en fin, no es la mecánica cuántica ni la biología molecular. Por supuesto, muchas veces la investigación histórica requiere el conocimiento de complicadas técnicas y hasta de teorías científicas en funciones auxiliares. Sucede habitualmente en arqueología. Pero no solo. La genética y la climatología han permitido a Kyle Harper abordar la caída del Imperio romano y las técnicas econométricas han ayudado a entender mejor la historia de la democracia o el colonialismo, como se puede comprobar en los trabajos de Daron Acemoglu, un economista matemático, reciente premio Nobel. Incluso el clásico trabajo de archivo se ha revolucionado con la digitalización masiva de datos. Basta con pasearse por las páginas de la revista Cliodynamics, entregada a la “historia matemática”, para ver el potencial –y las complicaciones– de la combinación de los archivos digitalizados, el big data y las técnicas formales. Por cierto, los artículos que allí se publican se pueden consultar desde casa, siempre, eso sí, que se esté online y, lo que es más importante, se pueden escribir, aunque en el camino se pierda algo de Le goût de l’archive,para decirlo con el título del clásico de Arlette Farge.
Pero no estoy seguro de que quienes alardean de disponer del “método científico” en sus disputas se refieran a estas técnicas y trajines, en los que los historiadores titulados andan tan a ciegas como los profanos. Unos y otros confían en los resultados de las disciplinas adicionales a las que acuden en busca de herramientas, y que sostienen las hipótesis auxiliares –por utilizar la jerga de la clásica filosofía de la ciencia– utilizadas en sus teorías. Ellos y todos. Cuando un policía o un juez se fían del análisis de adn actúan como el arqueólogo cuando utiliza como técnica de datación el carbono 14. Ni se les ocurre estudiar unas complejas teorías bioquímicas o físicas –sobre la desintegración radiactiva– que a duras penas serían capaces de entender. Como el biólogo con la teoría electromagnética al disponer de un microscopio electrónico. Lo mismo que nosotros cuando usamos una calculadora, un microondas o nos subimos tranquilamente a un avión. Suponemos que alguien, con los conocimientos suficientes, de ser requerido, estaría en condiciones de proporcionar los pertinentes avales argumentales. Damos por buenos los resultados sin tasarlos. Porque no sabemos, sencillamente. Confiamos a ciegas, como debe ser.
El sentido moral del método
Los historiadores, como todos, en sus explicaciones dan mucho conocimiento por supuesto, sin examinarlo ni, por lo general, entenderlo. Pocos medievalistas, si hay alguno, serían capaces de explicar los procesos bioquímicos que operaron en la peste negra que les sirve para explicar la crisis demográfica del siglo xiv o en tantos procesos de deforestación y agricultura intensiva que socavaron enteras civilizaciones. La aportación específica del historiador, profesional o aficionado, es otra y comienza inmediatamente después de ese conocimiento: establecer sus propias conjeturas y examinar sus avales empíricos. Y ahí, pues todos más o menos con los mismos pertrechos. Como los mortales comunes en sus vidas, como en no pocas áreas de la teoría social, poco formalizadas y sin muchas pautas a las que encomendarnos, no disponemos más que de nuestro particular compromiso moral con la búsqueda de la verdad, la de Agamenón y la de su porquero. Para decirlo con la fórmula exacta: en ciertos quehaceres, en los que no disponemos de patrones codificados y plenamente compartidos de tasación de los productos, como sucede en muchas disciplinas sociales, y ciertamente en la historia, y en las que, al final, el investigador se encuentra a solas con sus empeños, las virtudes morales mandan sobre el buen uso de las virtudes intelectuales, incluidas las epistémicas. Ahí van algunas de esas virtudes, que no todas: genuino afán de verdad; ausencia de anteojeras; desconfianza de las ideas que nos benefician; coraje para explorar lugares donde encontrar resultados incómodos a nuestra biografía intelectual, incluido nuestro ecosistema social; resistencia ante la autoridad de opiniones ajenas que no tienen otro aval que quienes las detentan pueden decidir reputaciones, cargos, becas o presupuestos; disposición a defender las mejores tesis, compatibles con la buena información disponible, sin temor de Dios o del mundo. Cueste lo que cueste, incluso biográficamente. Con ese espíritu de “aristocracia de la intemperie” del que hablaba Juan Ramón Jiménez. Porque, al fin, aunque la verdad no es moral, la decisión de buscarla sí lo es. Seguramente hay matices que desarrollar, pero, en lo esencial, las cosas son así, o así me parecen (si les interesa, lo desarrollé en El compromiso del creador). Y en esos territorios nadie es más que nadie. Ni, desde luego, formar parte de la academia tampoco es garantía de coraje moral ni de resistencia al servilismo tribal. Más bien al contrario, según se ha podido comprobar en las reacciones al movimiento woke. Y digo comprobar en su exacto sentido, que hay evidencia experimental sobrada de que la cobardía de la tribu universitaria es hoy superior a la de los tiempos del macartismo. Por concretar, en 1950, el 9% de los científicos sociales se autocensuraban en sus publicaciones. En estos tiempos, el 36%. Y se entiende: los impopulares reciben menos citas de sus colegas, incluso de sus publicaciones anteriores a la estigmatizada.
Y después de las virtudes epistémicas, todo lo demás. Cualquier persona, con elemental competencia intelectual y paciencia, puede oficiar como investigador. Especialmente, en estos tiempos digitales, donde desde un ordenador doméstico podemos acceder a bibliotecas, conferencias, fuentes documentales, archivos y publicaciones especializadas. Siempre, claro, que disponga de una elemental finura “metodológica”, por lo común inseparable de la práctica de las virtudes epistémicas. Ayuda a reconocer los trucos y los malos razonamientos, a desarrollar una elemental sensibilidad empírica y analítica. Que no siempre asoma entre los llamados “humanistas”. Al menos esa es mi experiencia como lector. Con frecuencia me encuentro trabajos de historiadores titulados que no superan elementales filtros de calidad explicativa. En mitad de sus explicaciones “normales” no es raro encontrarse con procedimientos dudosos como sucede con el uso descontrolado de los llamados juicios contrafácticos, esto es, de aquellos que apelan a una situación hipotética, al modo de “si hubiera sucedido A, en lugar de B, entonces se habría producido X”. Sin duda, hay un uso lícito y, si quieren, inevitable. La afirmación “la llegada de los agentes patógenos con los españoles a América contribuyó a la extensión de enfermedades que acabaron con la vida de poblaciones indígenas” se sostiene en el trivial enunciado contrafáctico “de no haber llegado los españoles no se habría extendido la enfermedad”. Cuando se dice –más o menos con Max Weber– que “el protestantismo está en el origen del capitalismo”, a la vez se está afirmando que “en ausencia del protestantismo, muy probablemente, no habría aparecido el capitalismo”. De alguna manera, lo que no sucedió se utiliza como herramienta para entender lo que sucedió. Nada, o poco, que objetar en esos casos. Pero otra cosa es conjeturar historias fantásticas que, como consecuencia de la contaminación, del ruido, no llegaron a puerto y que, de no haberse frustrado, habrían conducido al mejor mundo posible. Pienso en sintagmas como “la burguesía no supo reaccionar”, “la ausencia de élites competentes impidió”, “al no existir una economía capitalista frenó” o “la precipitación de los sindicatos se tradujo”.
Con todo, el mal uso de los contrafácticos –objeto de sesudas reflexiones entre filósofos de la ciencia– y de los sintagmas imposibles constituye un problema menor comparado con otros desvaríos más serios y mucho más comunes: generalizaciones desmedidas a partir de informaciones limitadas; estadísticas de dudosa calidad; interpretaciones completamente arbitrarias de las observaciones; conceptos ubicuos, importantes en las explicaciones, que nunca se acaban de precisar, con significados mudadizos o simplemente vacíos (“identidad”, “pueblo”), atribuciones imposibles (“España no quería”, “la burguesía pensó”, “Cataluña reaccionó”, “agresión a la dignidad nacional”). Y, naturalmente, los esencialismos, imprescindibles en toda historiografía nacionalista, siempre dispuesta a establecer continuidades imposibles a lo largo de los siglos (entre la Cataluña de 1714 y la actual; entre la España del xvi y la de ahora), como si no hubieran existido mil trasiegos de gentes de aquí para allá, como si los actuales catalanes tuvieran algo que ver con los de hace trescientos años, cuando ninguno de nosotros sería capaz de mantener con su “compatriota” de entonces una conversación inteligible sobre cualquiera de los asuntos que ahora le entretienen en sus tratos diarios con personas que viven en la otra parte del mundo: la liga de fútbol, los derechos humanos, Facebook, la velocidad de la luz, etc. Cuando se cultiva ese género, con naturalidad, es normal acabar recalando en el paisaje ontológico que sostiene el relato nacionalista de un ancestral “conflicto territorial” necesitado de “soluciones”; relato que hemos dado por bueno en nuestro debate político, una suerte de “sentido común” que se da por supuesto y, por tanto, no se discute: un enfrentamiento entre entes esenciales (España y Cataluña) a los que se atribuyen intenciones, aspiraciones, voluntad y, sobre todo, identidad colectiva. El mismo sustrato que sostiene esa farfolla tan peligrosa como vacua de “España odia a Cataluña” o –la mejor intencionada, pero no menos imbécil– “España ha de resultar atractiva para Cataluña”.
Y luego están las inferencias, la relación entre premisas y conclusiones, que tampoco anda sobrada de pulcritud. Basta con ver el alegre uso que se hace del sintagma “demostrar”. Una inscripción de dudosa relevancia o unas líneas en una anotación parroquial “demostrarían” no sé qué verdades históricas sobre los orígenes ancestrales de una lengua o una nación. Una alegría inferencial que muestra que no solo flaquean los datos y los conceptos, sino también la lógica. La predicación “demostrado” hay que manejarla con la cautela de la nitroglicerina. Sobre todo, en historia. Los “hechos” (en rigor, las observaciones), los materiales de la historia, no demuestran nada; si acaso, ayudan a refutar, a descartar afirmaciones del tipo: “siempre que A entonces B”; o lo que es lo mismo a decir que “no es el caso que X”, o “se ha demostrado falsa la generalización X”. Y eso, incluso con mil reservas, como bien aprendió el Popper maduro, y a sabiendas de que, en teoría social, resultan múltiples las interferencias de los procesos causales (el ruido). Las observaciones empíricas, a lo sumo, muestran. “Demostrar” es cosa seria que requiere una inferencia deductiva, una específica relación entre premisas y una conclusión: no puede ser en ningún caso que siendo las premisas verdaderas sea falsa la conclusión. Se puede demostrar el teorema de Pitágoras o que los tres ángulos de un triángulo miden 180 grados. Y eso a partir de los axiomas de la geometría de Euclides. Y sí, algunas cosas más, pero pocas –aunque algunas– de las que ocupan a los historiadores.
En defensa del advenedizo
Habría mucho más, pero ya es bastante –y seguramente demasiado– para lo que quería argumentar en defensa de un derecho a la intromisión: en todas partes cuecen habas y, en consecuencia, no es mala cosa atender a las razones de todos, antes de ponernos estupendos invocando un inexistente saber científico inaccesible a los profanos. Y de paso, por el mismo precio, recordar algunas cosas que me importan más: las torpezas explicativas de cierta historiografía y los groseros procedimientos del nacionalismo cuando desembarca en los terrenos de la historia. Genuinos problemas de método, si se quiere, que complican el extendido autobombo gremial a cuenta del método científico. Y que, en fin, invitan a una mejor disposición hacia unos aficionados sobre todo si se tiene en cuenta que, en muchos casos, se empeñan en quehaceres que les cuesta dinero y, a veces, ostracismos. Aunque, sospecho, tampoco habré convencido a nadie. Ya hace tiempo que abandoné toda esperanza de encontrar finura metodológica cuando me adentré en la barahúnda conceptual de la historiografía nacionalista. No hay modo de persuadir porque tampoco hay ganas de corregir, sencillamente. Una pesimista conclusión que no encuentra sus avales en la teoría de la ciencia, sino en la economía. Conozco bien los efectos perversos de los sistemas de incentivos en la academia. En pocos lugares se satisface con más exactitud el deprimente axioma establecido por Upton Sinclair, “resulta difícil conseguir que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda”. Basta con ver las reacciones ante la peste woke: ninguna. Una vertiginosa espiral del silencio. O peor, bajar la cabeza y señalar a los colegas, que de eso también hay estudios que muestran que estamos peor que cuando el macartismo.
En el mundo de la historia nacionalista, el silencio de asuntos y el silenciamiento de los discrepantes resultan prácticas habituales. Comúnmente por asfixia, por ausencia de oportunidades. Los disciplinados patriotas, por el contrario, no andan faltos de medios. Coinciden las condiciones perfectas: la mejor disposición ideológica en los oferentes de fábulas y la abundancia de dinero en los demandantes, los políticos compradores. De esto último no hay duda alguna: no han faltado los recursos, sobre todo públicos, porque no faltan políticos interesados en recrear identidades propias, comunidades históricas y naciones eternas. No hay mercancía más fácil de colocar que el mensaje “tú eres especial”, esto es, mejor. Como nos enseñó Jordi Pujol, se trata, al fin, de fer país. Para sostener que “una nación justifica un Estado” se requiere, en primer lugar, construir la nación, y no hay nación sin mitología ancestral. Algo en lo que los historiadores tienen experiencia y oficio. Si había dinero público, allí acudían como moscas a la miel. Normal. Muchos humanistas, académicos o de tropa, que siempre andan escasos de medios y con nulo precio de mercado, han buscado –y encontrado– un maná en las renacidas naciones. Una vez abierta la ventanilla de nation builders, en la fila se apelotonaron, fundamentalmente, historiadores, seguidos muy de cerca por filólogos, como tiempo atrás otros acudían a medir cráneos. Unos ofrecían ancestrales instituciones y otros, lenguas primigenias. Solo tenían que ocuparse de tramitar las premisas necesarias para conclusiones predeterminadas administrativamente, los materiales con los que urdir el cuento de imperecederas luchas entre graníticos pueblos, impermeables al trasiego y al mestizaje de las gentes, esto es, al estado natural de nuestra especie. Con el tiempo han ido ampliando el repertorio de los productos, entre ellos, las memorias históricas, tan lucrativas, con sus no menos delirantes continuidades ideológicas que se confunden con las genéticas: ya saben, cualquier “facha” de los de hoy tiene un abuelo facha en su genealogía. Y así, en menos de lo que se tarda en contarlo, hemos visto a no pocos académicos, con la misma alegría –e imprecisión analítica– con la que en otro tiempo hablaban de (la precisa) lucha de clases, hablarnos ahora de (vaporosas) opresiones nacionales legadas de padres a hijos.
El mal, obviamente, no está en la disciplina. Honor a los decentes. Porque ha habido excepciones. En unos sitios más que otros. En Cataluña, muy pocas. Allí se juntaron el hambre y las ganas de comer: la meditada ingeniería social de Pujol y una consolidada tradición historiográfica nacionalista, bien presente en la universidades catalanas desde los tiempos de Franco. A quienes estaban por otras cosas, no les quedó más que elegir entre el ostracismo, un futuro académico lejos de Cataluña o proyectos de investigación sobre asuntos que no socavaran el cuento, lo que no es cosa sencilla cuando anda de por medio una ideología dispuesta a encontrar el origen de la identidad nacional instantes después del big bang, entre el helio y el hidrógeno. Sobre ese contraste, resalta más lo sucedido en el País Vasco. Por razones dignas de investigación, muchos historiadores vascos –los mejores– se resistieron a participar del festín, confirmando una vez más que, cuando las cosas se ponen difíciles, el bien y la verdad van de la mano.
Formara parte del plan o fuera un subproducto, el resultado ha sido que las investigaciones ingratas al relato oficial que, por ejemplo, recordasen el sustrato racista del nacionalismo catalán, sus negocios (proteccionistas) tan costosos para el desarrollo de la economía española, sus deslealtades con la República o la turbia –y delictiva– vida de sus héroes políticos han quedado casi siempre orilladas de las editoriales nobles y al margen de los proyectos de investigación de la academia. Con cínico recochineo, utilizando sus privilegios como argumentos, los miembros del club de las almendritas saladas han recordado a los excluidos un día sí y otro también que ellos no eran “historiadores profesionales”. Con el tiempo, el hecho se mudaría en valoración: se les reprochaba que no formaban parte de una hermandad que ni contemplaba la posibilidad de admitirlos. Como no eran científicos, se venía a decir, para qué molestarnos en discutir sus opiniones: “nosotros a lo nuestro, allanar el camino al proyecto nacional”. En eso están. Y van ganando. La mejor muestra de la confirmación del éxito de su empresa es Sílvia Orriols, la líder de Aliança Catalana, un partido que, aunque se limita a presentarse como independentista, contrario a la inmigración y defensor de unos supuestos valores catalanes –que, a su juicio, son los valores de Occidente–, no queda mal descrito si se califica como xenófobo y racista. Vamos, lo de Jordi Pujol, quien, en 2004, con 74 años, y media vida con mando en plaza en la España democrática, escribía: “(El mestizaje) será el fin de Cataluña […]. Para Cataluña es una cuestión de ser o no ser. A un vaso se le tira sal y la disuelve; se le tira un poco más, y también la disuelve, pero llega un momento en que ya no la disuelve.” Él repartía el dinero. ~
filósofo