La mujer mosaico: El expediente de una madre

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András Forgách

El expediente de mi madre

Traducción de Teresa Ruiz Rosas

Barcelona, Anagrama, 2019, 378 pp.

En 2007, András Forgách (Budapest, 1952) escribió unas memorias familiares a partir de dos paquetes de cartas que heredó. El primero contenía correspondencia entre sus padres; el segundo, las misivas que su abuela materna escribió desde Israel a su madre, exiliada voluntaria en la Hungría comunista. Pocos años después, Forgách tuvo que afrontar que ese texto de setecientas páginas que había escrito estaba basado en una mentira: en 2013, un conocido de la infancia le comunicó que había encontrado documentación oficial que revelaba que su madre (nacida en Palestina) había sido colaboradora del régimen comunista húngaro. También su padre (judío nacido en Hungría y emigrado a Palestina para evitar el exterminio nazi). Incluso había utilizado al propio András como anzuelo para espiar a los jóvenes disidentes, sobre todo al poeta György Petri. Y llegó a sugerir que también él sería un buen colaborador.

De la lectura de esa documentación nace El expediente de mi madre, un híbrido que combina la ficcionalización de una realidad no siempre conocida en primera persona, la transcripción de informes de los servicios secretos, poemas y cartas. Probablemente Forgách ha necesitado echar mano de todos esos recursos para trasladar al papel la conmoción que le supuso conocer la verdad sobre su familia, pero lo cierto es que para el lector supone una dificultad añadida, pues no resulta sencillo reconstruir el hilo temporal de lo que se cuenta. Es necesaria una lectura atenta que implica colocar y unir piezas, a veces bregar con tediosos informes. Seguramente algo parecido tuvo que hacer el autor cuando se enfrentó a los dosieres sobre su madre, con la salvedad de que él no contaba con la distancia emocional imprescindible para poder digerir esta historia de contradicciones, disfraces e imposturas.

Forgách retrata a Bruria, su madre, instalada en una permanente doblez, atrapada entre una entrega desmedida al cuidado de su familia y su ciega fidelidad al comunismo. “Era de naturaleza alegre, pero a cada instante se miraba a sí misma y sabía que mentía.” Ella misma escribió: “He negado mi depresión. Está claro que debería haberme desnudado y revelado mi estado y vociferado de tal modo que ‘la depresión de la madre y su causa’ les hubiera desgarrado un trocito del alma a mis pobres hijos. ¿Entonces aquella ‘sinceridad’ hubiera traído al mundo hijos más comprensivos? ¿Entonces se hubiera colmado el ansiado amor?” El ansiado amor, ¿pero de quién? Porque con su marido no se casó por amor.

Ese marido, otro comunista convencido, también trabajó para el régimen, bajo el alias de Pápai. Alias que heredará Bruria al recoger el testigo, pues él tendrá que abandonar su labor cuando “como una gran oscuridad se le nubló el cerebro”. Forgách afirma que su progenitor “no fue la primera persona inteligente en volverse tonta por sus creencias”. Su entrega a la causa acabó por enloquecerlo, haciéndole ver conspiraciones contra la Unión Soviética en cualquier detalle irrelevante, y luego también contra él mismo (esta vez con fundamento). Y lo convirtió en “un esqueleto de materia seca. Sus movimientos [eran] los de una araña que se hubiese caído patas arriba. […] Esa materia gimiente y temblorosa era su padre, ese hombre roto, […] miraba hacia ninguna parte con mirada aletargada y confundida, el pavor del desamparado en los ojos marrones como escarabajos. No hay palabra humana para el cuerpo cuya carne ha roído el miedo”.

Curiosamente, es el padre la figura más atractiva y divertida del libro, a pesar de la desgracia de ser uno de los pocos supervivientes del Holocausto en su familia. Un personaje desordenado y voluble que apaga la ansiedad entrando en pastelerías, que canta por la calle y que le cuenta a su hijo de diez años sus experiencias con prostitutas negras cuya depilación integral le imposibilitó hacer lo que había ido a hacer al burdel o que uno de los testículos está siempre ligeramente más frío porque es el que almacena el esperma.

El Sr. y la Sra. Pápai vivieron por y para el régimen, porque “el comunismo alcanzaría a toda la humanidad”. Eran judíos antisionistas (el sionismo, esa “sarta de alharacas nacionalistas”). No eran húngaros del todo, pero tampoco israelíes de verdad. Cuando se trasladaron a Budapest desde Palestina en 1947, los acusaron de traidores, aunque Bruria no podía estar más enamorada de su tierra, a pesar de no estar de acuerdo con su política de colonización. Ya en Hungría, le abren un parte disciplinario por hablar en inglés y hebreo. Mezclaba los idiomas, entonando un “blues apátrida”. Probablemente por ese “estar entre dos altas traiciones, y sin una tierra ni la otra”, y por saber hebreo, a los servicios secretos no les vino nada mal que sustituyera a su marido. Aunque solo fuera “una pequeña tuerca, o la última ruedecilla de un miserable aparato opresor”. Su ceguera le hizo incluso comparar a Golda Meier con Rudolf Hess, en una absurda lógica del espejo. “Se encerró en su ideología, exactamente igual como se podía encerrar en la música”, pero no por ello dejó de ser una mujer generosa a la que todo el mundo quería.

¿Qué hacer cuando descubres que tu madre no era (solo) lo que creías? De repente se modifican “las leyes de la perspectiva y de la gravitación. […] Todo se vuelve sospechoso, principalmente la belleza, todo se vuelve vulgar”. Pero hay que hablar de ello. De hecho, Forgách ha dicho que, puesto que sigue encontrando documentación de la época, no descarta la necesidad de una reedición. Todo vale en su empeño por reconstruir a su madre, esa “mujer mosaico” que ya al borde de la muerte pareció que iba a confesar, pero se mantuvo fiel a su secreto. ~

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Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.


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