La sombra de Cajal en Martín-Santos, Baroja y Castilla del Pino

Santiago Ramón y Cajal fue durante mucho tiempo el gran referente de la cultura médica española. Su influencia y su preocupación por el estado de la ciencia en nuestro país se aprecian en la obra de los autores que le siguieron.
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“‘Ya no hay más.’ ¡Se acabaron los ratones! El retrato del hombre de la barba, frente a mí, que lo vio todo y que libró al pueblo ibero de su inferioridad nativa ante la ciencia, escrutador e inmóvil, presidiendo la falta de cobayas. Su sonrisa comprensiva y liberadora de la inferioridad explica –comprende– la falta de créditos. Pueblo pobre, pueblo pobre. ¿Quién podrá nunca aspirar otra vez al galardón nórdico, a la sonrisa del rey alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la península seca espera que fructifiquen los cerebros y los ríos?”.1

Esto escribía Luis Martín-Santos (1924-1964) en la primera página de su desgarradora novela Tiempo de silencio (1962). Como médico (psiquiatra), él debía conocer la situación de la investigación médica en la posguerra madrileña, finales de la década de 1940, los años de la autarquía, del gasógeno, de las cartillas de racionamiento y el mercado negro –“pueblo pobre, pueblo pobre”–, en la que se desarrolla la trama de la novela. Y el “hombre de la barba” era, claro, Santiago Ramón y Cajal, que habría comprendido bien la tristeza que inunda, irresistible, esta memorable obra. Porque Cajal conoció la falta de medios de la ciencia en España. Es fácil, por ejemplo, adivinar un punto de envidia, y de amargura, en una carta que escribió el 1 de enero de 1885 a uno de sus primeros discípulos, el jesuita Antonio Vicent Dolz, quien se encontraba en Lovaina para completar su formación con el citólogo Jean Baptiste Carnoy:

Mi querido P. Vicent, recibí la suya con gran contento. Yo quisiera también imitarle a V. pero las circunstancias me lo impiden, teniendo que resignarme a ver y seguir aunque de lejos el movimiento científico de la Alemania y de la Bélgica. ¡Quién tuviera esos magníficos objetivos [de microscopios] a que Flemming, Strassburger y Carnoy deben sus descubrimientos! ¡Quién pudiera poseer un Seibert 1/6 o un Zeiss 1/18! Aquí desgraciadamente las facultades no tienen material y, aunque yo me empeñara en pedir uno de esos objetivos, no me lo permitiría el decano por falta de fondos. Yo tengo que resignarme con un objetivo 8 de inmersión Verick y este gracias a que es de mi propiedad [se lo había comprado en 1877, con su propio dinero, siempre escaso], que por la Facultad no tendría más que un 5 o un 6 Nachet.2

En el imaginado mundo que dibujaba Martín-Santos habían pasado aproximadamente sesenta años desde que Cajal escribiera esa carta y todavía se refería en su novela a “los defectuosos microscópicos binoculares de que gozamos gracias al paso del viejo señor de la barba”. Pedro, el investigador protagonista de Tiempo de silencio, utilizaba “el binocular, a falta de electrónico, porque no hay créditos”. Hubo que esperar, esto ya es historia, no ficción novelada, a 1949 –el mismo año en que transcurre la acción de Tiempo de silencio– para que se instalase el primer microscopio electrónico en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el principal organismo de investigación existente entonces. Y para aprender a manejarlo, José García Santesmases, por entonces jefe de la sección de óptica electrónica del Instituto de Óptica del Consejo, tuvo que pasar seis meses en el Laboratorio Cavendish de Cambridge.

La presencia de Santiago Ramón y Cajal en Tiempo de silencio, una presencia que es como una sombra que aunque no se ve se siente omnipresente, no es en realidad sorprendente, pues “el hombre de la barba” continuaba siendo el gran referente en la cultura médica española –y en una parte de la no médica también– en tiempos de Martín-Santos, como lo fue no mucho antes. Recordaré en este sentido algo que Severo Ochoa, Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1959, manifestó en un ensayo autobiográfico. Refiriéndose al comienzo de sus estudios de medicina en Madrid, Ochoa escribía: “Los descubrimientos del gran neurohistólogo español Santiago Ramón y Cajal me habían impresionado y soñaba con tenerle como profesor de histología cuando entré en la Facultad después de un año previo de estudios. No puedo describir lo decepcionado y triste que me sentí cuando me di cuenta de que el septuagenario Cajal se había retirado de su cátedra a pesar de que continuaba investigando en el laboratorio que el Gobierno español le había proporcionado en Madrid.”3

Martín-Santos participó de esa admiración; de hecho, el ejercicio que presentó para optar al Premio Extraordinario de Licenciatura del curso 1945-46 se ocupaba de cuestiones cajalianas, como es la neurona, la célula unidad del entramado cerebral. Titulado “Fisiología de la célula nerviosa”, comenzaba con las siguientes palabras:

Sinapsis: Conceptos morfológicos y fisiología de la transmisión del estímulo.
El establecimiento del concepto de neurona, a partir de los transcendentales descubrimientos de Cajal, lleva en sí implícito el planteamiento del problema de la sinapsis.
La neurona, en efecto (con sus características de unidad morfológica, trófica y funcional) forma un todo cerrado, un sistema, aislado en el interior de una membrana que recubre hasta las más alejadas extremidades del cilindroeje.4

Otro médico, o mejor dicho, un hombre que cursó la carrera de medicina, en Madrid y Valencia, pero que no ejerció de médico, y que alcanzó la fama que aún no le ha abandonado como novelista, es Pío Baroja.

La sombra de Cajal también se proyectó sobre Baroja. Primero, porque don Santiago fue uno de los miembros del tribunal que juzgó su tesis de doctorado, que Baroja defendió el 27 de mayo de 1896. Se titulaba El Dolor. Estudio de psicofísica, y además de Cajal formaron parte del tribunal Alejandro San Martín, catedrático de patología quirúrgica, Arturo Redondo, profesor de patología, y José Gómez Ocaña, catedrático de fisiología.

En sus Memorias, Baroja se detuvo en numerosos detalles de sus estudios de medicina. Particularmente interesante es lo que decía de algunos de sus profesores en la madrileña Facultad de San Carlos. De José Letamendi, a quien tuvo como profesor, decía:

Letamendi, cuando yo le conocí, era un señor flaco, bajito escuálido, con melenas grises y barba cuadrada y blanca. Tenía cierto tipo de aguilucho: la nariz, corva; los ojos, hundidos y brillantes. Se veía en él un hombre que se había hecho una cabeza, como dicen los franceses. Vestía siempre levita entallada. Llevaba sombrero de copa de alas planas, de esos sombreros clásicos de los antiguos y melenudos profesores de la Sorbona, y bastón.
En San Carlos corría como una verdad indiscutible que Letamendi era un genio, uno de esos hombres águilas que se adelantan a su tiempo. Todo el mundo le encontraba abstruso, porque hablaba y escribía con gran énfasis un lenguaje medio filosófico, medio literario.5

Ese último párrafo, por cierto, aparecía exactamente igual en el capítulo vii de la “Primera parte” de uno de sus libros más emblemáticos, El árbol de la ciencia (1911), en el que el protagonista es un médico, Andrés Hurtado, que compartía con Baroja no pocas características e ideas; por ejemplo, como él “se fue a Madrid; se examinó de las asignaturas del doctorado, y leyó la tesis que había escrito en Valencia.” (capítulo v de la “Tercera parte”).

De Cajal decía poco, y en lo que escribió allí no faltó Letamendi:

Yo leí los Recuerdos de mi vida [de Cajal] y le escribí diciéndole que no comprendía que, seriamente, pudiera elogiar a Letamendi, que era un retórico, un hombre aparatoso, de ingenio de círculo o de ateneo, y del cual no ha quedado absolutamente nada en la ciencia.
Cajal era, en gran parte, la antítesis de Letamendi.

Pero la admiración que Baroja sentía por Cajal científico no se extendía al Cajal literato, que algo de eso fue pues escribió varias obras literarias y ensayísticas, textos como Reglas y consejos sobre investigación científica, su discurso de entrada en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (1897), reelaborado y ampliado posteriormente, Cuentos de vacaciones (Narraciones pseudo-científicas) (1905), Charlas de café (1921), El mundo visto a los ochenta años (Impresiones de un arterioesclerótico) (1934), más su autobiografía, Recuerdos de mi vida, que se publicó en dos partes, un tomo primero, Mi infancia y juventud (1901), cuya segunda edición (1917) estuvo acompañada de una segunda parte, Historia de mi labor científica. Y numerosos artículos. Sobre la capacidad literario-intelectual de Cajal, y refiriéndose a Reglas y consejos sobre investigación científica, en uno de sus libros, Juventud, egolatría (1917), Baroja decía lo siguiente:

En un libro de consejos a los investigadores de Ramón y Cajal, libro de una tartufería desagradable, este histólogo, que como pensador siempre ha sido de una mediocridad absoluta, habla de cómo debe ser el joven sabio, lo mismo que la Constitución de 1812 hablaba de cómo debía ser el ciudadano español.6

Entre las cartas que se conservan de Cajal hay una durísima, que apareció en su escritorio y que nunca llegó a enviar. Su destinatario era Baroja. No está datada, pero por su contenido es evidente que debió escribirla poco después de leer el anterior comentario de don Pío:

Usted no me puede juzgar porque no me ha leído.

Es como juzgar a Sócrates por tocar la flauta o a Catón por haber estudiado y aprendido de viejo el griego.

Usted no ve el espíritu de los libros. Critica usted a Juan Jacobo [Rousseau] sin fijarse que su título de gloria no es el Diccionario musical, ni el Emilio, ni siquiera el Contrato social –peligroso y lleno de inepcias– sino Julia, donde se revela un escritor admirable de exquisita sensibilidad y con un sentimiento de la naturaleza que los románticos imitaron después.

Usted no ve que los libros de Plutarco tienen un sabor pedagógico (imitación de los héroes), mientras que Diógenes Laercio es un erudito, ramplón de estilo y que solo habló en los testamentos en contra de las debilidades de los astrónomos. En realidad para conocer a Epicuro hay que leer el poema de Lucrecio. El resumen de Laercio es oscuro y deshilvanado. Tampoco ha comprendido Usted a Tácito ni a Suetonio. Llama Vd. tartufismo a exponer reglas y consejos para la juventud, que ha merecido el aplauso (siete ediciones), y hacerlo como es razón, en estilo llano y comprensible.

¡Que no me revelo como pensador! ¿Para qué? Primero, sé más que nadie que no lo soy, y además, para estimular la voluntad de la juventud estudiosa (pues a ella se dirige este libro) ¿qué falta me hace a mí mostrarme filósofo? Fuera pedante e incongruente. ¿Es que se enfada porque no revelé yo allí ideas disolventes?

¡Pero hombre de Dios! ¿Cuándo ha visto Vd. que eso se pueda hacer en un discurso académico y ante compañeros, todos o casi todos fervientes católicos?

De proceder como usted desea, el discurso no se habría escrito, o me lo habrían devuelto, y la causa del nacionalismo nada habría ganado.

Usted no es español. Con un cinismo repugnante trató Vd. de eludir el servicio militar, mientras los demás nos batíamos en Cataluña, fuimos a Cuba, enfermamos en la manigua, caímos en la caquexia palúdica y fuimos repatriados por inutilizados en campaña, y luego, enfermos, tratamos de estudiar y trabajar para enaltecer a la Patria, no con noveluchas burdas, locales, encomiadoras de condotieros y conspiradores vascos, sino luchando con la ciencia extranjera a brazo partido.
Si yo fuera Gobierno, a los malos españoles como Vd. que cifran su orgullo y tiene a fruición despreciar los prestigios de la raza española, los condenaría a pena de azotes, y después a una desecación lenta pero continua, en Costa de Oro. Creo que así nos dejarían en paz.

Y ahora vuelvo a Luis Martín-Santos y lo que este pensaba sobre Baroja. Para ello, citaré en primer lugar algo que escribió Carlos Castilla del Pino, gran amigo de Martin-Santos:

Una influencia muy importante en Luis Martín-Santos es Baroja. Le seduce al mismo tiempo que reconoce la gran limitación de Baroja, no tanto como novelista sino como intelectual. Sin embargo, reconoce también la gran capacidad descriptiva de Baroja. Baroja, lo comentábamos los dos, era como una esponja porque realmente su retina, como la máquina fotográfica del señor Catalá, captó la realidad de una manera verdaderamente lúcida. En otros aspectos, don Pío Baroja dejaba ya mucho que desear. […] Sin embargo, como novelista lo apreciábamos los dos, y Luis desde luego mucho, hasta el punto de que la novela Tiempo de silencio el mundo que describe es un mundo absolutamente barojiano, que a lo que más se asemeja es al mundo de La busca, de La mala hierba, de Aurora roja, ese mundo sórdido, ese Madrid periférico, de chabolas. De traperos, etc. El mundo de Martín-Santos es, en este sentido, muy barojiano, no así el de Tiempo de destrucción7

El Madrid de Tiempo de silencio es, efectivamente y aunque ya era el de 1949, muy barojiano: sucio, de pensiones en casas oscuras, de serenos con chuzos, que lo sabían todo pero que querían aparentar que no sabían nada… si se les daba una buena propina; un mundo frecuentado por maleantes que persiguen inocentes a los que timar; el Madrid de la plaza de Atocha inundada por el olor a bocadillos de calamares y a carbonilla de los trenes que llegaban a su estación; de la calle de Embajadores trufada de otro olor, uno que yo odiaba cuando subía desde mi Instituto, el Cervantes, hacia la plaza de Cascorro, la del Rastro, el olor de las mollejas, carne de casquería que, sin embargo, tenía abundante clientela en un bar que había allí. Un Madrid en el que al ir bajando por la cuesta de Atocha, escribía Martín-Santos en Tiempo de silencio, sobre algunas farmacias “cubriendo los viejos balcones de hierro de época anterior a la subida de precio de la fundición, se extendían largos y anchos carteles blancos con letras grandes como zapatillas en las que se leía: Fimosis, Sífilis, Venéreo, Consultorio económico”. Un Madrid sórdido, sí, como decía Castilla del Pino, que también lo conoció bien. Y limitado por extrarradios, bien descritos en La busca (capítulo primero de la segunda parte), una de las novelas de la trilogía La lucha por la vida, que citaba Castilla:

El madrileño que alguna vez, por casualidad, se encuentra en los barrios pobres próximos al Manzanares, hallase sorprendido ante el espectáculo de miseria y sordidez, de tristeza e incultura que ofrecen las afueras de Madrid con sus rondas miserables, llenas de polvo en verano y de lodo en invierno. La corte es ciudad de contrastes; presenta luz fuerte al lado de sombra oscura; vida refinada, casi europea, en centro; vida africana, de aduar, en los suburbios.

En uno de esos extrarradios buscó Pedro los ratones para sus investigaciones –volveré a esto más adelante–, pero lo que encontró finalmente fue su desgracia.

En La busca, como en El árbol de la ciencia, o en Tiempo de silencio, las pensiones, las casas de huéspedes desempeñan un papel central. Son el refugio de todo tipo de menesterosos, de quienes poco, o casi nada, tienen, y también de aquellos que las consideran como un paso hacia niveles sociales más elevados. Tanto Baroja como Martín-Santos no dejaban de prestar atención a las patronas. La de La busca, doña Casiana, “bajó desde las alturas de la comandancia (su marido había sido comandante de Carabineros) hasta las miserias del patronato de huéspedes, resignada, con la sonrisa del estoicismo en los labios. […] sabía lo que es la resignación, y no tenía en esta vida más consuelos que unos cuantos tomos de novelas por entregas, dos o tres folletines y un líquido turbio fabricado misteriosamente por ella misma con agua azucarada y alcohol”.

No muy diferente es la pensión en la que Pedro vive, o mejor, se refugia. Regentada por doña Dora, también viuda de un militar que “cayó definitivamente a manos de los moros”, pero que antes había estado en la campaña de Filipinas, de donde regresó “inútil para la fecundación” porque, dice doña Dora, “era muy hombre y que no podía retenerse tuvo que ver con una tagala convencido de que era jovencita pura y de que estaba limpia, pero le tuvo que pegar la infección la muy sucia”. Pero para consuelo de doña Dora, “me había hecho mi niña ya antes de ir a las islas”. Y, viuda sin medios, tuvo que terminar poniendo una casa de huéspedes: “Además de las trescientas veinticinco con cincuenta y de mi niña y de las posibilidades de mi nieta y de los cachivaches filipinos y de los mantones y cuatro sillas de caoba maciza del comedor y de un armario ropero grande con luna y de la cama de matrimonio alta estilo imperio, mi marido no dejó nada, así que tuvimos que poner pensión aprovechando el haber tomado un piso grande que estaba vacío y con renta baja y en buen sitio, en una bocacalle de Progreso, que aunque cerca de algunas casas malas, no lo estaba tanto como para ser confundidas y en cambio, podía animar a algunos caballeros a venir a vivir a nuestra casa.”

“Pueblo pobre, pueblo pobre.”

Martín-Santos también vivió en una pensión, situada en la calle Barquillo, aunque esta “estupenda”, según Castilla del Pino –la regentaban unos familiares–, cuando se conocieron en octubre de 1947.8 Y lo mismo sucedió con Castilla del Pino, que cuando llegó a Madrid en 1940 para estudiar medicina se hospedó en una pensión. Se refirió a ella en unos magníficos pasajes de Pretérito imperfecto, la primera parte de su autobiografía, que también sirven para hacerse idea del Madrid de entonces:

Con mis dos maletas descansando de vez en cuando, preguntando a unos y a otros, subí por la calle de Atocha, bajé por Carretas y llegué a la Puerta del Sol. Un guardia municipal me indicó cómo seguir: Montera arriba hasta alcanzar la Gran Vía, y, en lo que se llamaba la Red de San Luis, que preguntara de nuevo. Crucé Gran Vía y, pasada la Telefónica, apenas me interné por Valverde, me paró un guardia. Con tono autoritario me preguntó qué llevaba en las maletas. Le dije que ropa y algunos libros, que venía a estudiar a Madrid. Me dejó seguir, pero tuve miedo porque me sentí culpable: si preguntaban por mis maletas, es porque debía de parecer sospechoso y entonces, aunque fuera una confusión, podía pasar lo peor.9

Después de la calle Valverde, Castilla del Pino pasó por Desengaño, la no muy recomendable Ballesta, hasta llegar a la calle de la Puebla, donde tenía reservada habitación en la conocida en el barrio como “la pensión de la Eufemia”. Era “un Madrid considerablemente distinto al de la Gran Vía, a cien metros el uno del otro; un Madrid de pueblo, de mujeres en bata en la puerta de la calle, de charla, algunos puestos de aceitunas y verduras ajadas en la conjunción de la calle del Pez”.

Santiago Ramón y Cajal también conoció aquel Madrid. El entorno de Atocha fue el centro de gran parte de su vida y actividad científica: durante casi treinta años su lugar de investigación fue el denominado Instituto de Investigaciones Biológicas, creado para él en 1901 y ubicado en el Museo de Etnología (luego Nacional de Antropología) del doctor Velasco, en el Paseo de la Infanta Isabel, justo enfrente de la estación de Atocha (ocupaba el ala meridional del segundo piso y una parte del tercero); alejada pocos metros de este museo, en la calle Alfonso XII construyó en 1911 una casa, un palacete de tres pisos, con el dinero que recibió cuando ganó el Premio Nobel en 1906 (antes había vivido en la calle del Príncipe esquina a Huertas y también en la calle de Atocha, donde estaba situada la Facultad de Medicina, en la que enseñaba), y en el cercano cerro de San Blas, al lado del Observatorio Astronómico se construyó –las obras comenzaron en 1922– el Instituto Cajal, aunque el maestro, ya octogenario, nunca llegó a trabajar en él, entre otras razones porque las obras finalizaron en 1933, el año anterior al fallecimiento de don Santiago.

En sus Recuerdos (capítulo X, segunda parte) Cajal dejó constancia de algunos de los peligros que acechaban en la capital:

Madrid es ciudad peligrosísima para el provinciano laborioso y ávido de ensanchar los horizontes de su inteligencia. La facilidad y agrado del trato social, la abundancia de talento, el atractivo de las sociedades, cenáculos y tertulias, donde ofician de continuo los grandes prestigios de la política, de la literatura y del arte; los variados espectáculos teatrales y otras mil distracciones seducen y cautivan al forastero, que se encuentra de repente como desimantado y aturdido. […] Además, el instrumento cerebral, forjado durante muchos años de soledad y recogimiento, se desdiferencia y embota cual herramienta mordida por el orín: la especial mentalidad, traída del rincón provinciano, va poco a poco igualándose con la mentalidad de todo el mundo. Los callos se pierden y las manos se enguantan. Y el tiempo se va en admirar e imitar.

El Pedro de Tiempo de silencio sufrió, o mejor, cayó en las tentaciones del atractivo trato social de un nivel superior al de sus limitadas posibilidades. En la novela de Martín-Santos ese peligro lo ejemplifica su amigo Matías, aunque su desgracia final no provino de él.

Aunque Martín-Santos apreciaba la literatura de Baroja, ponía límites a ella. En una conferencia, “Baroja-Unamuno”, que pronunció en 1961 en un pequeño grupo de intelectuales vascos que se reunían en caseríos guipuzcoanos, autodenominados Academia Errante, Martín-Santos explicó lo que opinaba de Baroja:

Tanto Unamuno como Baroja rechazan duramente la realidad española, y ambos coinciden, también, en el hecho de su gran confusión mental en cuanto a los posibles remedios para mejorarla. Unamuno quería resolver el problema de la realidad, que no acepta, negándola simplemente y retirándose a la interioridad de su problema religioso. Baroja se enfrenta con la realidad con un pesimismo resignado, pensando que el país no tiene arreglo y en ciertos momentos recurre a unas ideas de estirpe más o menos nietzscheana, a un cierto anarquismo vago. En ningún momento llegan a sentir la posibilidad de que haya un remedio para esa realidad desoladora. Ambos están unidos por su falta de compromiso político concreto. […] Lo que hay de común entre Baroja y Unamuno es lo que unifica a toda la generación a la que pertenecen: estos factores de individualismo, de agresividad, de crítica de la realidad, de falta de soluciones concretas, de sensibilidad al paisaje y de idealización de unos hechos que en sí son desagradables, de esa España negra de secano que les ha fascinado por una extraña operación espiritual, quizá de resignación a lo inevitable.10

“Falta de compromiso político” era anatema para el muy consciente y activo en la lucha contra el régimen franquista. Militante del Partido Socialista Obrera Español –en 1958 participó en el VII Congreso del PSOE celebrado en Toulouse (14-17 de agosto)–, fue arrestado varias veces, la primera en 1956, la última en 1962. A propósito de una de esas detenciones, el 15 de noviembre de 1958, Miguel Sánchez-Mazas escribía desde Ginebra (membrete “Agrupación Socialista Universitaria de España. Delegación del Exterior”) a Luis Araquistáin, instalado también en Ginebra:

Mi distinguido amigo:

Dos letras nada más, porque, dentro del golpe terrible que representa el suceso (especialmente para quienes somos amigos de los protagonistas y dentro del trabajo que enseguida nos exige, creo que es conveniente completarle de modo conciso la información dada por la escasa prensa que ha recogido la noticia de Associated Press, sobre las nuevas detenciones. Le envío los recortes correspondientes, pero añada V., además, los siguientes nombres de detenidos en San Sebastián, que me acaban de comunicar como seguros hasta ahora

Doctor Luis Martín Santos, Director de la Clínica Psiquiátrica más importante de San Sebastián, en Eguía, e hijo de un alto cargo de Sanidad.

Doctor Vicente Urcola, psiquiatra de talento también, y discípulo, como el otro, de López Ibor.

D. Joaquín Pradera, tío de Javier Pradera encarcelado en enero (cuñado mío) y del Víctor Pradera diplomático en Bangkok (compañero nuestro).

Los dos primeros eran socialistas, trabajaban muy bien y con un gran valor, y llevaban casi dos años de enlaces nuestros en el interior, habían hecho una gran campaña socialista entre los médicos jóvenes y con su encarcelamiento perdemos un eslabón inapreciable.11

La detención en cuestión se llevó a cabo el 13 de noviembre, junto a Urcola y Pradera. Estuvo incomunicado quince días en la Dirección General de Seguridad, tras los cuales ingresó en la cárcel de Carabanchel, de la que salió en 3 de marzo de 1959, en prisión atenuada.

El compromiso político de Martín-Santos tuvo paralelo en quien fue un gran amigo suyo, destacado intelectual, también médico, psiquiatra como él, y admirador de Cajal: Carlos Castilla del Pino. En la segunda parte de sus memorias, Casa del Olivo, Castilla del Pino rememoró su relación con Martín-Santos, con el que coincidió por primera vez en 1948 cuando este comenzó a frecuentar el servicio de psiquiatría que dirigía López Ibor. Una de sus referencias de Castilla a Martín-Santos fue cuando se enteró de su actividad política clandestina:

Otro hecho relevante para mí fue la detención de Luis Martín Santos. Me enteré por Radio París, en una emisión para España que hacía un cura, el padre Olano (no estoy seguro de su nombre) y que oíamos todas las noches. Para mí fue una sorpresa. No tenía la menor idea –y nos escribíamos con frecuencia y nos veíamos en las reuniones de las diferentes asociaciones psiquiátricas– no ya de que tuviera alguna actividad, sino siquiera “inquietudes” políticas. Tampoco él sabía nada de las mías. Esto era lo habitual en la España del “tiempo de silencio” que pesaba sobre toda relación interpersonal.12

Entre las características más odiosas, que más carcomen a una sociedad es el “tiempo de silencio político”.

Dije antes que Castilla del Pino admiraba a Cajal; de hecho, en su caso, la “sombra” del maestro la sintió muy pronto, hacia 1933, cuando era un estudiante de bachillerato:

Aunque mi afición a la medicina se venía gestando desde unos años antes, se decidió definitivamente a partir de la figura ideal de Cajal. Leí, además de su biografía, las Reglas y Consejos para la investigación científica. El que allí dijera Cajal que un laboratorio de histología podía tenerse en casa sin problema y que podía llevarse a cabo con unas mil quinientas pesetas, me llenó de entusiasmo y esperanza. Fue muy triste para mí tener que marchar de nuevo al colegio y, en consecuencia, aplazar la realización del proyecto.13

Cuando llegó a Madrid, Castilla del Pino sabía, por supuesto, que hacía mucho que Cajal había fallecido, pero no esperaba encontrarse con que muchos de los profesores de los que le había hablado su maestro en San Roque estuvieran depurados o exiliados. “Mi gran decepción –recordó en la primera parte de su autobiografía– fue comprobar que muchos de ellos no figuraban ya en la facultad. Ara, de anatomía, en la Argentina; Negrín, por supuesto, exiliado y despojado de la cátedra y sustituido por Corral, ignorante hasta un grado inconcebible; Tello, despojado de la cátedra, de la dirección del Cajal y reducido a la miseria.”14 Y continuaba con más ejemplos.

Como triste consuelo, visitó los lugares cajalianos:

Los conocía gracias a los artículos de periódico en los que se hacía referencia a Cajal, o por las descripciones de antiguos discípulos. Fui al final de la calle Alfonso XII a ver la casa que él mismo se hizo construir; subí luego por el cerro de San Blas y, tras dejar a la izquierda la Escuela de Ingenieros de Caminos y a la derecha el Observatorio Astronómico, me encontré con el Instituto Cajal, solitario, sin apenas señales de actividad. Descubrí la Cuesta de Moyano, donde había una auténtica mina de libros usados, de colecciones de revistas científicas vendidas al peso y que se podían comprar muy baratos.15

Ochenta años después, fueron libros que había leído y anotado Cajal y que se conservaban en la casa de Alfonso XII que mencionaba Castilla del Pino los que, despreciados después de que descendientes suyos vendieran el que fue su hogar, se pudieron comprar baratos, esta vez no en la Cuesta de Moyano, sino en el Rastro.

Vuelvo a Tiempo de silencio. Para proseguir sus investigaciones, Pedro, que estudiaba el cáncer, necesitaba ratones de una cepa cancerosa especial, una que se podía comprar en un Instituto de Illinois. Se habían adquirido algunos, pero ya no quedaban más, ni tampoco divisas del Instituto de la Moneda para adquirir otros. Y así Pedro, orientado por su ayudante, Amadeo, tuvo que recurrir a un tal Muecas –en realidad, explicaba Martín-Santos, Pablo González, pero “a quien sus compañeros de escuela unitaria, en lejano pueblo toledano, llamaron hace años Muecas, a causa de los incontenibles tics que como residuo le dejara la corea”– en cuya chabola tenía los tan ansiados ratones, que mantenía con una dieta por él inventada. Cutre España, cutre ciencia.

También esto me recuerda a Cajal, al Santiago joven que con su padre, lo recordó en sus memorias, “asaltaron las tapias del solitario camposanto”, y “en una hondonada del terreno vieron asomar, en confusión revuelta, medio enterradas en la hierba, varias osamentas procedentes sin duda de exhumaciones o desahucio en masa que, de vez en cuando, so pretexto de escasez de espacio, imponen los vivos a los muertos”. Con esos despojos de hombres y mujeres fue aprendiendo anatomía. Más adelante, cuando lo que estudiaba no eran huesos sino tejidos y buscaba material para sus trabajos, recurrió a la Inclusa y Casa de Maternidad, “dominios donde, por razones obvias, la tiranía de la ley y las preocupaciones de las familias actúan muy laxamente”. “Puedo afirmar –explicaba en esos recuerdos– que durante una labor de dos años dispuse libremente de cientos de fetos y de niños de diversas edades, que desecaba dos o tres horas después de la muerte y hasta en caliente.” Más de medio siglo después, el Pedro de Martín-Santos transmutaba la Inclusa y Casa de Maternidad por la chabola del Muecas. Todo cambiaba para seguir igual.

El Muecas, un peculiar bichero, es uno de los personajes centrales de Tiempo de silencio. Y también él me lleva a Cajal, que tuvo que recurrir a uno de estos oscuros personajes para que le suministrase animales con los que proseguir algunas de sus investigaciones. En el capítulo X de la segunda parte, “Historia de mi labor científica”, de Recuerdos de mi vida, Cajal escribió:

Según recordará el lector, mis exploraciones en tal cautivador dominio [el de la retina] comenzaron en Barcelona. Mas deseaba yo completar y consolidar mis hallazgos anteriores, abarcando con mis observaciones toda la serie de vertebrados; anhelaba, sobre todo, atacar el problema estructural de la fovea centralis, paraje retiniano de la máxima sensibilidad al color y de la suma acuidad visual. Por fortuna, en Madrid no faltaba abundante material de trabajo. Al efecto, entablé tratos con un alimañero profesional, que me proveyó de culebras, lagartos, mochuelos, cornejas, lechuzas, gallipatos, salamandras, percas, truchas, etc., vivos. Y un buen amigo de Cádiz tuvo la amabilidad de enviarme varios ejemplares del interesantísimo camaleón, la joya de los reptiles, habitador constante de las dunas gaditanas. Con este copioso material mi cartapacio llenóse de dibujos interesantes, y mis notas rebosaron de pormenores descriptivos.

El bichero de Cajal era un tal Vargas, apodado el Ranero. “Los animales para el laboratorio –recordó Enrique Levy, quien fue secretaria de Cajal– nos los suministraba un borrachín al que llamábamos ‘el Ranero’. Nos proveía de gatos y conejillas preñadas que robaba en los corrales.”16 Aparte de esto, el Ranero montó en el patio de su casa una pequeña colonia de ratones y cobayas, “pingüe industria que ayudaba a criar su abundante prole”.17 Es imposible no establecer un paralelismo con el Muecas de Tiempo de silencio. Menores coincidencias, pero alguna también lo hubo de Amador con un bedel muy apreciado por Cajal, Tomás García de la Torre, que había sido su asistente en Cuba. Este hombre fue, al menos en parte, responsable de que Cajal expulsase de su laboratorio a Pío del Río Hortega, el mejor histólogo de la generación siguiente al maestro.18 El Amador creado por Martín-Santos no llegó a tanto, pero siempre velaba por sus intereses, y finalmente fue responsable de una de las tragedias de la novela, el asesinato de Dorita a manos de un siniestro y vengativo personaje, Cartucho.

De la oscura, desoladora y devoradora miseria que rodea a Tiempo de silencio tampoco se libró la ciencia, como ya se deduce del comienzo de la novela que he citado al principio, y por los anteriores comentarios de Castilla del Pino. Martín-Santos no dejó de señalar la importancia de la ciencia, como en el siguiente pasaje:

Que la ciencia más que ninguna de las otras actividades de la humanidad ha modificado la vida del hombre sobre la tierra es tenido por verdad indubitable. Que la ciencia es una palanca liberadora de las infinitas alienaciones que le impiden adecuar su existencia concreta a su esencia libre, tampoco es dudado por nadie. Que los gloriosos protagonistas de la carrera innumerable han de ser tenidos por ciudadanos de primera o al menos por sujetos no despreciables o baladíes, todo lo más ligeramente cursis, pero siempre dignos y cabales, es algo que debe considerarse perfectamente establecido.

A partir de estas sencillas premisas puede deducirse la necesidad de establecer en cada hormiguero humano un a modo de reloj en movimiento incesante o de mecanismo indefinidamente perceptible dentro de cuyos engranajes, el esfuerzo de cada uno de aquellos varones meritorios vaya encasillado de modo armonioso para que –como consecuencia de todos deseada– se logre un máximum de rendimiento y de disfrute: de poder sobre los entes naturales, de conocimiento de las causas de las cosas.19

Continuaba Martín-Santos elogiando esa “multitud estudiosa e investigante”, que “aunque su dieta sea deficiente y el corte de su traje poco afortunado, aunque oculten en su cartera de cuero negro un bocadillo con el que sustituir la deseada cena caliente”, producía resultados que sorprendían “con los altos productos de su genio”.

Exageraba o, seguramente, ironizaba Martín-Santos sobre el estado de la ciencia y tecnología española de la época. Como Castilla del Pino, seguramente supo que no se respetó mucho la obra del “hombre de la barba” en la nueva España que alumbró la incivil Guerra Civil, que Cajal, afortunadamente, no conoció: murió antes. En su libro de arrepentimientos, Descargo de conciencia, Pedro Laín Entralgo recordaba el escaso valor que el poderoso secretario general del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, miembro destacado del Opus Dei, José María Albareda, dio a la escuela de Cajal:20 “Más de una vez le oí decir a Fernando de Castro, el máximo representante de esa escuela”, escribía Laín, que cuando le expuso a Albareda “la penosa situación en que por falta de recursos se encontraba” el Instituto de Cajal –“Que el Cajal se nos muere, Albareda”–, este le respondió: “Qué quiere, Castro; todo en la historia se muere alguna vez.”

Y terminó muriéndose. O, por lo menos, transformándose radicalmente. En primer lugar debido al destino de sus principales discípulos. Francisco Tello Muñoz, su sucesor en la cátedra de histología e histoquímica y anatomía patológica de la Facultad de San Carlos, y designado director del Instituto Cajal a la muerte de Cajal, fue separado de la dirección del instituto y de su cátedra por una orden ministerial de 4 de octubre de 1939, mediante la cual se le incoó expediente de depuración, esgrimiéndose en su contra su ateísmo, no haber bautizado a sus hijos y haber desempeñado cargos en Madrid durante la guerra. No fue rehabilitado hasta septiembre de 1949 y más que de una rehabilitación se trató de una medida de gracia para que pudiese cobrar una pensión: fue repuesto en una cátedra de histología y embriología general que ocupó el 1 de octubre de 1949, pero que abandonó el 23 de abril de 1950 al llegar la hora de su jubilación.

Fernando de Castro, depurado en 1939, fue rehabilitado pronto (en octubre del mismo año), y desde entonces permaneció agregado al Instituto Cajal, hasta que en 1951 sucedió a Tello en su cátedra de la Facultad de Medicina. En consecuencia, estaba en una situación inmejorable para mantener la presencia del maestro en el Instituto Cajal, como director, lo que nunca fue; en su lugar se nombró a Enrique Suñer, autor de un revanchista libro titulado Los intelectuales y la tragedia española (1937), que en cualquier caso estuvo poco tiempo en el cargo ya que falleció en 1940. Le sustituyó el ¡ingeniero agrónomo! Juan Marcilla Arrazola, catedrático de microbiología y enología de la Escuela de Agrónomos de Madrid desde 1924. El citado Pío del Río Hortega se exilió, pasando por París y Oxford hasta instalarse definitivamente en Argentina. En cuanto a Rafael Lorente de No, en 1931 comenzó su andadura en Estados Unidos, donde se instaló definitivamente y realizó una brillante carrera (fue varias veces candidato al Premio Nobel). El propio Cajal se dio cuenta del riesgo de que Lorente se perdiera para la ciencia hispana (un ejemplo temprano de lo que más tarde sería denominado “fuga de cerebros”), como muestra la carta que escribió a José Castillejo, el secretario de la Junta para Ampliación de Estudios, en el verano de 1930:

Lorente de No se nos marcha a América del Norte poco satisfecho de la prebenda obtenida en el Sanatorio de Valdecilla. Asunto es este sobre el cual tienen VV. que meditar, tomando una resolución heroica. A mi juicio, salvo alguna excepción, no deberíamos pensionar más que a auxiliares y catedráticos. Abriendo las manos no haremos sino exportar a Estados Unidos lo poco bueno que tenemos.21

En el plano institucional se tiene que el edificio del Instituto Cajal del cerro de San Blas pasó a otro ministerio (Obras Públicas) y a otras funciones: en 1957 se convirtió en Escuela de Peritos de Obras Públicas y más tarde en Escuela Técnica Superior de Ingeniería Civil, integrada en 1972 en la Universidad Politécnica de Madrid. El Instituto Cajal pasó a formar parte del Consejo Superior de Investigaciones Científicas –del que, por cierto Martín-Santos fue becario en 1947–, siendo instalado en el nuevo Centro de Investigaciones Biológicas de la calle Velázquez, que abrió sus puertas oficialmente el 8 de febrero de 1958, con Gregorio Marañón –ya de regreso de su exilio parisino (había permanecido allí entre 1937 y 1943) e instalado en España– de director. En este centro se reunían, además del Cajal, los institutos de Endocrinología Experimental, de Metabolismo y Nutrición, y de Microbiología, más los departamentos de Enzimología y Bioquímica Vegetal, de Bromatología y Nutrición animal, de Patología Comparada y de Isótopos Radioactivos; y el Instituto Ferrán de Microbiología. Aunque este centro tenía funciones diversas, resultó ser uno de los lugares –acaso el principal, ciertamente no el único– desde el que se impulsó el desarrollo de la bioquímica en España.

Hoy existe un buen Instituto Cajal, sí, pero poco se ha respetado la memoria del maestro. Como apunté, su palacete de Alfonso XII, lleno de recuerdos, papeles y objetos –estuve una vez allí– se vendió para convertirlo en pisos de lujo. Y, también lo recordé, muchos de sus libros, anotados, y parece que también otros objetos, aparecieron a la venta en el Rastro. ¡Qué país, qué gobiernos, qué familia! “Pueblo pobre, pueblo pobre”, si no tanto en lo material como en los años del Tiempo de silencio, sí en dignidad, en respeto a lo mejor de nuestra historia.

Poco antes de que el Pedro de Tiempo de silencio fuese detenido, Amador, su ayudante, el que lo había llevado a la chabola del Muecas para ver si podía salvar a su hija, que agonizaba, reflexiona:

Yo lo que quiero saber es si puedo hacer algo por él, con tal que no me comprometa. Yo no hice nada. Él fue que lo hizo. No sé qué puede querer que yo diga. Lo de la chica no fue más que una desgracia. Y el Muecas es quien debe responder, pero si no quiere responder yo cómo voy a echarme encima de un familiar. Lo mejor es que se vaya a América y allí podrá estudiar de verdad y descubrir eso que anda buscando, porque allí es de donde trajeron los malditos ratones. Que se vaya, que pida una beca y que nos deje a nosotros seguir pudriéndonos en nuestra propia mugre. Eso es.

“Que se vaya a América y allí podrá estudiar de verdad y descubrir eso que anda buscando”, decía. Una frase que, desgraciadamente, distaba de ser la imaginada ocurrencia de un novelista para dar sentido a una trama; una frase que, como si fuera una maldición atávica, ha pesado como el plomo en la historia de España del siglo XX, peso que todavía hoy, aunque sea en menor medida, continúa lastrando la realidad, el bienestar y la cultura de la España actual.

Pero Pedro ni se fue ni pudo continuar con sus investigaciones, expulsado del centro en el que trabajaba por sus malas compañías y dudoso comportamiento. Al conocerlo, Amador, aunque un pobre hombre, un subalterno con escasa educación, exclama:


¡Cuánta pérdida de tiempo, Don Pedro! Se lo digo yo que he visto tanta juventud gastada en esta casa… ¿Y para qué dígame Don Pedro, y para qué? ¿Quién se lo iba a agra- decer? Son ilusiones bobas. Lo único que vi que valiera la pena era sacarse la tesis, eso sí. Luego van ya a cátedras. ¿Pero, otra cosa? ¡Pamplinas! ¡Váyase! ¡Váyase y gane dinero! Esa es la positiva. Yo ya ve, porque es mi oficio y no tengo otro, pero ustedes, me quiere usted decir ustedes qué provecho sacan…22

Finalmente, Pedro lo entendió, o mejor, se resignó. Y enfiló el triste camino para ejercer como médico en algún lugar, no importaba dónde, para hacerse “mojama en los buenos aires castellanos, donde la idea de lo que es futuro se ha perdido hace tres siglos y medio y el futuro ya no es sino la carcomida marronez que va tomando un cuerpo de buey puesto a secar y la carne vuelta mojama y gusta la mojama y hay hombres como yo, que se van acostumbrando poco a poco a tomar mojama con un vaso de vino […] ¡Desdichados de los que no servimos para el éxtasis! ¿Quién nos auxiliará? ¿Cómo haremos para penetrar en las más avanzadas y recónditas y profundas de las Moradas donde nos es preciso habitar?”.23

En aquel tiempo silencioso, y ahora vuelvo al comienzo, al de Tiempo de silencio, cambiando únicamente un tiempo verbal:

¿Quién [hubiera podido] nunca aspirar otra vez al galardón nórdico, a la sonrisa del rey alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la península seca espera que fructifiquen los cerebros y los ríos?

¡Pueblo pobre, pueblo pobre! ~

Texto, ampliado, basado en una conferencia
pronunciada en la Biblioteca Nacional de España
el 29 de mayo de 2024.


  1. Utilizo la edición conmemorativa del centenario. Luis Martín-Santos, Tiempo de silencio, Barcelona, Seix Barral, 2024, p. 19. ↩︎
  2. Esta y otras cartas que citaré se reproducen en Juan Antonio Fernández Santarén, Santiago Ramón y Cajal, Epistolario, Madrid, La Esfera de los Libros-Fundación Ignacio Larramendi, 2014. ↩︎
  3. Severo Ochoa, “The pursuit of a hobby”, Annual Review of Biochemistry 49, 1-30 (1980), cita en p. 2; existe traducción al español: Severo Ochoa, Escritos, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1999, pp. 51-92. ↩︎
  4. Depositado en el Archivo de la Universidad de Salamanca. La primera página de este escrito manuscrito se reproduce en Julià Guillamon, Rocío Martín-Santos Laffon y Luis Martín-Santos Laffon, Luis Martín-Santos. Tiempo de Libertad, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2024, p. 59. ↩︎
  5. Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino I. Memorias, José-Carlos Mainer (ed.), Barcelona, Círculo de Lectores, 1997, p. 503. ↩︎
  6. Juventud, egolatría, Madrid, Rafael Caro Raggio, 1917, p. 48. ↩︎
  7. Citado en Alfonso Rey, “Noticia de Luis Martín-Santos y ‘Tiempo de silencio’”, estudio introductorio a la edición de Tiempo de silencio publicada por la editorial Crítica en 2005, pp. 40-41. ↩︎
  8. Carlos Castilla del Pino, Pretérito imperfecto, Barcelona, Tusquets, 1997, p. 490. ↩︎
  9. Ibid., pp. 283-284. ↩︎
  10. Citado en José Lázaro, Vidas y muertes de Luis Martín-Santos, Barcelona, Tusquets, 2009, pp. 108-109. ↩︎
  11. Archivo Histórico Nacional, reproducida en Julià Guillamon, Rocío Martín-Santos Laffon y Luis Martín-Santos Laffon, Luis Martín-Santos. Tiempo de Libertadop. cit., p. 118. ↩︎
  12. Carlos Castilla del Pino, Casa del Olivo, Barcelona, Tusquets, 2004, p. 252. ↩︎
  13. Castilla del Pino, Pretérito imperfectoop. cit., p. 138. ↩︎
  14. Ibid., p. 286. ↩︎
  15. Ibid., p. 289. ↩︎
  16. Álex Niño, “Muy cerca del Nobel”, El País, 8 de abril de 1996. ↩︎
  17. S. Giménez Roldán, “Personajes al servicio de Ramón y Cajal (1901-1934): luces y sombras de sirvientas, chófer, conserje, secretaria-bibliotecaria y otros”, Neurosciences and History 11(4), 2023, 144-157, p. 152. ↩︎
  18. Este desgraciado episodio se describe en Pío del Río Hortega, El maestro y yo, edición de Alberto Sánchez Álvarez-Insúa, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1986. ↩︎
  19. Martín-Santos, Tiempo de silencioop. cit., pp. 257-258. ↩︎
  20. Pedro Laín Entralgo, Descargo de conciencia (1930-1960), Barcelona, Seix Barral, 1976, p. 288. ↩︎
  21. Carta depositada en el Archivo de la Junta para Ampliación de Estudios, Residencia de Estudiantes, Madrid. ↩︎
  22. Martín-Santos, Tiempo de silencioop. cit., p. 265. ↩︎
  23. Ibid., pp. 293-294. ↩︎
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