La trilogía de Jesús

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J. M. Coetzee

La muerte de Jesús

Traducción de Elena Marengo

Buenos Aires, Literatura Random House/ El Hilo de Ariadna, 2019, 200 pp.

Como novelista J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) ha publicado dos trilogías: la primera (Infancia, Juventud y Verano) es de carácter autobiográfico y en la segunda imagina irónicamente lo que pudo ser la infancia, formación y muerte de Jesús.

En Ulises de Joyce no aparece ningún personaje llamado Ulises. De haberse titulado Un día en la vida de Leopold Bloom, difícilmente habríamos reparado en su trasfondo homérico, pero, con el título, Joyce nos señaló cómo habría que leer su libro. Lo mismo Coetzee. En su reciente trilogía –La infancia de Jesús (2013), Los días de Jesús en la escuela (2016) y La muerte de Jesús (2019)– no aparece ningún Jesús. El título aporta el sentido bíblico y permite leer la obra de forma irónica. Dice Kundera en El arte de la novela: “La ironía irrita. No porque se burle o ataque, sino porque nos priva de certezas revelando el mundo como ambigüedad.”

A diferencia de lo que sucede en El Evangelio según Jesucristo, de José Saramago, y El evangelio de Lucas Gavilán, de Vicente Leñero, el protagonista de la trilogía de Coetzee, David, no es Jesús de un modo literal. Coetzee hace una adaptación irónica, no alegórica, de la vida de Jesucristo. Lo retrata como un niño altanero y soberbio, de trato difícil, como corresponde a un dios entre los hombres. Más que a la figura evangélica, David se cerca al Jesús de Pier Paolo Pasolini en El Evangelio según San Mateo (“ese Jesús salvaje, intenso y frágil”, lo ha descrito Coetzee). David es un niño “de inteligencia innata evidente”, “un chico excepcional”. Tiene desde pequeño un hondo sentido del deber hacia “los huérfanos en general, los huérfanos del mundo”. Niño mago, su único milagro es nada menos que abolir el azar: “lanzaba una moneda al aire y siempre salía cara. Diez, veinte veces, treinta veces”, “podía tirar un doble seis con los dados cuando quería”. Se trata de milagros menores, sin embargo, “una vez dijo que, si quería, podía hacer que se desmoronaran las columnas”. Habla con parábolas, “nunca decía las cosas directamente”. A los seis años les decía a sus sorprendidos maestros: “Yo soy la verdad.” Su padre adoptivo, Simón, le pregunta: “¿Quién piensas que eres?” A lo que el niño responde: “Yo soy el que soy”, como le dijo Dios a Moisés.

Pero David no es Jesús sino como Jesús. David no ofrece redención ni sentido, es un Jesús alternativo, una reinterpretación del mito. Un niño talentoso (un gran danzarín) cuya muerte prematura lo transformó en leyenda. Tal vez de este modo se forjen las mitologías: hechos banales que poco a poco van subiendo de categoría. “De adulto nunca he ido a la iglesia –dice Coetzee en una entrevista–, y la religión no es importante en mi vida, pero siempre me ha intrigado la vida y la muerte de Jesús, su autosacrificio.”

Coetzee decidió volver a contar, a su modo, la leyenda de un ser excepcional que llega para trastocar la vida de los hombres. Alguien que nos sacude con una visión nueva. El Mesías al que siempre se espera. “Lo que anhelamos, lo que todos nosotros anhelamos, es la palabra iluminada que abrirá las puertas de la prisión y nos devolverá la vida”, dice uno de sus personajes. Lo curioso, lo irónico de la novela de Coetzee, es que la palabra iluminada del joven Mesías, “el mensaje”, es oscuro, misterioso, ininteligible, no pronunciado, impronunciable. La ironía de un dios que habla pero lo que dice no se entiende. Un mensaje cuya ambigüedad permite que todos lo interpreten a su modo. Jesús no dejó nada escrito y en la novela de Coetzee se lee: “no hay ningún comentario con letra de David. Qué pena. Ahora, nadie sabrá cuál era el mensaje del libro según David ni qué era lo que él más recordaba”. El sentido del mensaje es que no hay sentido. El “mensaje” del que quizá sea el último libro de Coetzee es el libro mismo. Dice Simón, padre del niño excepcional: “Todos están convencidos de que David tenía un mensaje para nosotros pero nadie sabe qué es.” Le responde Dmitri, el personaje dostoievskiano de la novela: “Tal vez él mismo, David, haya sido el mensaje.”

La trilogía de Coetzee provoca y provocará interpretaciones diversas pero esencialmente es lo que es. Dice el novelista: “si un libro no puede hablar por sí mismo, es un fracaso, ese escritor no está enviando nada al mundo y, por tanto, debería callarse”. Al recibir el Premio Nobel en 2003, Coetzee confesó que “la antigua soltura para componer lo había abandonado”. Desde entonces, cada libro suyo es más depurado, más parco.

Edward Said (Sobre el estilo tardío) se preguntaba: “¿Se vuelve uno más sabio con la edad y existen acaso unas cualidades únicas de percepción y forma que los artistas adquieren como resultado de la edad en la fase tardía de su carrera?” Así lo piensa Coetzee quien, en Diario de un mal año, escribió sobre los últimos libros de Tolstói: “Con la edad se vuelven más fríos, la textura de su prosa se adelgaza, la acción y los personajes se vuelven más esquemáticos.” Ocurre algo semejante en la trilogía de Coetzee. Como Beethoven en sus últimos cuartetos y sonatas, que rompen la carrera y el arte del artista y dejan al público más perplejo y descolocado que antes, la propuesta narrativa de Coetzee es radical. Despoja al lenguaje de todo ornamento, reduciéndolo a sus elementos esenciales. Regresa la novela a su origen, al Quijote, al que le rinde homenaje. Así como el Pierre Menard de Borges inaugura la posmodernidad narrativa al volver a escribir, idéntico pero diferente, Don Quijote de la Mancha letra por letra, Coetzee hace que David cuente pasajes del Quijote que no aparecen en el libro de Cervantes. Coetzee reescribe el Quijote, desanda el camino de la modernidad, lo regresa a sus orígenes fabulosos, de caballero andante que vive sus aventuras fantásticas como si fueran reales.

Coetzee cursó la licenciatura en matemáticas en la Universidad de Ciudad del Cabo. Luego de titularse se trasladó primero a Londres y más tarde a Austin, donde estudió literatura. Fue para él una temporada desoladora, según cuenta, hasta que se topó, en la biblioteca de la universidad, con el manuscrito de Watt, de Samuel Beckett, que lo obsesionó hasta el grado de dedicarle su tesis doctoral. La prosa descarnada, despojada, de Beckett reaparece en los últimos libros de Coetzee, como su “estilo tardío”. Con la prosa desnuda de Beckett, Coetzee reinventa el Quijote y cuenta de nuevo la historia del niño dios entre los hombres. “Nada tiene que ser de veras para ser verdad”, dice David.

La muerte de Jesús (publicada primero en español por indicaciones del propio Coetzee) reinterpreta el mito de Jesucristo con la ironía propia de las grandes novelas. De este modo el mensaje del autor permanece oculto. Está ahí, frente a nosotros, pero no lo vemos. Su mensaje es su propia novela. ~

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