El último artículo que consigna De la estupidez a la locura (Lumen, 2016), el libro que Umberto Eco entregó a la imprenta poco antes de morir, está dedicado a explicar con paciencia a qué se refería el semiólogo italiano con aquella declaración de “las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas” (imbecilli, en el original; necios, en la traducción de Lumen). Aislada de su contexto, la observación sufrió toda clase de malinterpretaciones que atribuían a Eco un desplante elitista y desató la ira de no pocos usuarios de las redes sociales, pero también tuvo una inmensa fortuna entre los misántropos, algunos perezosos analistas de medios y los sujetos convencidos de que si bien la estupidez en internet podía considerarse incalculable al menos no los incluía a ellos.
Para Eco, las reacciones en caliente, las noticias falsas y las afirmaciones sin sustento estaban alcanzando una atención superior a la que tenían las opiniones mesuradas, el periodismo profesional y las apreciaciones de los expertos. Lo preocupante era la falta de filtros, subrayaba el escritor: al poner a todos los comentaristas en un mismo escaparate, Twitter o Facebook daban al necio una audiencia similar a la de cualquier premio Nobel. Puestas así las cosas, no era difícil advertir, en un extremo, cierto tufo antidemocrático, como tampoco lo era, en el otro, dictaminar sin mayores evidencias un estado de estupidez colectiva, que había encontrado en internet un medio idóneo para expandirse. La sucesión con tan pocos meses de distancia del Brexit, el plebiscito colombiano y las elecciones estadounidenses hizo que la expresión “legiones de idiotas” identificara también a individuos que podían tomar decisiones políticas acorde a los temores del doctor Stockmann, aquel personaje de Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen: “¿Quién forma la mayoría en cualquier país? ¡Creo que tendremos que estar todos de acuerdo en que los tontos están en abrumadora y terrible mayoría en todo el mundo! Pero en nombre de Dios ¡no puede ser justo que los tontos gobiernen a los sabios!”
El recurso de atribuir a las legiones de idiotas toda clase de acciones perjudiciales y gustos abominables –y vincular, aun simbólicamente, el triunfo de Trump con el éxito de los youtubers, el clickbait, los linchamientos en redes y las polémicas insustanciales– tiene a bien completar el pensamiento complotista, uno de los vicios de las últimas décadas al que Eco ha dedicado también una especial atención en su libro. La idea de la conspiración ordena el caos lo mismo que el convencimiento de que los imbéciles se han apoderado de los medios. Si el síndrome del complot “sustituye los accidentes y las casualidades de la historia con un diseño obviamente malvado y siempre oculto” la invasión de los idiotas aclara de modo satisfactorio cómo es que las masas colaboran en detrimento de sí mismas. Ahí donde las teorías de la conspiración fracasan (en el reducido número de personas que necesitan organizarse para llevarlas a cabo) la de la estupidez generalizada triunfa: no importa cuántos idiotas estén trabajando en ello, por definición son los suficientes y siempre dan en el blanco.
La amplia zona gris de comportamientos que pueden ser considerados dignos de un cretino establece un vínculo entre los desaciertos políticos de todos los tamaños y cualquier cosa que nos cause vergüenza ajena. La imbecilidad puede ilustrarse con las nuevas tecnologías, los libros más vendidos, las peticiones extravagantes de Change.org o la popularidad de Kim Kardashian, cuyo nombre, según entiendo, ha servido con los años como un mantra para explicar casi cualquier calamidad social. Es en la aparente contundencia de sus ejemplos y en la facilidad con que pueden encontrarse donde la idea de la idiotez generalizada muestra lo lejos que está de ser un diagnóstico útil.
En “Por qué hay personas inteligentes que dan crédito a cosas estúpidas”, un capítulo de su libro Mala ciencia (Paidós, 2012), Ben Goldacre explica que, dada la compulsión humana por interpretarlo todo, resulta común encontrar pautas en situaciones donde no las hay y llegar a conclusiones erróneas basadas en la observación simple y el sentido común. Es decir, hay ilusiones cognitivas, similares a las ilusiones ópticas, de las que solo podemos librarnos gracias a metodologías especialmente diseñadas para evitarlas. Así, la validez de muchas apreciaciones no depende de la estupidez o inteligencia de quienes las enuncian. Incluso los tipos más agudos de internet están haciendo en estos momentos pequeñas contribuciones al apocalipsis.
Bioy Casares escribió famosamente: “El mundo atribuye sus infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que subestima la estupidez”, pero habría que empezar a pensar en la estupidez como en algo que caracteriza a ciertas acciones y comentarios más que como la condición compartida por una cantidad inadmisible de personas a las que les hemos entregado la democracia. Quizás eso ayude a analizar las cagadas políticas con algo más que desprecio por las masas. ~
es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.