En la pasada década hay en el cine español un nombre clave que se dio a conocer en 2013 con un raro título, Stockholm; raro en tanto que la capital de Suecia no salía más que mencionada en el diálogo de una fiesta de jóvenes modernos y tampoco era una referencia argumental. En menos de diez años, Rodrigo Sorogoyen ha dirigido cuatro películas (desconozco una anterior a su década prodigiosa, Ocho citas, realizada a medias con Peris Romano en 2008) que han dado que hablar y acumularon premios, aunque la mejor de las cuatro para mi gusto, Madre, no aparezca extrañamente entre las nominadas a mejor película o mejor director en los Goya correspondientes al año 2019.
Sorogoyen, que no ha cumplido los cuarenta, procede del mundo de la televisión, donde fue guionista y director de series, pero no se le nota; su universo particular ni es historicista ni es costumbrista ni es fantástico, estando muy alejado así de los cánones de esos géneros tan televisivos. Sus guiones, escritos los cuatro en colaboración con Isabel Peña, son de una calidad infrecuente entre nosotros, y de un virtuosismo al dialogar que no da sensación de artificio: elaborados pero no laboriosos, como también saben serlo, por ejemplo, los de Tarantino. Junto a la escritura, el ojo al encuadrar y poner la cámara, la fulgurante cadencia del relato y un montaje que oscila entre el remanso y la catarata hacen de Sorogoyen, en mi opinión, el mejor narrador fílmico aparecido en España en lo que llevamos de siglo XXI. Su frecuente utilización del plano secuencia, de la que volveremos a hablar, le confiere una personalidad formal en las antípodas de lo que esa misma querencia produce en las manos de Berlanga o Arturo Risptein, maestros del plano largo superpoblado; a Sorogoyen, por el contrario, le gusta alargar el tempo sin cortes pero con pocos personajes, como si estos fueran alfiles de un ajedrez que disponen de todo el tablero para moverse a su gusto.
En la citada Stockholm, dos personajes únicos (interpretados por Javier Pereira y Aura Garrido) se hacían un poco exasperantes en la peripatética primera parte del filme, que parecía un cortometraje alargado, aunque los diálogos tuvieran gracia y la imagen fotográfica ya estuviese realzada por la iluminación de Alex de Pablo, otro colaborador infalible en las obras de Sorogoyen. Sucedáneo del espíritu gamberro de la Movida, o historieta de amor adolescente, la ópera prima en solitario del director daba un giro inesperado en su último tercio, dotando así a la historia de profundidad y misterio; un giro de horror macabro sin apenas sangre, desarrollado en una vivienda blanca e impoluta, antítesis de la densa noche madrileña de los dos paseantes. En el interior de ese piso (que se sabe por cotilleo cinematográfico que estaba en la céntrica calle Montera), la pareja protagonista no solo se conoce sexualmente sino que se transforma, y esa metamorfosis es el tema de la película. ¿Se hace de repente un Madrid que podría ser de Fernando Colomo un Estocolmo, el espinoso Estocolmo de Ingmar Bergman? El bellísimo contrapunto se desliza hasta la azotea del edificio, que vuelve a darnos un skyline madrileño y un desenlace de desesperación nórdica que más vale no contar.
Tres años después, Sorogoyen se pasa en Que Dios nos perdone al cine negro, con un ingrediente papal que sabe a poco y un subtexto religioso algo desdibujado. Inspirada en la mística del thriller hollywoodiense de los dos policías que trabajan juntos, el bueno y el malo (categorías que aquí se mezclan e interconectan durante la acción), la película explora también el territorio del psicópata asesino y anuncia en parte el tema central de su más reconocida y premiada (siete Goyas en 2018) El reino, que para mí adolece del tratamiento periodístico de crónica política, aunque, como es marca de la casa Sorogoyen, algunas secuencias y algunos personajes nos dejen con la boca abierta de admiración. Y así como la lectura “actual” de las tramas corruptas era, siendo cosa sabida, lo menos revelador de El reino, lo apasionante de Que Dios nos perdone, por encima de la figura tópica del criminal sadoedípico, resultaba ser la privacidad de los policías, con las memorables escenas del gazpacho, en las que Antonio de la Torre logra hacer olvidar el incómodo y pienso que innecesario tartamudeo impuesto a su personaje. Al igual que en Stockholm, Sorogoyen se afirmaba en esas dos siguientes películas suyas como poeta de la gran ciudad abigarrada y sombría, y también como artista de las malfunciones; sus protagonistas, hombres y mujeres que desempeñan roles de heroicidad y arrojo, de búsqueda y resistencia, son a la postre antiheroicos. Unos por accidente, otros por decisión propia, todos nos dan la imagen del desajuste y el desasosiego que impera en las películas del cineasta madrileño.
La urbe –pero no las sombras y su resquemor– desaparece de la reciente Madre, que es el cortometraje de igual nombre abiertamente continuado en un largometraje de más de dos horas. La osada idea de empezar un largo con un corto autónomo que sirve de prólogo al resto funciona de maravilla. El celebrado corto de 2017 es básicamente una llamada telefónica en un solo plano con dos actrices en tensión casi histérica y una voz infantil en off. En 2019, acabado dicho introito, la cámara de Sorogoyen se va al mar, sin perder la movilidad de esa formidable arma suya de expresión, el steadycam, que muchas veces sortea a trompicones los obstáculos surgidos en su camino y otras parece discurrir parsimoniosamente y con levedad.
Madre expanded, como podríamos llamarla, es la historia de una duda, también de una transformación, de una creencia espiritual no religiosa que confía en el reino del más allá o se lo imagina. Es decir, un precipitado de los motivos que interesan al tándem Peña/Sorogoyen. En esta ocasión, la continuidad de aquella llamada de Iván, el niño perdido del corto, se ramifica, sin perder su ambigüedad. Pasados diez años, según indica una cartela en el largo, la Madre, Elena, es camarera en un bar de la costa atlántica de Francia, vive con un novio español, y de aquel Iván, vivo o muerto, no sabemos nada. Lo que acabamos sabiendo es poco y también ambiguo, aunque suficiente, desde que aparece de improviso un personaje esencial de la historia en otro plano secuencia de sutilísima configuración formal. El encuentro frente a frente en el restaurante ajardinado de la Madre (Marta Nieto) y el Padre (Raúl Prieto) adquiere una extraordinaria emotividad: la cámara avanza muy lentamente, como si la revelación que va a oírse exigiera el pudor de la morosidad. La reacción de Elena al oír la culpa del padre es salvaje y rápida, aunque tiene una (me pregunto si acertada) enmienda posterior.
Después de ese diálogo en parte aclaratorio sigue el misterio de este filme tan rico en duplicidades del sentido. Sorogoyen, en unas notas de producción escritas por él, le traspasa al espectador el decidir si la película ocurre porque Jean (el adolescente francés de la playa) se parece a Iván, o porque Elena asume los costes sentimentales y el peligro de ese parecido improbable. Dicho de otro modo, sigue preguntándonos el director: “¿si Jean llega a aparecer dos años antes hubiera ocurrido lo mismo?”. La pertinencia de las preguntas, y su osadía, refuerza el impacto de esta gran película. ¿Sería el beso de Elena y Jean en el coche de igual naturaleza? El deseo a un efebo de una bella mujer de media edad que sigue atrayendo a los hombres no es lo mismo que el ansia de besar a un niño que podría ser suyo. ¿Hay en el beso maternidad insatisfecha o atracción sexual? Quizá ambas a un tiempo, aunque es probable que ninguno de los dos sepa a quién besa. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).