Los libros de viaje escritos por autores británicos sobre México pertenecen a dos genealogías. El padre de la más moderna es D. H. Lawrence, tras el cual vinieron Graham Greene, Evelyn Waugh y Malcolm Lowry. Todos recrearon la violenta noche de México. Pero hay otra genealogía anterior, más diurna y reposada. Su madre fundadora es la escocesa Frances Erskine Inglis. Conocida como la marquesa de Calderón de la Barca por el apellido de su esposo (primer embajador de España en el México independiente), luego de una estancia entre 1839 y 1841 escribió el libro canónico de su género: La vida en México. Durante una residencia de dos años en ese país. Prologado por el historiador William H. Prescott, este es el libro que Sybille Bedford leyó de un tirón en la Biblioteca Pública de Nueva York a principios de 1946 y la convenció de viajar a México.
Necesitaba esa inspiración. “Tenía un gran anhelo de viajar, de escuchar otra lengua, de comer platillos nuevos; de estar en un país con una antigua historia, larga y desagradable, y una breve historia actual, tan corta como fuera posible.” Salvo el último, México reunía esos requisitos. Nacida en 1911, errante perpetua entre las lenguas, culturas y países, alemana por parte de padre, inglesa por parte de madre, francesa y hasta un poco italiana por residencia y cultura, autodidacta precoz, discípula de Aldous Huxley, contertulia de Thomas Mann, acosada por los nazis, refugiada en Estados Unidos poco antes de la guerra, Bedford no había tenido respiro ni distancia para asimilar esa densidad biográfica. Su aventura mexicana, que duró un año (del verano de 1946 al 47), resultó el mejor catalizador. En 1953 publicó su primer libro, The sudden view: a Mexican journey (republicado en 1960 como A visit to don Otavio), recibido como un clásico del género. Tres años más tarde apareció A legacy, quizá la más importante de sus autobiografías noveladas. Bedford fue una escritora prolífica, elegante y original, con un alto sentido de la justicia. Murió en 2006, a los 94 años.
Organizado en torno a estancias breves e intensas en ciudades y pueblos del centro, sur y occidente del país, el eje del libro es una novela picaresca derivada de la experiencia de varios meses de doña S. (Sybille) y su libresca amiga doña E. (Esther Murphy Arthur) en una antigua hacienda de Jalisco. Su anfitrión es el caballeroso personaje que da título al libro (con una errata, acaso inadvertida, porque en español el nombre correcto es Octavio). Solterón, culto, piadoso, hijo menor de una familia porfiriana venida a menos durante la Revolución, don Otavio convoca a sus tres hermanos mayores para planear la conversión de la hacienda en un moderno hotel. La historia transcurre a orillas del lago de Chapala, donde veinte años atrás Lawrence había escrito La serpiente emplumada. Pero aquí no hay cultos a la sangre, sacerdotes indígenas ni ofrendas sacrificiales; hay el lento transcurrir del tiempo mexicano, que Bedford narra con humor y gracia: sus fiestas religiosas y civiles (celebradas con “barbaridad y opulencia”), sus siestas y sus balaceras, sus damas enjoyadas y sus pecaminosos secretos, su música que “tiene que soportarse para creerse” y sus sabrosos chismes políticos. “La última reliquia del feudalismo mexicano”, don Otavio logra sobrevivir apenas con un séquito de diecisiete sirvientes, a cuyas vidas se asoma Bedford con delicadeza, dulzura y ocasional terror. Completa el cuadro la comunidad de expatriados, avecindados de mucho tiempo atrás en Chapala: un inglés irascible que odia a México (“país salvaje y terrible”) y a sus “nativos”, una anciana de Virginia que enfrentó a los revolucionarios con el mismo fusil con el que duerme a la intemperie todas las noches, una criolla aristocrática acompañada de su inseparable banda de mariachis, una misteriosa curandera alemana, un doctor de pueblo, borracho y genial. Es la serie Upstairs downstairs en Chapala, con un desenlace inesperado y feliz, que no se revela sino al final del libro.
Pero los viajes de la incansable doña S. y la impaciente doña E., aunque con frecuencia hilarantes, son cosa seria. Ha quedado atrás la Revolución, la guerra cristera y la tormentosa década de los treinta, con sus persecuciones religiosas y sus nacionalizaciones de la tierra y el petróleo. Aunque México era todavía un país predominantemente rural, la posguerra marcaba el inicio de un proceso de urbanización e industrialización que arrasaría con el paisaje físico y humano que las viajeras veían como inmutable. “No se conocen los días grises […], el cielo luce siempre despejado”, anota Bedford sobre la Ciudad de México, y advierte la huella del aire en el ánimo de sus habitantes: “En la mañana es como si estuviéramos en la costa de Nueva Inglaterra […], una suave sensación de calor recorre los hombros.” A las once, el clima se vuelve “continental”, con sus largas y enérgicas horas interrumpidas por una lluvia breve y torrencial (ecos de Egipto o Birmania), y de pronto, “la oscuridad lo extingue todo de golpe como la manta que cubre la jaula del canario”. La sensibilidad de Bedford hacia la geografía es notable. Contra la nociva leyenda (tan antigua como Cortés, y vigente aún en esos días) que veía a México como el “cuerno de la abundancia” sugerido por su forma, ella lee el mapa y al país con otra imagen: “México parece un gran pez sin cabeza, abierto por la mitad.” Árida en el norte, selvática en sus costas, sin ríos navegables, surcada por “dos sierras asombrosas” y “cortada por desfiladeros, hendida por barrancos, rasgada por abismos, obstruida por volcanes”, la superficie rugosa del pez no invitaba a la civilización.
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No obstante, la civilización existe y Bedford (como su predecesora Calderón de la Barca) abre los cinco sentidos para registrarla en descripciones, escenas y viñetas perspicaces y poéticas, nunca pintorescas ni didácticas. Abundan en su narración metáforas felices, como dichas por primera vez (“pájaros pintos que se elevan esplendorosamente como gondoleros del Cinquecento”). Al haber vivido en la infancia al lado de su padre –un aristócrata empobrecido, consumado gourmet–, su llave maestra para acceder a la cultura mexicana es la comida, el interminable desfile de frutas, jugos, huevos, salsas, chiles, guisos, pescados, carnes, aves, frijoles, dulces, panes, cafés, chocolates. Al cabo de su viaje, Bedford propone toda una teoría culinaria:
La cocina de México pertenece vagamente al Mediterráneo europeo. Es obvio que la relación se estableció gracias a España y los navegantes, y acaso se fortaleció por algunas afinidades orientales que se compartían. La nueva comida fue una mezcla que salió bien. Se adaptaba al clima y la tierra, y se vinculaba naturalmente con las raíces indígenas.
Cada página una sorpresa. Para ilustrar la increíble oferta en los mercados, Bedford reproduce una carta sobre el tema escrita por Hernán Cortés a Carlos V. La descripción de 1522 era vigente en 1946 y lo sigue siendo ahora. Abundan las flores, amadas por los mexicanos del nacimiento a la tumba. Pero hay algo extraño en el ambiente: “no hay ruido”. Nada más lejano de un bazar oriental. ¿Qué hay detrás de ese silencio? Para descubrirlo, Bedford recorre las calles de México, suscita encuentros, viaja entre guajolotes en autobuses de segunda clase, dialoga con la gente.
Dondequiera que va la reciben expresiones como “beso sus pies”, “lo que usted diga”, “at your service”, “que Dios se lo pague”. Meseros, empleados, comerciantes, señores de sociedad, viejos generales, pordioseros, todos practican esa atávica cortesía que la divierte y cautiva. Lo mismo ocurre con el involuntario surrealismo mexicano: el vendedor de sandalias que se niega a hacerle unas porque ya vendió suficientes, el nuevo hotel sin escaleras ni agua corriente, los platillos sucesivos del restaurante de lujo que se sirven simultáneamente.
El muralismo (como todo el arte o la literatura moderna mexicana) no le interesa. En cambio tiene ojos para la escultura prehispánica. “Nunca estarás más alejado de Grecia”, pero la excentricidad de aquellas figuras le parece sintomática de “lo caótico, absurdo, pomposo, salvaje, espantoso” que ve en todas partes. Sus mejores observaciones son arquitectónicas. Aprecia seriamente los palacios renacentistas de la Ciudad de México y las ciudades coloniales (Morelia, Puebla, Guanajuato) le recuerdan detalles precisos de España y Europa, pero resalta siempre el feliz mestizaje de sus materiales, su toque local. Si su maestro Huxley pensaba que la catedral de Taxco era “una de las más suntuosas y de las más desagradables”, Bedford la considera “una cosa extraordinaria […] reluciente con azulejos cromáticos”.
Su espíritu inquisitivo no desmerece frente a la marquesa de Calderón de la Barca. Si aquella pudo penetrar en el claustro sellado de unas monjas y escuchar (sin verlas) su testimonio, Bedford se pierde en el laberinto del Convento de Santa Mónica de Puebla, donde unas monjas temerosas de la persecución acababan de salir a la luz después de reproducir por 78 años la experiencia de las catacumbas cristianas. “Es bueno estar viva”, escribe y esa alegría creativa recorre sus páginas. No se inmuta con la noticia de una balacera cercana (es día de elecciones) ni cuando el camión que la conduce a Guadalajara sufre el asalto de unos bandidos enmascarados, como en una escena del viejo oeste. Claramente, se requería mucho más para atemorizar a Bedford, sobreviviente de dos guerras mundiales.
Su celebración de la convivialidad mexicana y su legado artístico no le impide advertir la dura realidad. Desde la frontera descubre que “hay corrupción de manera habitual”. Alguien le advierte que “aquí se vive para aprender la futilidad del principio de igualdad”, y Bedford lo comprueba en las cantinas donde “no hay canciones ni música, solo olores”, las filas de campesinos que duermen en las aceras envueltos en su magro sarape, y esa “muchedumbre religiosa” que “se postra atónita, canta, se balancea, lastima sus rodillas, abraza imágenes con intensidad oriental” en los santuarios. No le provocan piedad sino una sensación “aterradora hasta el punto de pánico”. Esa sensación la toca una noche lluviosa, caminando sola, cuando advierte la presencia de “gente silenciosa sentada en los zaguanes. No pasó nada, pero me embargó aquella sensación de abandono que tantas veces me había hecho correr”. Y agrega: “Homenaje a D. H. L.”
Como toda su generación, Lawrence la había introducido a México. Pero Lawrence había dejado dos obras contrapuestas. Bedford advierte la paradoja tras visitar los santuarios zapotecas de Monte Albán en Oaxaca (arquitectura colosal e intimidatoria, que le recuerda al fascismo). En aquel entorno Lawrence escribió los deliciosos bocetos de Mañanitas en México, “uno de sus raros libros felices”. Un año después, frente al idílico lago de Chapala, escribió “la estridente, fatídica, Serpiente emplumada”. “Con Lawrence siempre fue una cosa u otra”, apunta Bedford, que admiraba sus vetas de intuición. “Lawrence estaba vivo en las dos notas que se alternan en México: allegro y pánico.”
Bedford alcanza una nueva nota (ni allegro ni pánico: comprensión) en el capítulo “El dinero y los tarascos”, pequeño tratado sobre la relatividad cultural de la pobreza que solo podía escribir una autora libre de ideologías y prejuicios. Se encuentra en la meseta y la zona lacustre de Michoacán, región puramente indígena, donde una antigua cadena de pueblos fabrica cada uno productos distintos y complementarios (frazadas de lana, sillas y armarios, guitarras y vihuelas, ollas y vasijas, sombreros, campanas, adobes, redes, anzuelos, pieles curtidas, fierros forjados). Las prácticas agrícolas son tenazmente prehispánicas pero en los corrales hay burros, puercos, cabras y aves de corral, especies traídas por los españoles. “Ellos cultivan lo que comen y usan, y a veces un poco más […] Hay caña de azúcar en el campo, el tabaco crece en el huerto y el café en los arbustos”, escribe Bedford. Se trataba de un arreglo comunal que permanecía intacto desde el siglo xvi. Lo había establecido el obispo de Michoacán Vasco de Quiroga, inspirado expresamente en la Utopía de Tomás Moro. (Bedford menciona el dato en otra parte del libro, sin establecer la paternidad de Quiroga en el experimento.) Los tarascos casi no usan dinero, viajan descalzos distancias inmensas hasta los mercados de la región, trabajan arduamente, sus vidas son breves, sus muertes rápidas. Es una vida pobre, pero “¿pobre para quién?”. Para cualquier adulto occidental, quizá no para ellos. Dueños de sus instrumentos y (colectivamente) de su tierra, “poseen una propensión hacia el ritual y la forma, y su trato con las deidades parece ser sencillo y frecuente […] Tienen tiempo para el ocio, están libres de posesiones y de esa molestia occidental, la preocupación”. Bedford no los idealiza: son enardecidos, duros, violentos, impasibles. Sabe que no sabe nada de ellos y que ellos no sabrían impartirle lo que saben, pero le basta reconocer la viabilidad de aquel modelo de vida pobre para concluir que hay “margen de mejora. Riego, conservación del agua de lluvia, almacenamiento de granos […], anestésicos”.
Sin sospecharlo, las reflexiones de Bedford en aquel momento correspondían a un intenso debate sobre la vocación económica y social de México que tuvo lugar en 1951. (Ocurría mientras Bedford, recabando recuerdos y postales enviadas por sus amigos, escribía su obra en Europa.) Voces minoritarias como la de Frank Tannenbaum defendían la posibilidad de preservar esa vida comunitaria en el campo mexicano, apoyándola para evitar su éxodo a la ciudad. Ofrecerles medios de producción pertinentes a sus necesidades prácticas no era utópico. Nadie lo escuchó.
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“México no es un país occidental”, Bedford escuchó decir a un grupo de refugiados españoles. No lo había sido, obviamente, en los milenios prehispánicos, cuya presencia (tocando esta vez la nota lawrenciana) Bedford cree percibir en la Plaza Mayor de la Ciudad de México cuando se siente “embargada por una horrible sensación del pasado que se estira y estira hacia atrás a través de los túneles del tiempo”. Ahí estaba el pasado, “intacto debajo de la Plaza Mayor, en espera de un arqueólogo o de un mesías”.
Tampoco los siglos de la Colonia habían vuelto a México propiamente occidental, o lo habían vuelto solo una réplica de la España oscurantista (cerrada al espíritu de la ciencia y la Ilustración) que Bedford, como buena liberal, simplemente desprecia. “Estaban muy solos, aislados del mundo establecido, arrancados de su lugar en el orden de su tiempo […] y aún así estaban paralizados, ligados a España por cientos de ataduras burocráticas”, escribe Bedford, en extraña coincidencia con las ideas que Octavio Paz formulaba, por esos mismos años, en El laberinto de la soledad.
La historia posterior a la Independencia de España le parece una ópera bufa o, en el mejor de los casos, un desfile tragicómico de libertadores, caudillos, reformadores, defensores de la fe, matándose entre sí, mientras “la gente era cada vez más pobre y estaba más confundida y, a su vez, se tornaba más enojada, fatalista y asesina”. Su recuento contiene numerosos errores (fechas, datos, nombres de lugares, episodios y personajes), pero esos descuidos son lo de menos frente a las omisiones. La Reforma, que separó a la Iglesia del Estado como en ningún otro país de América Latina e introdujo prácticas constitucionales precarias pero duraderas, le merece menciones confusas. A la dictadura de Porfirio Díaz la encuentra “más bien moderada”, pero finalmente la desecha: “La petulante fachada eduardiana con la que un exsoldado de mentalidad empresarial había cubierto a un país semibárbaro era un espejismo que no debía replicarse en casa.” El veredicto ignora los avances materiales: 18,000 kilómetros de vías férreas, un primer entronque con el comercio exterior, la fundación de decenas de ciudades y puertos.
La Revolución mexicana, con sus mitologías sociales y legislaciones humanistas, le parece una farsa. Obnubilada (como Lawrence) por el México profundo e indígena, Bedford no ve al México campesino, que desde tiempos de la Revolución no era ya mayoritariamente indígena. Por eso no menciona la lucha campesina de Zapata. Tampoco da crédito a las reformas institucionales de Calles (la fundación del Banco de México) y Lázaro Cárdenas (que repartió diecisiete millones de hectáreas a los campesinos) le parece un “Lenin combinado con Franklin Delano Roosevelt”. La política contemporánea, fallida y corrupta, le fastidia, pero no deja de deslizar una teoría social sobre la falta de una clase media y “mediadora” que introdujera un mercado moderno y cierta “mística de moderación” en una nación naturalmente revolucionaria donde “todo ha sucedido y poco ha cambiado”. Mucho pasó, mucho cambió. En 1946, los cambios económicos estaban en marcha, y al norte del país (en particular en Monterrey) había ya centros dinámicos de la industria y de estudios tecnológicos. Decididamente, la “breve historia actual” de México no era “breve” en absoluto. Estos pasajes son los más discutibles del libro.
Lo que verdaderamente le interesa es el desencuentro de México con Occidente. Por eso alude repetidamente al imperio de Maximiliano de Habsburgo, sobre el cual había acumulado lecturas. Una visita a su casa de campo en Cuernavaca le suscita una notable reflexión sobre la convergencia de fuerzas históricas tras aquella desdichada aventura. La hipótesis, nada improbable, de una victoria sureña en la Guerra de Secesión estadounidense, la lleva a imaginar el desenlace: Francia habría consolidado su poder en América, Estados Unidos y Alemania tendrían una fisonomía y un peso distintos, quizá no habría habido guerras mundiales. Pero donde Bedford hila más fino es en la psicología de Maximiliano, ese otro hijo del orden imperial europeo (como ella) perdido en un país inescrutable, que nunca comprendió pero que quiso genuinamente. En Querétaro, último refugio del emperador y sitio de su fusilamiento, Bedford ahonda en el contrapunto entre Maximiliano y Juárez –el heredero Habsburgo y el indígena zapoteca– que desveló a muchos escritores europeos: ¿Por qué Juárez no le perdonó la vida? Por una coherencia histórica inadvertida por los europeos de su tiempo. ¿Por qué Maximiliano, abandonado por Francia, por Europa, por su propia familia, decidió quedarse? Por una coherencia histórica inadvertida para los mexicanos de su tiempo. Bedford, que años más tarde cubriría varios juicios célebres, somete a Juárez y Maximiliano al juicio de la historia, los comprende y perdona.
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Nací y viví en el paisaje natural y humano que fielmente retrata Bedford. Puedo atestiguar que algunas cosas perduran: el mosaico de la cocina (más variado aún de lo que imaginó, porque no visitó Yucatán), los mercados multicolores, el culto por las flores, las fiestas y la música. Uno que otro “don Otavio” se pasea aún por las calles de provincia. La convivialidad de las familias un domingo en la Alameda (donde vivió Bedford) sigue siendo la misma. La vieja cortesía, las situaciones surrealistas y la piedad popular se niegan a desaparecer. También la hiriente desigualdad, la pobreza, la corrupción.
Otras cosas han cambiado, para bien: el subsuelo de la ciudad encontró un arqueólogo: ahora una parte del Templo Mayor de los mexicas puede admirarse al descubierto. Hay un prodigioso Museo de Antropología. Se preservan mejor las joyas coloniales, visitadas por millones de viajeros como Bedford. La mortandad ha descendido vertiginosamente, lo mismo que la desnutrición. Hay menos cantinas, pero no menos alcohólicos. Económicamente, México no es ya “un país atrasado y encerrado en sí mismo” sino la decimoquinta economía mundial. Desde hace décadas apareció una clase media significativa y México ensaya una incipiente democracia. Aunque se ha logrado atemperar los impulsos dictatoriales o anárquicos, muchos mexicanos, ante el cúmulo de problemas, y tal como Bedford profetizó, esperan un mesías.
Pero el México del que Bedford se enamoró ya no existe. Ahora los días grises son la regla y el cielo nunca está despejado. El lento tiempo mexicano se ha degradado: ahora hay prisa, preocupación, angustia, inseguridad. Los bandidos enmascarados se han vuelto industriales del crimen. La violencia derivada del narcotráfico ha alcanzado niveles espantosos, solo vistos durante la Revolución. Y la utopía de la meseta tarasca, que había resistido más de cuatro siglos, se malogró. Por no reconocer esa vida en sus propios términos, por no apoyarla, las élites rectoras (políticos, empresarios, académicos) condenaron a esos indígenas y, en general, a los campesinos de México, a volverse nómadas de las ciudades, en su propio país y en Estados Unidos. México será siempre el país de las dos notas, allegro y pánico, en busca de una nota más alta y mejor. ~
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.