Byung-Chul Han es un filósofo surcoreano, afincado en Alemania, con proyección mundial. Consigue en libros breves recoger las grandes preguntas de nuestro tiempo aunando rigor y sencillez. El espíritu de la esperanza es su última publicación, que se presenta como una novedad porque abandona los temas sombríos y el tono pesimista de sus libros anteriores, en favor “de una alentadora visión del hombre”. El santo y seña del giro es la esperanza, presentada como la gran palanca para la construcción de un nuevo tiempo.
Arranca la reflexión acogiéndose a la idea de Kafka, luego desarrollada por Walter Benjamin, de que “solo por los desesperados nos es dada la esperanza”, que el autor traduce diciendo “la esperanza más íntima nace de la desesperación más profunda”. El desesperado, en efecto, no es un conformista que acepta estoicamente su mala suerte, sino alguien que se rebela contra ella porque echa de menos la felicidad y la reclama. Ahí anida el gesto de esperanza.
Motivos para andar desesperados hay muchos, no hay más que seguir el catálogo de sus propios libros. Este autor es como un detective que persigue sin descanso todas las asechanzas del neoliberalismo: la voracidad suicida del capitalismo, el cansancio de Europa, la pérdida de tradiciones, la soledad del hombre moderno, la acedia del consumismo…
Ante un panorama semejante, que el libro da por sentado, caben dos actitudes: el miedo o la esperanza. La que domina es la primera, por eso el libro comienza así: “Merodea el fantasma del miedo.” El miedo, en efecto, resume toda la desesperanza. Miedo a un presente inhóspito y a un futuro apocalíptico. El miedo guarda la viña, la del capitalismo mayormente, y alienta el consumismo. La crítica al miedo es fundamental en un libro sobre la esperanza porque “el miedo nos cierra las puertas a lo distinto”. Nos encierra en nosotros mismos y en lo que hay. Basta echar un vistazo a nuestro alrededor para constatar que el miedo es la actitud dominante en un tiempo, el nuestro, con tantas razones para el pesimismo.
Pero no es la única actitud posible. Mejor dicho, no tiene por qué ser la única. Cabe la esperanza. El autor lo da por hecho, sin explicar por qué. Da a entender que esa posibilidad es convicción de una sabiduría antigua que encontramos en los mitos y que ha tenido valerosos defensores. Recuerda, en efecto, que en la mitología griega, Elpis, la diosa de la esperanza, es hija de Nix, la diosa de la noche. Este convencimiento de que tras la noche viene el día, de que en el sufrimiento anida la esperanza, lo encontramos en San Pablo pero también en alguien tan antipaulino como Nietzsche (“la esperanza, un arco iris que emerge del espumaje”). La expresión poética más audaz es la que expresa Friedrich Hölderlin: “cuando hay peligro, crece lo que salva”.
Dar por sentado que existe la esperanza no significa que sea evidente. Pensar en medio del sufrimiento que la vida tiene un sentido es algo que relaciona la esperanza con el milagro, decía Péguy. Porque no se trata de encontrar una explicación a la negatividad (algo que sí hace Hegel), sino de tener una respuesta que nos salve. No se trata, como dice Santo Tomás, de satisfacer un deseo cualquiera, sino de responder a preguntas cuya respuesta no está al alcance de la mano, por muy humanas que sean. Ese es el milagro de la esperanza que a Péguy le parecía más misterioso que la fe y el amor pues tenía la pretensión de conjurar toda la realidad (y no solo la interior).
El autor no se hace estas preguntas pero las sobreentiende porque distingue la novedad que promete la esperanza del optimismo y de la razón. El optimista apunta a algo que tiene a tiro, mientras que la esperanza tiene que advenir. La razón, por su parte, se afana en lo existente, pero se declara incompetente respecto a lo venidero o nonato. Como decía Nietzsche, “aquí se está gestando algo que será mayor que nosotros”.
Para calibrar el alcance de la esperanza me parece de mayor interés la polémica con Arendt que de repente introduce el autor y que podría despistar. Lo que se debate es el alcance de la acción humana, su apertura, su capacidad de novedad. Arendt concentra en el concepto de “acción” el acto humano por excelencia. El ser humano puede obrar de varias maneras, pero cuando ejerce como tal es en la “acción”, que al ser un acto libre y racional se convierte es un verdadero actus humanus (y no un mero actus hominis). El problema de la acción es que tiene un límite fatídico: cuando actúas libremente pones en marcha una cadena de consecuencias, muchas de las cuales tú no querrías. Esas consecuencias cuestionan el crédito de tus decisiones libres, de tus “acciones”, como si anularas una parte de tu capacidad creativa. Solo recuperarías tu capacidad de acción si te liberaras o te liberaran de toda relación con esa parte muerta de tu libertad. Y eso es lo que consigue, según Arendt, el perdón. Gracias al perdón recuperamos la plenitud de acción, quedamos libres para nuevas empresas. Retengamos pues la idea de que Arendt remite el ser humano a su capacidad de novedad, es decir, de creación. Esa es la expresión de la libertad y de la dignidad humana.
Para Byung-Chul Han, por el contrario, lo que propicia la novedad, lo que activa las posibilidades latentes, lo que alimenta la creación, no es el perdón sino la esperanza, porque el perdón se mantiene en el campo de la acción y ese campo es inmanente. Por muy libres y creativos que seamos, la acción humana solo dará de sí lo que esté en sus potencialidades. Su capacidad de novedad está limitada a las potencialidades inherentes al ser humano. Pero el ser humano, piensa Byung-Chul Han, puede abrirse a novedades que le superan. Aunque superen sus fuerzas, puede acogerlas si le advienen, y en ese sentido son humanas, pues la acogida no hace descarrilar al ser humano sino que le completa.
La esperanza digna de ese nombre incluye la novedad que le pueda advenir, por eso, dice, es trascendental (no inmanente) y escatológica, porque incluye la pregunta que la muerte plantea a la vida. El autor, llegado a este punto, no tiene inconveniente en citar al teólogo Jürgen Moltmann, el autor de una Teología de la esperanza, para quien “la esperanza cristiana se refiere a un novum ultimum, a la nueva creación de todas las cosas por el Dios de la resurrección de Cristo”. Las respuestas reales a las grandes preguntas son del orden de la gracia y no de la acción.
Esta invocación de la esperanza teologal en un libro de filosofía sobre la esperanza no puede pasar desapercibida. ¿Significa, como dice el teólogo católico J. B. Metz, que la esperanza o es teologal o es una estafa? ¿Será verdad, como decía Pablo, que sin la fe en la resurrección toda esperanza es vana? El autor surcoreano acaba de decir que la esperanza alcanza mucho más que la razón, con lo que su filosofía no solo incluye lo racional sino también lo razonable. Pero quien hable de esperanza –y no de deseo o de espera– tiene que contar no con lo que tiene sino con lo que le adviene, como un don.
El autor llega a este punto en el momento más intenso de su discurso, escenificado como una polémica con Hannah Arendt: frente a la centralidad de la acción, la del don; frente a la creatividad de la libertad, la novedad de la gracia; frente a la satisfacción de un deseo, la redención. A nadie se le puede pasar por alto lo que esto supone, tampoco al autor, quien, tras ascender a esa cumbre, siente vértigo y comienza a flaquear. La esperanza teologal basada en la fe en la resurrección empieza a ser otra cosa: “una porfía” o esfuerzo por sacudirse la desesperanza; una expresión poética, incluso una utopía que, como todo el mundo sabe, nunca se cumple porque es por definición asintótica (“un mensaje que nunca llega a su meta”)… Se va diluyendo la substancia de la esperanza teologal que era confianza en la realización de la promesa. A partir de ese momento, el discurso se tranquiliza, como si despertara de un sueño que hubiera confundido lo soñado con la realidad. Aunque esto fuera verdad en el caso del autor convendría, antes de decretar que fue un sueño, preguntarse por qué la referencia teologal no ha podido arraigar, ¿por qué da vértigo? Digamos, para empezar, que el lenguaje de la esperanza teologal no se lleva porque es extraño a un mundo cuya racionalidad quiere ser secularizada. La separación actual entre razón y fe, filosofía y teología, no la encontramos, por supuesto, en las filosofías de Santo Tomás ni San Agustín, pero tampoco en las de Spinoza o Hegel. El problema de esa escisión, por muy fundada que esté, es que no hace justicia a la realidad. Estamos rodeados de ecos o rumores de ángeles que escapan al radar racional pero que encuentran cobijo en zonas ocultas del espíritu moderno. Quien ha captado esa situación es Kafka. Cuando, contra la generación asimilada de su padre, quiso hacer valer la tradición judía, se dio cuenta de que era imposible, porque, ¿cómo hacer valer valores judíos si la sociedad no tenía ningún oído para la tradición? El drama de su tiempo es que sobrevivían determinados valores como restos de un naufragio pero sin relación a un contexto que lo justificara. Por ejemplo, la vergüenza. Se dice de los asesinos de Joseph K que, tras la ejecución, “les sobrevivió la vergüenza”. Pero ¿por qué avergonzarse si ellos solo eran ejecutores de una orden del Tribunal? Solo se explica si relacionamos la ejecución con el bíblico mandato del “no matarás”. Pero toda esa novela, El proceso, lo que muestra es lo absurdo de un mundo donde no hay ley y sí mucho desorden. Un buen comentador de Kafka, Gershom Scholem, decía que la obra de Kafka se desarrolla en un mundo donde “hay valores sin justificación” (Geltung ohne Bedeutung). Hemos citado la vergüenza, pero en la misma situación se sitúa la esperanza. El ser humano moderno siente la necesidad de la esperanza, pero carece de una cultura que le permita entenderla y asumirla. Cuando se consigue entenderla, gracias a un esfuerzo filosófico, la afirmación no arraiga sino que decae porque el terreno no da para más. Lo que hace Kafka es describir la melancolía de un mundo entregado a la pura inmanencia. Si no se puede verbalizar lo que falta, solo queda mostrar lo absurdo de lo que queda. Sus personajes buscan sentido a un mundo que no lo tiene porque la ley (que en él es sinónimo de revelación o sentido, ligados a la cultura bíblica) se ha eclipsado dejando, sin embargo, una sombra que pese a todo alimenta, como bien reconocía Nietzsche, el horizonte de nuestra cultura. El espíritu de la esperanza tiene el valor de adentrarse en esas profundidades pero da marcha atrás cuando siente que no hace pie. La cuestión principal queda en todo caso abierta: una esperanza inmanente, como la que encarna la utopía, ¿es la última encarnación de la astucia de la razón o hay que tener en cuenta su dimensión trascendente? Byung-Chul Han, que tiene el mérito de haber planteado claramente el problema, lo deja abierto. ~