Sobre la infraestructura y sus falacias

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El debate sobre qué hacer con la infraestructura en construcción o por construirse fue uno de los distintivos de los periodos electoral y de transición recién culminados. Con lo que hay disponible sobre el sexenio que inicia es posible augurar que la infraestructura seguirá siendo central en las discusiones sobre política pública a escalas federal y regional. Si bien llega tarde y de forma un poco atrabancada, pues la débil democracia mexicana no ha promovido conversaciones profundas sobre la pertinencia de la obra pública, la discusión abierta sobre proyectos de infraestructura, caprichos aparte, es muy necesaria: se trata, a final de cuentas, de financiar con recursos públicos o privados modificaciones estructurales a las condiciones presentes y futuras del desarrollo de la economía nacional.

Nuestra historia reciente a este respecto es bastante problemática. La obra realizada o por concluir se eclipsa fácilmente por proyectos fallidos o mal implementados. La lista puede ser larga, pero los ejemplos más mediáticos incluyen refinerías que no se construyen, circuitos viales que colapsan recién inaugurados, proyectos ferroviarios cancelados por escándalos de corrupción o retrasados –con sobrecostos sustanciales– y, desde luego, cancelaciones de aeropuertos en construcción. Dicha problemática se complejiza con la obra que, aunque indispensable, decide no hacerse, ya sea porque no brinda un relumbrón a sus promotores o porque sus beneficios no entran tan claros en las contabilidades convencionales. Tal es el caso, ni más ni menos, del desplome de los presupuestos ambientales, en particular los destinados al agua y a financiar la conservación de ecosistemas.

La evaluación de la infraestructura no debe detenerse en la obra en proceso, fallida o no promovida. Se debe incluir la que está en funcionamiento para determinar si la economía política asociada beneficia a la mayoría con mejoras sustanciales en su calidad de vida. Un ejemplo iluminador es el de Ciudad de México, cuyos presupuestos de infraestructura han estado dominados por la expansión vial. Debiera quedar claro que cada peso allí invertido insiste en un enfoque de movilidad equivocado, con costos sociales significativos. A ellos habrá que añadir el costo de oportunidad de no invertir en los sistemas de transporte masivo, cuyo colapso cotidiano es inaceptable y escandaloso: lo padece la mayoría.

La tarea no es fácil. Se ha mantenido por décadas la creencia común de que la infraestructura trae beneficios automáticos. Hubo buenas razones para sostenerlo: la espectacular expansión económica del siglo XX en México y en el mundo se explica en parte por megaproyectos que permitieron transacciones de otro modo imposibles. No obstante, el esquema de incentivos que opera tanto en la asignación de contratos como en la construcción ha generado un portafolio importante de casos fallidos con elevados costos sociales, lo mismo en Australia, Estados Unidos o Gran Bretaña que en China, la India, México o Brasil.

Bent Flyvbjerg, académico de la Universidad de Oxford, sugiere que el problema fundamental de la creencia en los beneficios automáticos de la infraestructura es que lleva a construir proyectos que no son claros respecto a su viabilidad financiera futura y no se contrastan con otras opciones posibles. Este proceso deriva en lo que él llama “la sobrevivencia del menos apto”, o la elección de proyectos subóptimos desde el punto de vista social. En su evaluación, tres factores se combinan para provocar sistemáticamente dicha elección: i) la falacia de planeación, o el sesgo optimista que minimiza costos y exagera beneficios, ii) la creencia en la “mano oculta” de Hirschman, o la hipótesis de que los problemas no previstos siempre traen consigo soluciones geniales y de beneficios amplios, y III) la tergiversación estratégica de la información por sus promotores, que buscan de cualquier modo hacerlos ver bien en el papel para justificar su construcción (“What you should know about megaprojects and why: an overview”, Project Management Journal, abril-mayo de 2014).

Aunque de forma tímida, en las últimas décadas dicha creencia ha cedido espacio al escepticismo. Un caso paradigmático es el cambio de enfoque del Banco Mundial: de la creencia absoluta al retiro de financiamientos en aras de la cautela. Así ha sucedido con el desarrollo de megapresas o, más en general, en su impulso reciente a la fórmula “gastar poco y bien es mejor que mucho y mal”.

((Para lo primero, Thayer Scudder, Large dams. Long term impacts on riverine communities and free flowing rivers, Springer, 2019. Para lo segundo, y sobre su discusión en el contexto de América Latina, Marianne Fay, Luis Alberto Andrés, et al., Repensar la infraestructura en América Latina y el Caribe. Mejorar el gasto para lograr más. Resumen ejecutivo, Banco Mundial, 2017.
 
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 Como sea, esta cautela no solo debe basarse en las enseñanzas del pasado, sino también complementarse con reflexiones hacia el futuro que pongan como tema central la sustentabilidad a largo plazo del desarrollo.

Hay cuatro lecciones relevantes, de acuerdo con la economista Faye Duchin: i) el ciclo de vida de la infraestructura supone compromisos con el futuro, más allá de los plazos para recuperar inversiones, ii) los recursos financieros son tan cuantiosos que pueden comprometer la estabilidad macroeconómica de no pocos países, iii) los proyectos suelen emplear muchos recursos naturales y sus impactos en los ecosistemas son indirectos y de mitigación compleja, y iv) los proyectos modifican las condiciones de vida de amplios grupos poblacionales de modo prácticamente irreversible, por lo que requieren, al menos si se atiende alguna vocación democrática, de procesos de gobernanza y de discusión pública sobre su pertinencia a la luz de otras alternativas posibles.

((Faye Duchin, “Resources for sustainable economic development: a framework for evaluating infrastructure system alternatives”, Sustainability, vol. 9, núm. 11, Multidisciplinary Digital Publishing Institute, 2017.
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Por lo anterior, el debate sobre infraestructura debe superar sus aspectos estrictamente técnicos para reconocer su carácter eminentemente político.

Dicho reconocimiento aparece como urgente al inicio del nuevo sexenio de la administración federal. A pesar de la insistencia en que “esta vez será diferente”, promover y decidir los proyectos propuestos con poca o nula información debiera resultar inaceptable en democracias que tienen compromisos mínimos con la verdad. Visto lo visto, es previsible un gobierno promotor de obra muy propenso a la falacia de la planeación, pues anuncia inauguraciones sin tener siquiera proyectos ejecutivos; al sesgo optimista, pues asegura amplios beneficios a bajo costo y, en suma, a la tergiversación estratégica de la información que busca posibilitar proyectos aunque a la larga puedan resultar inadecuados.

Las evaluaciones independientes de la infraestructura construida o por construir son, por esos motivos, indispensables y urgentes. Varias de ellas podrían considerar la diversidad de impactos directos e indirectos ahora y en el futuro, poniendo al centro las contribuciones económicas, sociales y ambientales de las obras en cuestión. Tales perspectivas serían muy valiosas para un debate abierto sobre las pertinencias de la obra pública, debate que, por cierto, debiera ser costumbre dadas nuestras urgencias de desarrollo y de conservación y nuestra preferencia, al menos declarada, por los procesos democráticos. ~

 

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es doctor en economía ecológica por el Rensselaer Polytechnic Institute e investigador del Centro de Estudios Demográficos, Urbanos y Ambientales de El Colegio de México.


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