En La gran ilusión. Mito y realidad del proceso indepe, el periodista Guillem Martínez cuenta una anécdota de un senador estadounidense que le pregunta a un político independentista:“¿El pueblo catalán quiere la independencia, o quiere manifestarse por ella?” Martínez cree que, si muchos catalanes han aceptado el procés tal y como se lo han ofrecido las élites independentistas desde 2012, la respuesta es que probablemente quieren lo segundo. El procés ciudadano, el de las Diadas multitudinarias, el que difícilmente puede negarse, coincide con el fenómeno del 15m, y recoge su descontento con la política, pero paradójicamente “apuesta por los viejos partidos para vertebrar su propuesta”; partidos como Convergència, que nunca fue independentista, y menos aún rupturista con la legalidad. Pero, en una época de crisis, corrupción, recortes y desencanto con la política, el procés gubernamental, la sucesión de escenificaciones solemnes, retos al Estado, nacionalismo y propaganda, es una perfecta estrategia de supervivencia para los partidos que llevan treinta años gobernando Cataluña.
Para el independentismo popular, el procés es un gran acto expresivo, de protesta; y el referéndum, ni siquiera la independencia, que nadie en su sano juicio ve cerca, su cumbre. No están del todo separados ambos procesos: el institucional ha usado la propaganda de una manera obscena para explotar y manipular los valores de democracia, libertad, soberanía y emancipación con los que fantasean (como si no los disfrutaran; es lo que les llevan diciendo sus líderes varios años) muchos catalanes independentistas. Nadie cree las declaraciones altisonantes y optimistas de Lluís Llach sobre la nueva república catalana. El referéndum importa más que la independencia. Es el voto expresivo y catártico, la manera de reafirmar la identidad catalana.
En junio, el Govern anunció con pompa y solemnidad la fecha (el 1 de octubre) y la pregunta del referéndum unilateral, y al día siguiente el entrenador del Manchester City, Pep Guardiola, pidió ayuda internacional ante los “abusos de un Estado autoritario”. La pregunta es mucho más clara que la doble cuestión del referéndum teatral del 9N de 2014 (“¿Quiere que Catalunya sea un Estado? En caso afirmativo: ¿Quiere que este Estado sea independiente?”). Esta vez es: “¿Quiere que Cataluña sea un Estado independiente en forma de república?” No hay ambigüedades. Es lo más lejos a lo que ha llegado el procés en su defensa de la independencia.
En medio del debate del referéndum está la Ley de Transitoriedad, anunciada pero todavía no aprobada (aún no tiene fecha), un apaño jurídico secreto que ha organizado la Generalitat para proclamarse soberana, y que los partidos independentistas quieren aprobar en veinticuatro horas y sin permitir a los diputados debatirla previamente. Esta ley dotará de la supuesta legitimidad al Parlament, alegan sus defensores, para organizar un referéndum vinculante, lo que en cierto modo es una estrategia circular: en la mentalidad independentista, el referéndum dará la legitimidad democrática a Cataluña para gobernarse a sí misma, pero la Ley de Transitoriedad ya proclama a Cataluña soberana y legitimada para separarse de España. El País filtró varios puntos de la ley que no solo demostraban las carencias jurídicas; algunos parecían violar la libertad de prensa y de expresión, la Constitución y el propio Estatut de Cataluña, y cuestionaban la separación de poderes. En un plano más banal, no es más que otra escenificación para demostrar al Estado que están dispuestos a ir hasta el final. No es más que eso porque quienes han visto la ley, y quienes conocen la escasa organización del referéndum unilateral, saben que difícilmente se conseguirá algo muy diferente al 9N.
El 9 de noviembre de 2014, miles de personas votaron un referéndum que ya no se llamaba referéndum, ni consulta, sino “proceso de participación ciudadana”. El Govern, al ver que el desafío a la legalidad podía ser arriesgado, se desentendió, aparentemente, de él. Lo vendió como un proceso ciudadano. Las urnas eran de cartón. No había censo, y se podía votar hasta el 25 de noviembre. El gobierno de Rajoy no intervino para impedirlo, aunque pidió a la fiscalía que investigara si hubo miembros de la Generalitat que lo apoyaron o utilizaron recursos públicos para su organización. A pesar de que el 9N no fue más que el enésimo acto simbólico y expresivo del procés, Artur Mas acabó inhabilitado, y se convirtió en un mártir para los medios independentistas.
Un sector del independentismo desea una sobrerreacción del gobierno de Rajoy. El nacionalismo necesita el victimismo. La propaganda de la España represora y atrasada es potente y efectiva, pero más potente sería si fuera verdadera. Los únicos que hablan de suspender la autonomía, intervenir Cataluña, los tanques por la Diagonal, son los independentistas. Puigdemont admite que quiere negociar “hasta el último minuto de la prórroga”. Un golpe en diferido. La breve historia del procés institucional enseña que todo es superficie, y que siempre es posible reordenar la propaganda para que presente cada suceso como un paso más en el camino hacia la independencia. De derrota en derrota hasta la victoria, que es simplemente la supervivencia. ~
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).