Utopía canábica

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A pesar del brutal aumento en los índices delictivos de los dos últimos años, hasta el momento ningún candidato presidencial ha tenido el valor de proponer la legalización de la marihuana, una medida indispensable para reducir significativamente los ingresos del narco. Los ha paralizado, sin duda, el miedo a la mayoría conservadora que seguramente les negaría su voto si se atrevieran a desafiarla. Mientras la hipocresía dicte las reglas del juego político, ningún aspirante a la presidencia se arriesgará a encabezar esta necesaria reforma, pero quien resulte ganador en las próximas elecciones tal vez la emprenda en un arranque de audacia, si encuentra una buena manera de vendérsela al público. Invocando el espíritu de Baudelaire (“hipócrita, hermano mío, mi semejante”), ofrezco a ese hipotético reformador una buena coartada moral para legalizar la mota y, al mismo tiempo, aparecer ante la sociedad como redentor de los pobres: desempolvar los acuerdos de San Andrés, que otorgarían a los municipios indígenas un alto grado de autonomía, similar al de las reservas indias en Estados Unidos, y, a la vez, concederles el monopolio del cultivo de marihuana. Libres y prósperos, los pueblos indios serían un formidable muro de contención contra las mafias que hoy en día sojuzgan a millones de mexicanos. ¿Una reforma difícil de implementar? Sin duda, pero debilitaría el poder corruptor del hampa con más eficacia que la nebulosa amnistía propuesta por López Obrador o la prolongación de la guerra con mejores métodos de inteligencia que intenta recetarnos Ricardo Anaya.

En marzo del 2001, cuando el Congreso rechazó los acuerdos de San Andrés, las bancadas del PRI, el PAN y el PRD argumentaron que su aprobación podía convertir al Estado mexicano en un archipiélago de pequeñas repúblicas. Mientras ellos castigaban al EZLN, y de paso a toda la población indígena, el gobierno de Vicente Fox, que nunca se atrevió a desmantelar el aparato corporativo del PRI, pero concedió a los gobernadores una patente de corso para contratar deuda pública y hacer negocios fabulosos, agravó el proceso degenerativo en el que habían caído desde mucho tiempo atrás las policías y las procuradurías estatales. Desde entonces, la narcopolítica sentó sus reales en buena parte del país y, a partir de 2007, la balcanización que tanto espantaba a los diputados llegó por donde menos la esperaban. La autonomía despótica de las mafias que gobernaban o gobiernan todavía estados como Michoacán, Guerrero, Tamaulipas, Coahuila, Durango, Sinaloa y Nuevo León rompió en los hechos el pacto federal y obligó a los ciudadanos inermes a tomar las armas para defenderse de los narcos. Si en muchas comunidades rurales el Estado ya no garantiza la seguridad de nadie, ¿con qué argumento les puede negar a los indígenas el derecho de imponer sus propias normas de justicia en los territorios que les pertenecen desde siempre? La fortaleza de sus lazos comunitarios les permitiría tener índices de impunidad muy inferiores a los de un Estado podrido que solo castiga el 3% de los delitos.

La reforma que propongo puede matar dos pájaros de un tiro: sacaría de la miseria a los pueblos indios y debilitaría económicamente a los ejércitos criminales. Si el vicio del juego ha servido para financiar la asistencia pública (o al menos así lo declara la Lotería Nacional), ¿por qué no explotar el vicio de la marihuana con fines igualitarios? El presidente que se atreva a lanzar esta iniciativa tendría un escudo de acero para defenderse de sus críticos: la inmaculada causa del indigenismo. Por supuesto, debe declarar en público que jamás ha fumado la yerba o la fumó sin darle el golpe, como Bill Clinton, y pintar con tintes sombríos los estragos de la droga en la salud de los jóvenes. Unas lagrimitas para compadecer a los adictos descarriados no le vendrían nada mal. Pero cuando la mota sea legal será un beneficiario directo de su política visionaria. En la intimidad de Los Pinos, con un guato comprado en el Oxxo, podrá relajarse mucho mejor que Calderón cuando empinaba el codo hasta farfullar incoherencias, sin la temible cruda del día siguiente. Nada mejor que un delicioso carrujo para aliviar las tensiones de la vida política. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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