Abril Castillo Cabrera
Tarantela
México, Antílope, 2019, 200 pp.
para Alan
En los siglos XVII y XVIII en Europa se tenía la creencia de que la música podía curar ciertas enfermedades, entre ellas el tarantismo. Quienes eran mordidos por una tarántula experimentaban alucinaciones, parálisis de los músculos y alteraciones emocionales. Por lo que se les recomendaba bailar la tarantela, una danza originaria del sur de Italia que consistía en dar saltos y mover los pies de manera rápida y alternada para expulsar el veneno a través del sudor. Era tal el frenesí de los enfermos que muchos de ellos se desmayaban después de bailar. Según varios textos de la época, cuando despertaban estaban curados y sin la presencia del veneno en su organismo. No es una coincidencia que Abril Castillo Cabrera (Morelia, 1984) haya elegido como título de su primera novela el nombre de esta danza purificadora. Su libro no solo cuenta la historia de cómo el veneno entró en una familia, sino que a la vez pretende convertirse en una cura contra sus síntomas.
Tarantela es un conjunto de recuerdos familiares. Entre los platillos que cocina la sirvienta, las charlas de los adultos en la sobremesa, las travesuras de los niños y los paseos al parque con los abuelos se guarda un secreto que no deja a Abril, la narradora, en paz. Varios años atrás, un hermano de su madre murió envenenado, pero nadie en la familia habla de ello. Treinta años después, Abril hurga en la agenda Memindex de su abuelo, un artefacto de la memoria que permitía llevar un registro de las actividades del día en pequeñas tarjetas de cartón, para reconstruir al fantasma de su tío Jano.
Así, Abril y los lectores viajan a finales de 1986, al momento en el que Jano se envenenó con talio, un elemento utilizado como raticida y que, entre otras cosas, provoca pérdida del cabello, daños en el sistema nervioso, fallas respiratorias y psicosis. En su agenda el abuelo registra todas las visitas de los médicos, los exámenes, las diálisis, las trasfusiones sanguíneas y cualquier señal de recuperación con la esperanza de que la escritura sirva como exorcismo y algún día Jano vuelva a la normalidad. Pero, tras seis meses en el hospital, una noche Jano se ahoga con su saliva y muere.
La novela podría haber concluido en ese momento y habría sido un relato conmovedor y delicadamente armado sobre la pérdida. Pero Castillo Cabrera no se conformó con esto y siguió jalando el hilo de la telaraña. Más adelante, los lectores se enteran de que una maldición atraviesa a la familia de la narradora: todos están condenados a perder un hermano. De manera que las siguientes cien páginas son la historia de cómo el veneno de la maldición que mató a Jano se convierte en un dolor que atraviesa a los vivos y provoca en Lucas, el hermano de Abril, esquizofrenia y en ella hipocondría y una incapacidad de mantener relaciones afectivas sanas.
Una vez que Abril ha superado la edad que tenía su tío al morir, acude a revisiones médicas con mayor frecuencia de la recomendada y lucha contra el impulso de meterse a un laboratorio médico a hacerse análisis de la misma manera en la que lo haría un diabético frente a una dulcería. Pero el dolor físico –que puede aliviarse con una pastilla– no es el peor sino el mental. “Los dolores mentales duelen más porque son intocables. Invisibles. Inefables. Pero existen. Como los fantasmas”, asegura la protagonista. Ese mismo dolor es el que siente Lucas, quien ha sido internado en clínicas psiquiátricas porque puede pasar varias semanas sin hacer contacto con la realidad. Nadie lo comprende, solo su hermana. Los dos han desarrollado su propio idioma, donde la “h” en hermano sobra, las palabras se conforman solo de vocales y el humor es el recurso más eficiente para entablar una conversación. En los momentos más oscuros de cada uno, Abril y Lucas se acompañan, bajo el temor de que la maldición que acecha a su familia los separe.
A diferencia del huérfano que ha perdido a sus padres, o el viudo que ha perdido a su cónyuge, no sabemos cómo nombrar a quien ha perdido a sus hermanos o a sus hijos. Esas son el tipo de ausencias que experimentan los personajes de Tarantela, pérdidas que se vuelven tan insoportables como la ponzoña de un animal. Sin embargo, como la tarantela que purifica a los envenenados, los personajes de Castillo Cabrera cuentan con dos curas: la hermandad y la escritura.
“Ermano, eres con quien puedo ser como soy y aunque me odies a veces siempre me volverás a querer. Eres con quien puedo bailar sin pensar qué paso estoy haciendo. Eres mi tarantela. Lo que me sacude el veneno de estar viva. Ermano, ¿crees que mis papás se quieran tanto con sus ermanos como tú y yo?”, le confiesa Abril a Lucas. Los hermanos logran escapar de la maldición y sus dolores desaparecen porque se tienen el uno al otro.
El tratamiento ficticio que Castillo Cabrera realiza en Tarantela me remite a Entre los rotos, de Alaíde Ventura Medina, y a Mi abuelo y el dictador, de César Tejeda. En estas novelas el tono íntimo permite al lector meter la nariz a los armarios donde se guardan los secretos más oscuros de las familias, pero cuando siente que se ha entrometido de más, lo que recibe es un portazo en la cara que le recuerda que esa historia ha pasado por el filtro de la ficción. A pesar de que estos relatos están narrados desde la primera persona, el autor no está en su centro; su papel únicamente consiste en urdir los hilos de los recuerdos familiares. Castillo Cabrera concibió su novela como un rompecabezas visual que el lector tiene que acomodar.
Tarantela es un relato donde la memoria, la nostalgia, el dolor, el amor y la esperanza forman parte de la misma telaraña, que es la familia. Después de las pérdidas, de las rupturas amorosas y de las enfermedades, Abril, Lucas, sus padres, sus tíos y sus abuelos saben que pueden refugiarse en su familia y que la gota de veneno que comparten es también su antídoto. Al final, eso es lo que hacen las familias, “reintegrar con lo que queda vivo para sanar el hueco que deja una ausencia”. ~
estudió literatura latinoamericana en la Universidad Iberoamericana, es editora y swiftie.