Ante la variedad de relatos, personajes, desvíos y niveles de realidad presentes en Minimosca, la última novela del escritor peruano Gustavo Faverón (Lima, 1966), parece que la única forma posible del resumen es la metáfora: una novela río, una novela laberinto, una novela delirio, una novela rompecabezas, una novela fractal… Aunque imprecisas y evasivas, quizá las metáforas son la mejor forma de describir esta novela. Si, como señaló Borges, la metáfora es el “contacto momentáneo de dos imágenes”, nada mejor que una metáfora para describir una novela cuya sustancia principal es la proliferación e intensificación de un puñado de imágenes. “Nuestra mayor fuente de documentación es un baúl con viejos videos de VHS en el sótano de una biblioteca de Maine”, apunta la nota de la página inicial.
Describir una de las líneas argumentales principales o a uno de los personajes protagónicos no alcanza a dar cuenta de la totalidad de la novela simplemente porque no hay un centro dramático preciso. La narración comienza con un personaje, trasunto de Faverón, que pierde la memoria y se convierte en vagabundo luego de golpearse accidentalmente la cabeza. Continúa en la segunda parte con la vida de un boxeador peruano que derrota a sus contrincantes susurrándoles poemas de César Vallejo en el cuadrilátero. Recupera más adelante a George Bennet y Raymunda Walsh, dos personajes de Vivir abajo, la anterior novela de Faverón. Y vagabundea por la vida de individuos extraños: Richard Diekenborn, un artista que solo puede pintar la figura de Utah; John Sinclair, un editor de rarezas literarias; Mónica Buchenwald, una heredera limeña que sufre el infierno de su padre y de su madre; y varios más. También aparecen versiones alternas de figuras conocidas: César Vallejo, Marcel Duchamp, Allen Ginsberg, Stephen King…
La profusión de relatos no solo es una acumulación barroca de detalles o figuras. Predominan la divergencia, la dislocación, la simultaneidad y los paralelismos: a veces sucede que dos personajes distintos son el mismo personaje, o un personaje existe en dos realidades paralelas (hay un Juan Rulfo que nace en Apulco, otro que nace en Sayula), o un personaje que parece ser uno en realidad es otro. Algunos relatos son películas telepáticas proyectadas en la imaginación de los personajes de otro relato. Hay manuscritos de la novela dentro de la novela. Hay un urinario interdimensional, padres caníbales, especulaciones sobre el comunismo de Borges, y un oso hermafrodita que gesta en sus entrañas a un bebé serbocroata llamado Miroslav Valsorim, quien es a la vez un personaje real y ficticio dentro del universo de la novela. Esta multiplicidad caótica y refractante desplaza continuamente el centro de la novela, y produce una frenética superposición virtual de personajes, ideas, historias e intuiciones, cuyo aliento poético se materializa en una prosa limpia, inventiva, paradójica, humorística a ratos, pero también tétrica y terrible, y nunca menos que particular: es ya, muy evidentemente, faveroniana.
En Vivir abajo y El anticuario (la primera novela de Faverón), la historia de un crimen enmarca un raudal de escenarios y personajes, y establece un arco principal en el desarrollo de la trama. Por ello, aunque igualmente desquiciada, Vivir abajo puede leerse como una novela policial, extraña, sin duda –porque al final el criminal es la víctima y el detective es el asesino–, pero siempre con un pie en el lado convencional de la literatura policial. Minimosca no solo no tiene un marco similar, sino que cada vez que parece que el conjunto se va a cerrar y definir con límites precisos, resulta que el cuadro ya está adentro de otro cuadro, y así varias veces. La operación, aunque portentosa, puede ser excesiva. Miento si digo que no eché un poco en falta el carácter trágico que rezuma Vivir abajo, que nunca deja de ser por completo la historia de un individuo que queriendo hacer el bien termina haciendo el mal. No hay drama similar en Minimosca, y tal vez no debemos pedirlo. Lo que entrega a cambio de alejarse de las expectativas psicológicas o dramáticas tradicionales de la novela realista es, al mismo tiempo, el incremento de la potencia fabuladora y la libertad de explorar ciertas obsesiones temáticas con mayor rango y variación.
Los diversos elementos narrativos de Minimosca se concentran en unos cuantos temas que sobrevuelan la totalidad de la obra: la crueldad de los padres hacia los hijos, la imaginación seducida por el horror, la locura como resultado de la violencia política, el artista como una figura contradictoria (a caballo entre el nihilismo y el delirio), y la mente como una cárcel de la que continuamente los personajes intentan fugarse (el anverso de la locura). El trasfondo que se vislumbra tras estos temas es la violencia y los horrores de la historia del siglo XX (la Primera Guerra Mundial, el Holocausto, la bomba atómica, los Estados totalitarios, la vigilancia policial, etc.), y su forma de permanencia y reproducción más elusiva: el efecto paranoico que despiertan en la mente y en la imaginación. A diferencia de las grandes obras literarias que son un testimonio directo de esos sucesos o que los recrean dramáticamente para que el lector haga el ejercicio imaginativo y emocional de ponerse en la piel de las personas que los atravesaron, Minimosca se sabe parte de un mundo distinto, un mundo para el cual los horrores del siglo XX son una presencia fantasmal que, sin embargo, distorsiona la realidad y la afecta principalmente a través de la memoria, la imaginación y, en general, la vida psíquica.
Si el siglo XX fue paradigmático en muchos sentidos (porque demostró que podemos terminar en la luna pero también en los campos de concentración, por ejemplo), el siglo XXI es paradigmático justamente porque ha destruido los paradigmas. Lo suyo es el absurdo, la relativización, lo irracional, la “posverdad”, si se quiere. Es decir: los grandes hechos definitorios de la historia de pronto aparecen bajo el lente de la sospecha, la distancia y el escepticismo. Con el horror, pese la urgencia que suscita, sucede lo mismo: no lo vivimos directamente, o no solo directamente, sino también mediatizado; existe como una imagen que, sin habernos dado cuenta, de pronto asedia al pensamiento. “Creer que hay un principio del horror, dice, ese es el horror verdadero. Saber que todas las cosas que pasan son parte de una idea. Después imaginar la idea y después imaginar que alguien la ha pensado y por último darse cuenta de que aquel que la ha pensado es uno mismo”, reflexiona el pintor Diekenborn. La estructura de Minimosca reproduce ese descubrimiento. Aunque hoy la mayoría de los vivos no hayamos experimentado los horrores del siglo XX (y cuando los peores del siglo XXI suelen llegar primero a través de las imágenes de los medios de comunicación), estos persisten gracias a que el “ojo de la mente”, como dice otro personaje, los percibe. El horror también comienza en la imaginación, y de ahí puede extender su oscuridad hasta encarnarse en actos y hechos verdaderamente terribles, como la conclusión de la historia de George Bennet deja ver en la cuarta parte.
Minimosca es una novela pesadilla que, entre la paranoia sofocante y la esquizofrenia narrativa, refleja la sensación contradictoria y alienante de vivir en una realidad irracional que, peor aún, es irracional justamente porque su lógica intrínseca parece ser la violencia y el horror. La paradoja de la paradoja: en medio de esa desolación germina la poesía y la belleza de la fabulación narrativa y sus historias de crímenes y desesperación que son también historias de melancolía y anhelo. La paradoja de la paradoja de la paradoja: Minimosca. ~