En el siglo XVIII el médico francés Pierre Ordinaire se exilió en Suiza, donde se dedicó a sanar enfermos y a fabricar pócimas curativas como el “elixir de absinthe”, basado en una hierba conocida como ajenjo o artemisia.
Cuenta la leyenda que, a su muerte, Ordinaire legó la receta a su gobernanta y ésta luego a dos señoritas de apellido Henriod, quienes la explotaron comercialmente. En 1797, las Henriod vendieron la receta a un tal Dubied, que montó la primera fábrica de absenta junto con su yerno Henri-Louis Pernod. La novedad fue que el elixir pasó a venderse en las licorerías, a modo de digestivo, con tal éxito que el yerno se emancipó y fundó la destilería Pernod Fils.
Desde la antigüedad el ajenjo había sido empleado con fines médicos. Un papiro egipcio lo menciona por sus virtudes. Hipócrates lo recomendaba contra la ictericia y Galeno contra la malaria. En griego absinthium quiere decir “carente de dulzor”. En francés, avaler l’absinthe significa soportar algo doloroso con estoicismo. Los campeones en las antiguas Olimpiadas debían beber una bebida con ajenjo para que, al tiempo que paladeaban el éxito, no olvidaran las pasadas amarguras.
Los pocos historiadores del ajenjo afirman que tanto la guerra franco-prusiana (1870-1871) como la franco-argelina (1844-1847) contribuyeron a la difusión de la bebida. A su regreso, los combatientes siguieron bebiendo absinthe. Los cafés de los bulevares de París empezaron a servirlo y la burguesía, que admiraba a las tropas, decidió probarlo también.
El apogeo ocurrió entre 1880 y 1914. En 1910 se bebían en Francia 36 millones de litros de absenta anuales. Las cinco de la tarde pasó a ser “la hora de la fée verte” (hada verde). A fines del siglo xix había unos doscientos fabricantes de ajenjo. Muchos afiches art nouveau dan cuenta de la competencia: Sarah Bernhardt hizo publicidad para el Terminus, el presidente Carnot prestó su imagen para otra marca. Y hasta hubo un ingenioso bodeguero que lanzó el ajenjo “Le Même” (El mismo). “Otro ajenjo”, pedía el cliente. “¿El mismo?”, preguntaba el camarero y a menudo acababa sirviendo “Le Même”.
El rito que implicaba la absenta contribuyó acaso a su popularidad: se servía una medida; se colocaba sobre el vaso una cuchara perforada; se ponía allí un terrón de azucar; se vertía agua helada a través del colador. Claro que había otras costumbres: beberlo puro, mezclarlo con vino, añadir limón o pimienta. Toulouse-Lautrec inventó un ajenjo con coñac llamado “Terremoto”.
Una plaga redujo en 1875 la producción de los viñedos franceses. Al ver cuánto aumentaba el precio del alcohol de vino, necesario para el licor, los productores de ajenjo optaron por usar alcohol industrial. La calidad se abarató menos que el precio. Las ventas treparon hasta poner en jaque el liderazgo del vino.
Hacia 1890 “el vaso verde simbolizaba anarquía o rechazo a las normas” (Barnaby Conrad, History in a Bottle). La bebida era estimada por la bohemia “decadente” como afrodisíaco y fuente de inspiración. Entre los bebedores estaban Edgar Poe, Jack London, August Strindberg y Oscar Wilde, para quien un vaso de ajenjo era “poético como una puesta de sol”.
Charles Cros llegó a beber veinte vasos diarios, mientras desarrollaba el telégrafo y el primer fonógrafo. Paul Verlaine empezó a beber ajenjo en compañía de Arthur Rimbaud. Alfred Jarry sólo lo consumía puro y se paseaba en bicicleta pintado de verde. Vincent van Gogh fue iniciado al parecer por Paul Gauguin; cuando su muerte, en 1890 y atribuida al absinthe, ya se había acuñado la palabra absintheur y se discutía sobre la venta libre.
Los rumores de prohibición no hicieron sino acrecentar el atractivo de la absenta. De “hada verde” pasó a hablarse de “peligro” o “demonio” verde. En 1859, un tal doctor Motet había concluido que el ajenjo provocaba crisis epilépticas. En 1892 el doctor Ott observó “espamos y temblores”.
Es creencia que el eclipse del absinthe comenzó en 1901, cuando un rayo cayó en la fábrica Pernod y ésta ardió por cinco días. La anécdota vale por su simbolismo (en ruso, absinthe se dice “chernobyl”) pero la cruzada había arrancado antes, con los primeros films Pathé y con los “dramas antialcohólicos”, en los teatros a partir de 1880.
El bebedor de absenta, cuadro de Edouard Manet, data de 1859; la Bebedora de absenta de Picasso, de 1901. Entre ambos se dio la masiva incorporación de las mujeres a las filas del ajenjo. Nada irritaba tanto a los prohibicionistas.
La excéntrica conducta de los “artistas absintheurs” no bastó para la prohibición. Unos hechos policiales fueron más determinantes. En Suiza, país natal de la bebida, el granjero Jean Lanfray fue acusado en 1905 de matar a su mujer y su hijo. Trascendió que bebía cinco litros diarios de vino, más dos vasos de absinta. La prensa destacó esto último y habló del “crimen del ajenjo”. Y ya se habían recolectado unas ochenta mil firmas exigiendo la prohibición cuando un bebedor compulsivo de absinthe mató a su esposa, en Ginebra. Esto impulsó otro petitorio: 35 mil firmas más.
El ajenjo fue oficialmente prohibido en Suiza en 1907. La medida fue imitada en Italia, Estados Unidos, Holanda y Bélgica. En Francia siguió permitido por un tiempo (especula Marie-Claude Delahaye en Histoire de la Fée Verte) debido a fuertes intereses: la bebida aportaba millones en concepto de impuestos.
En 1900, la Academia de Medicina de Francia condenó las bebidas con esencias vegetales, absenta incluida. “Absintismo y alcoholismo fueron confundidos adrede”, dice Delahaye. Cuando la guerra del 14, los detractores dieron con el argumento faltante: el absinthe debilitaba a las tropas, “erosionando la defensa nacional”; el absinthe era “antipatriótico”.
La prohibición fue sancionada en 1915, al tiempo que Alemania atacaba Argonne. Los fabricantes de ajenjo guardaron un silencio extraño; pronto trascendió el rumor de una suculenta indemnización.
En 1917 se publicó una solicitada: “La victoria sobre Alemania debe ir acompañada de la victoria contra el alcohol”. Para 1920, la máxima graduación tolerada en Francia era de 30. En 1922 se autorizaron los aperitivos de hasta 40: anís del oso, berger, tomysette. La tolerancia fue elevada a 45 en 1938, y Ricard lanzó el “pastís marsellés”. De los sucedáneos, ninguno gozó de la fama del Pernod; pero su filiación con el absinthe es, según los expertos, apenas sentimental.
“La absenta vuelve a conseguirse en Gran Bretaña tras 80 años”, tituló The Guardian en 1998. El Daily Telegraph lo confirmó: “No está prohibido y no tenemos pruebas de que alguna vez lo haya estado”.
Desde entonces diversos medios anuncian el renacimiento de la bebida. Se la vuelve a fabricar y a beber. También se le rinde tributo: desde 1991 Delahaye edita una revista trimestral dedicada a la fée verte; y en 1984 inauguró el “Museo del absinthe” en Auvers-sur-Oise, donde yacen Vincent y Theo van Gogh.
Los defensores del absinthe no ocultan que su hondo anhelo es la legalización. Saben que la empresa es ardua (en los ochenta, unos políticos franceses intentaron un tibio lobby) pero citan a Aleister Crowley en The Green Goddess: “El prohibicionista es alguien sin carácter moral, ya que no concibe a un hombre capaz de resistir las tentaciones”.~
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