La declarocracia en la prensa

Sutiles o brutales presiones, finas cortesías o simples embutes, censura o autocensura, las relaciones entre la prensa y el poder en México han asombrado al mundo. Lichfield, corresponsal de The Economist, demuestra en este reportaje cómo este contubernio terminó por condicionar incluso la forma que tenemos de entender el periodismo en nuestro país.
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Abundó. Aceptó. Aclaró. Acusó. Adujo. Advirtió. Afirmó. Agregó. Añadió. Anotó. Apuntó. Argumentó. Aseguró. Aseveró. Comentó. Concluyó. Consideró. Declaró. Destacó. Detalló. Enfatizó. Explicó. Expresó. Expuso. Externó. Informó. Indicó. Insistió. Lamentó. Manifestó. Mencionó. Observó. Planteó. Precisó. Profundizó. Pronosticó. Pronunció. Prosiguió. Puntualizó. Recalcó. Reconoció. Recordó. Redondeó. Reiteró. Señaló. Sostuvo. Subrayó. Me parece que esta lista de palabras ha de ser un catecismo que se exige aprender religiosamente a todos los estudiantes mexicanos de periodismo en su primer semestre de estudios. Basta revisar cualquier diario mexicano, resaltan como gemas entre los metros de palabrería insípida. Esto, el catálogo inenarrable de sinónimos de "dijo", garantiza que no falte en informe alguno del último discurso del licenciado Fulano de Tal, aunque se lo cite veinte veces, el oportuno verbo para enmarcar todas sus adorables frases. Humildemente, quisiera acuñar un nombre para estas palabras sacras: los dijónimos. Dios quiera que no se me haya olvidado alguna.

Los dijónimos insuflan vida y emoción a lo que, de otra forma, son informes de noticias de abrumadora monotonía. A veces me detengo a la mitad de la lectura de uno de esos informes para imaginar al licenciado en pleno desembuche: expansivamente abundando, tenazmente argumentando, cuidadosamente considerando, sabiamente pronosticando. Puedo ver al periodista, rendido de admiración ante la magistral oratoria del licenciado, anotando todos los detalles. La verdad es que me dejo llevar a tal punto por esta pequeña fantasía, que a menudo se me olvida poner atención a lo que en realidad dijera el licenciado, pero no importa, es probable que no me interesara de todas formas. Y sé que, al final del día, mi fantasía es precisamente esa, porque el licenciado en realidad no consideró, no sostuvo, no precisó ni declaró. El licenciado nada más dijo. El resto es una ficción nacida de la imaginación del periodista.

Los dijónimos son síntoma del aspecto quizá más asombroso de la prensa mexicana: la idea de que las noticias no son lo que hay de nuevo, sino lo que haya dicho alguien importante, aunque esa persona o cualquier otra ya lo hubiera dicho, sin importar, realmente, si es verdad o no. Al abrir cualquier diario, muchos de los artículos son informes de un discurso o entrevista o, a veces, de varios discursos pronunciados en una misma ocasión. Contienen paráfrasis de lo dicho por el orador, o citas directas realizadas a través de una selección de dijónimos, sin contexto, o con poco, ni comentario. El mismo ejemplar del periódico puede ofrecer otra crónica del discurso de otra persona sobre el mismo tema. Es casi como leer el guión de una enorme y prolongada obra de teatro —más bien una telenovela—, pero donde los diálogos de cada personaje se presentan por separado, como si se publicara Macbeth en una serie de libros independientes: uno con los diálogos de Macbeth, otro con los de Lady Macbeth y otro más con los de Duncan exclusivamente, y así en general. Es un excelente registro de lo que dicen los poderosos, pero no sirve para entenderlo, que es el propósito del periodismo. Los periodistas mexicanos reconocen esta enfermedad que les aflige y tiene su nombre: declaracionitis.

Podría alegarse que, como persona de lengua inglesa, mi punto de vista es sesgado. Para nosotros la palabra que se traduce como "noticia" es news, o sea, novedades, mientras en español noticia sugiere algo como información oficial. Y, sin duda, al leer la prensa en cualquier país latinoamericano se encuentran los síntomas de la declaracionitis. Pero es improbable que la diferencia entre ambas formas de periodismo sea un mero accidente lingüístico.

Tampoco se debe a presiones del gobierno. Un observador ajeno podría deducir, por los ríos de tinta dedicados a los discursos oficiales, que la mano del gobierno sigue pesando mucho en los medios de comunicación. Pero hoy en día los periódicos dedican igual cantidad de espacio a imprimir los también repetitivos lugares comunes de los críticos del gobierno. El control oficial ha disminuido enormemente; lo que queda es el hábito de informar adquirido por la prensa y apropiado durante décadas de predominio de ese sistema. La prensa de hoy está menos a merced del gobierno que de sí misma.

En otros tiempos el PRI controlaba la prensa, como todo lo demás, con mucha astucia; ejercía un control casi total sin llegar a ser totalitario. La clave consistía en hacer depender a la prensa del gobierno. Los periodistas recibían puntuales sobornos, los inspectores fiscales eran indulgentes y PIPSA, monopolio del gobierno, suministraba papel barato. Los editores y los propietarios disfrutaban de un acceso privilegiado a las altas esferas del poder. La publicidad del gobierno llegaba generosamente, recurso de especial valor para los periódicos que nunca han gozado de gran circulación.
     La amenaza tácita de retirarles estos beneficios aseguraba que pocas veces fuera necesaria la censura; los medios más bien solían autocensurarse, con tal eficacia que rara vez hacía falta retirar esas prerrogativas. Es legendario el control absoluto de PIPSA en materia de suministro de papel, pero la última vez que se ejerció ese control fue en el sexenio de Luis Echeverría —la desafortunada víctima fue El Norte—, y cuando Carlos Salinas puso fin al monopolio de PIPSA, quienes más se resistieron fueron los directores mismos de muchos periódicos. Los propietarios de las estaciones de radio y televisión se quejan de que las reglas para dar concesiones siguen dando cabida a la discrecionalidad, pero no he encontrado un solo caso de concesión revocada por difundir información en contra del gobierno. En ocasiones se ha retirado la publicidad del gobierno; entre los casos más dignos de atención están la revista Proceso, de Julio Scherer, a la que José López Portillo le quitó la publicidad con su famosa frase: "No parece sano el que paguemos para que nos pegue". De manera parecida, Carlos Salinas ordenó a los bancos que dejaran de anunciarse en El Financiero cuando éste cuestionó la legitimidad de su elección en 1988. Pero el intento de represión hizo salir el tiro por la culata, porque tanto El Financiero como Proceso aprendieron a ser económicamente independientes del gobierno.

Ahora otros diarios ya son independientes también: Reforma, El Universal y La Jornada (en fecha más reciente) no dependen de la publicidad oficial para subsistir. Y el gobierno ha perdido otros medios de presión, como era, por ejemplo, el infame "fondo secreto" que la Constitución autoriza al presidente para gasto discrecional. Durante el sexenio de Carlos Salinas, según el historiador Sergio Aguayo, ese fondo era de cerca de novecientos millones de dólares. Ernesto Zedillo, presionado, lo ha ido reduciendo gradualmente hasta eliminarlo.

Los verdaderos controles que quedan son más irrisorios que siniestros. Por ejemplo, la "regla del 12.5%", venganza de Gustavo Díaz Ordaz contra los medios electrónicos por su tratamiento (aunque fuera muy tímido) de la masacre de 1968, merced a la cual las estaciones de radio y de televisión tienen que dedicarle una octava parte de su tiempo en el aire al gobierno. Ni la dependencia oficial más vigorosa podría producir ese volumen de publicidad; pero todas hacen su mejor esfuerzo, razón por la cual hay que pasar horas de embotellamiento en el tránsito urbano escuchando a algún funcionario de la Secretaría de Salud decirnos que "¡Aprender a cuidarse es aprender a amarse!" O la semanal Hora Nacional, durante la cual todas las estaciones de radio tienen que ceder a una pasmosa transmisión del gobierno. La primera vez que encendí la radio un domingo por la noche y encontré en todas las estaciones a una señora de voz distinguida presentar recetas de mole, pensé que habría ocurrido una terrible crisis y las autoridades habrían suprimido temporalmente las noticias. Y luego están las gacetillas, esas inserciones pagadas que a veces salen en algunos periódicos, identificables por algún detalle, como los títulos en cursivas. Francamente me deja perplejo la existencia de estas gacetillas. Si se sabe cómo reconocerlas, se entiende que son pagadas, y aunque no se conozca la clave, son tan aburridas —el discurso del secretario de turismo de algún estado pronunciado en el almuerzo anual de los gerentes de hotel, por ejemplo— que de todas formas nadie las leería.

En suma, el genio del control del gobierno sobre la prensa consistía justamente en que funcionaba alentando el autocontrol. Y creo que por eso la prensa sigue comportándose como si todavía estuvieran vigentes los medios de presión, aunque casi hayan desaparecido. Se dice que algunos periodistas siguen recibiendo sobornos y que la amenaza de retirar la publicidad se sigue utilizando, calladamente. Pero cualquiera que fuese la influencia del gobierno todavía imperante, afirma Raymundo Riva Palacio, editor de Milenio Diario, se ejerce sobre todo "por inercia": una llamada telefónica de un alto funcionario del gobierno todavía puede influir en un dueño o director de algún diario.

Pero eso ocurre, en mayor o menor medida, en todos los países. En la prensa mexicana misma hay mucha más "inercia". Riva Palacio dice que "las técnicas periodísticas no han cambiado desde los setenta". José Carreño Carlón, que fue director de Comunicación Social de Salinas, lo expresa de otra forma: "Aunque hay más libertad, el rigor de los periodistas no ha estado a la altura".

Me puse a indagar los orígenes de la declaracionitis y descubrí que casi todo periodista tiene su propia explicación. "Es la premura de la información", dice Yumin Montfort de la escuela de periodismo Carlos Septién; la prensa se ha ido pareciendo cada vez más a los medios electrónicos de comunicación, donde la presión por ser el primero en conseguir una noticia no deja tiempo para investigar. El periodista Guillermo Osorno, ex colaborador del Reforma, dice que la causa es cómo se asigna a los periodistas: "Los periodistas cubren edificios, en lugar de temas". Y un típico periodista encargado de las noticias tiene que ocuparse de muchos edificios al mismo tiempo y presentar dos, tres o cuatro notas diarias. Con semejante presión no puede sino transcribir las palabras del licenciado, escoger unos dijónimos para acompañarlas y entregar la crónica.

¿Será que hay muy pocos periodistas? No puede ser, dado que todos los años las escuelas y departamentos de periodismo del país producen masas de nuevos profesionales recién titulados, desesperados por colocarse. "El problema —explica Osorno— es que los directores de las publicaciones ven el periodismo como algo político, donde los únicos protagonistas son los políticos". En otras palabras, en vez de informar sobre México como un país con diversos grupos de personas y problemas, lo tratan como una gigantesca y complejísima versión de Macbeth.

Riva Palacio, no obstante, tiene otra explicación. "Julio Scherer introdujo en Excélsior algo que fue muy atractivo a fines de los sesenta y que se ha convertido en un karma, que es que priorizó la entrevista, priorizó la declaración sobre el hecho… Esta es la famosa declaracionitis. Eso viene de Julio Scherer". Scherer, el legendario iniciador del periodismo crítico mexicano, trataba —según Riva Palacio— de dejar hablar a los que habían estado marginados, pero al hacerlo creó el estilo de periodismo que hoy nos inunda de aburridas declaraciones. Se trata de una acusación muy grave, y quise conocer la reacción de Scherer. Pero Scherer no concede entrevistas.
    

Tlatelolco lo despertó del complaciente servilismo común a toda la prensa, y durante ocho años ejerció un periodismo orgulloso e independiente, hasta que una rebelión interna apoyada por el gobierno echó a Scherer de la dirección, un "golpe de periódico", por así decirlo. Los archivos del periódico deberían dejar testimonio de este proceso, y revelar de paso si la acusación de Riva Palacio tiene fundamento.

También llegar a los archivos resultó difícil. Algo que la prensa obviamente ha aprendido del gobierno es a guardar la información pública como si se tratara de un enorme secreto nacional, porque sólo para ver ejemplares viejos del Excélsior tuve que mandar por fax una solicitud de autorización, y luego me la negaron porque estaban pasando los archivos a micro-filmes. Entonces fui a la Hemeroteca Nacional, donde no es requisito mandar un fax. Comparé Excélsior con El Universal, diario anteriormente leal al gobierno que también se está pasando a microfilme, aunque el bibliotecario estuvo más dispuesto a ayudar.

Las crónicas del Excélsior inmediatas a la noche del 2 de octubre de 1968 en efecto difieren notoriamente de las de los demás diarios. Mientras éstos establecían que los disturbios de la Plaza de las Tres Culturas eran obra de agitadores antigobiernistas y aceptaban sin lugar a dudas las cifras oficiales de los muertos, Excélsior hacía muchas preguntas sobre la masacre, que todavía hoy siguen en el tapete. Pero poco después la atención había vuelto a las negociaciones entre los estudiantes y las autoridades, de las que todos los periódicos informaron de manera muy parecida.

En los años siguientes, los artículos de opinión y editoriales de Excélsior son palpablemente más críticos que los demás. Pero sus notas siguen las mismas pautas que las de El Univer-sal. En 1970 ambos periódicos le dedican el gran espacio de costumbre al candidato del PRI a la presidencia, Luis Echeverría, informando de todos y cada uno de sus actos de campaña. Pocas veces Excélsior le prestó atención a los candidatos de la oposición o informó de algo que dijera Echeverría sin defenderlo servilmente.

En cuanto a la declaracionitis, sus orígenes parecen retroceder hasta mucho antes de Scherer. A mediados del decenio de 1960 y aun antes, los periódicos parecían gacetas de sociales: estaban cargadas de crónicas de almuerzos oficiales y grandes inauguraciones, y era casi de rigor publicar fotografías de personas importantes a punto de salir a Washington para acudir a reuniones de alto nivel, fotografiadas siempre sonrientes frente a la escalera del avión, con el emblema de American Airlines visible en el fondo. Pero las noticias políticas, cuando se publicaban, igual que hoy, consistían en una declaración, por lo general presentada al pie de la letra. Con el paso de los años parece aumentar la proporción de crónicas de declaraciones, así como la tendencia a presentar fragmentos de discursos en vez de la transcripción completa. Esto produjo un gradual crecimiento en la variedad de dijónimos, de unos cuantos en los años sesenta a la abundante liturgia actual.

Pero esta tendencia no está más acentuada en el Excélsior que en El Universal. Y aunque se concedió cada vez más espacio a voces disidentes o ajenas al gobierno, seguían siendo —como hoy— voces de las élites política o empresarial. No se pudo escuchar a la gente común, por lo visto, hasta que llegó La Jornada.

Por eso no parece que Julio Scherer sea responsable de la epidemia de declaracionitis. Aunque tampoco revolucionó el periodismo mexicano tanto como sostienen algunos. La tendencia a reproducir declaraciones parece obedecer a una actitud de deferencia ante la autoridad, no sólo en los medios, sino inherente a la cultura mexicana (y, sobra decirlo, a su sistema político). "Aquí las personas no están formadas para poner en tela de juicio la versión oficial de nada", afirma un periodista extranjero que trabajó en un diario mexicano y pidió no mencionar su nombre. Confirma este punto de vista Víctor Bulmer-Thomas, ex director del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Londres, que recibe estudiantes de toda América Latina; los estudiantes mexicanos, dice, cuestionan mucho menos a sus profesores que los de otros países.

Esto repercute perniciosamente en la prensa. Un diario puede publicar una acusación, sin preocuparse de si es verdad o sin tratar siquiera de conseguir una respuesta del acusado; ésta puede aparecer al día siguiente en otra nota, pero al lector le resulta más difícil juzgar lo que está leyendo. Las opiniones revisten la forma de hechos: he perdido la cuenta de la cantidad de titulares de El Financiero bancario que aseguran que el peso está muy fuerte, que el sistema está demasiado débil, o que este año no habrá crisis, sólo porque así lo dijera algún pez gordo. Las declaraciones oficiales se presentan sin ponerlas en duda aunque no sean una novedad, o aunque sean incoherentes con afirmaciones previas. En el mismo periódico, dos crónicas sobre un mismo tema pueden presentar versiones contradictorias de la misma situación, sin intento alguno de conciliarlas. Y a menudo no se verifica la exactitud de las cifras. En la escuela Septién se enseña a los estudiantes el caso del misterioso asalto bancario del que informaron cinco periódicos distintos, cada uno de los cuales atribuyó una cifra diferente al botín.

 A veces también produce resultados muy chistosos el trato servil de la información oficial. Una de mis crónicas predilectas del periódico era sobre la captura de un criminal buscado por la justicia, que narraba los pormenores de la información proporcionada por las autoridades: lugar del arresto, número de licencia de los policías que hicieron el arresto y la hora en que llegó el detenido a las oficinas del Ministerio Público, las 14:00 en punto. Pero, proseguía la explicación sin asomo de ironía, no se le hicieron cargos sino hasta la noche, "pues el Ministerio Público salió a comer".

Aunque sería injusto acusar sólo a los periodistas, o sobre todo a ellos, de esta situación. Por una parte, la cautela oficial respecto a la información y la renuencia de conceder entrevistas vuelve muy difícil verificar los acontecimientos. He pedido las cifras más simples que fuera posible en distintas dependencias, con una única respuesta: "No manejamos esos datos". Cuando quise informarme de cuántos estudiantes seguían detenidos poco después de la irrupción de la Policía Federal Preventiva en la UNAM, el jefe de prensa extranjera de la PGR pasó dos días tratando de averiguarlo, y cuando lo consiguió por fin —pasado un día de mi plazo máximo—, aprendí una frase nueva: "Tuve que parir chayotes" para conseguir esa cifra, nos dijo. En otra ocasión pregunté en la Secretaría de Hacienda las cifras de la inflación desde 1990 —¿puede haber nada más fácil?—, y al recibirlas, tuve que volver a llamar a la oficina de prensa para decirles que todo el mundo sabe que la inflación en México en 1995, en plena crisis, fue algo más de 20%. No me podían explicar el error.

Por otra parte, ni el periodista mejor formado y más inteligente elaborará buenas crónicas si se le asignan edificios en vez de temas. Luis Acevedo, subdirector de El Financiero, acepta que la declaracionitis es un problema, pero piensa que comenzará a desaparecer con la especialización cada vez mayor de los reporteros en determinados temas. Puede ser cierto, pero también creo que desaparecerá el día que algún director decida dejar de publicar el reportaje del último discurso de Ernesto Zedillo nada más porque se trata del presidente, y comience a publicar sólo los que ofrezcan alguna novedad. "A veces creo que hacemos un periodismo aburrido, y por eso la gente no nos lee", dijo Patricia Mercado, directora de El Economista, en una conferencia reciente al tratar de explicar la baja circulación de los periódicos, que entre ellos venden sólo dos millones de copias en todo el país. Con todo, no mencionó lo que ella u otros directores podrían hacer para quitarle lo aburrido.

Claro que la declaracionitis no sólo se da en México. Todos los periódicos del mundo publican los discursos de Alan Greenspan con mención hasta de su más mínimo gesto. Pero, claro, el mínimo gesto de Alan Greenspan puede hacer desplomarse a la bolsa de los Estados Unidos, mientras que una encendida dia-triba de José Ángel Gurría posiblemente no la haría siquiera tambalear.

Los periódicos mexicanos, desde luego, tampoco publican sólo declaraciones. Antes "te mandaban de castigo" a la sección de reportajes especiales, según Jorge Carrasco, uno de los principales periodistas de investigación del Reforma. Hoy esa sección tiene mejor reputación, aunque sigue estando muy aparte de las noticias generales, así como sus técnicas. Es una lástima, porque la mina de oro de las buenas crónicas está justo por debajo de la superficie de la vida política de México. Uno de los mejores artículos aparecidos últimamente en Reforma se produjo durante una discusión reciente en torno a la donación de órganos, cuando un reportero tuvo la idea de llamar a todos y cada uno de los integrantes de la Comisión de Salud del Senado, casi todos ellos médicos, para preguntarles cosas básicas sobre la donación de órganos: el número de trasplantes realizados anualmente, el número de personas que necesitaban donantes, y demás. Casi nadie de esa Comisión supo las respuestas correctas.

Con todo, quizá me estoy excediendo. Las técnicas del periodismo mexicano se han engastado a través de muchas décadas de ejercicio. ¿Quién soy yo, un extranjero relativa-mente recién llegado a México, para decir que son un error? Con ánimo de respetar las tradiciones locales, quisiera sugerir una forma sencilla de hacer más crítica la prensa mexicana: introducir algunos nuevos dijónimos. Una crónica típica di-ría, pues:
      

CORRUPCION, A LA BAJA, MIENTEN

México, D.F.: El problema de la corrupción policiaca es cada vez menor, fantaseó hoy el subprocurador de la PGR, licenciado Fulano de Tal, en un discurso pronunciado ante nuevos elementos de la Policía Judicial Federal. "Ya no hay impunidad", mintió el servidor público. Además, evadió, "no hemos registrado ningún caso de corrupción en las fuerzas policiacas en los últimos seis meses". No obstante, se contradijo, "estamos aplicando toda la fuerza de la ley a los que sigan con las viejas prácticas". Después, el subprocurador deliró acerca de los logros en materia de combate al narcotráfico. "Hemos decomisado más droga este año que jamás en la historia de la PGR", inventó. -— Traducción de Rosamaría Núñez

 

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