Turquía sí, Turquía no …

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La fiebre de Europa invade Turquía. Todos quieren ser europeos. Los motivos son contradictorios y, a veces, inquietantes. “¿Sabe quiénes son los que más desean la integración? Los islamistas. Creen que si entramos en la Unión Europea tendrán más libertad y que se levantará la prohibición de que las mujeres lleven el velo en los lugares oficiales.” Can Koyuncu es un joven empresario de Ankara que ha estudiado en Estados Unidos y regentea un pequeño restaurante en el distrito comercial de la capital. Hasta allí nos ha llevado la búsqueda desesperada de un buen café exprés. El mito del café turco no resiste la comprobación empírica: es de mala calidad y, encima, caro. Y el de Can —pronúnciese casi como John— es el único local del barrio que tiene máquina de café.
     Mientras nos prepara los expresos, nos cuenta que él también tiene todas sus esperanzas puestas en la negociación con Bruselas, pero por razones distintas de los islamistas. “La entrada en Europa supondrá mejoras en el respeto a los derechos humanos, en la libertad de expresión, en las infraestructuras, en la reforma del sistema judicial, que es corrupto y no ofrece garantías a los ciudadanos.” Un repentino apagón interrumpe la conversación. “¡Por eso queremos entrar en la Unión Europea!”, prosigue Can, en la penumbra. “Tenemos varios cortes de luz al mes. No hay inversión tecnológica, los equipos están obsoletos, porque el gobierno lo controla todo. Y no privatizan porque mucha gente vive del Estado, gozando de la corrupción y de las prebendas. Los militares, los funcionarios, los diputados… La política es un instrumento de enriquecimiento. Tenemos una mentalidad estatista, como en la antigua Unión Soviética, y estamos inmersos en una maraña de burocracia ineficiente.”
     Ankara es la sede del gobierno desde 1923, cuando el general Mustafá Kemal, el inmortal Atatürk, escogió aquel poblachón como capital de la recién fundada República de Turquía. Desde allí, desde el centro de Anatolia, dando la espalda a la vieja e imperial Estambul, emprendería Atatürk la modernización de su país. A partir de entonces, Angora se llamó Ankara y del afamado pelo de sus cabras pasó a vivir de la burocracia y los servicios. Su vieja ciudadela otomana fue sucumbiendo mientras las colinas de alrededor se cubrían de barriadas de inmigrantes. Edificios públicos, embajadas y comercios poblaron las avenidas de la “Ciudad Nueva” (Yenisehir). Hoy sus calles son un hervidero, como si los cuatro millones de habitantes salieran todos a la vez. La ausencia de turistas permite disfrutar de la entrañable amabilidad turca en estado puro, algo imposible en Estambul, donde cada vez que se oye un “Hello, my friend” hay que echarse a temblar, sobre todo si se está cerca de un bazar.
     “Nunca nos van a aceptar en Europa. Todo es un juego, así que me da igual. Aunque tengo que reconocer que habría más seguridad jurídica a la hora de invertir y hacer negocios.” Ahmet, el peluquero, logra hablar mientras da certeros tijeretazos a los mechones de un niño de un año, que no para de moverse en los brazos de su tío Ilhan. Como es su primer corte de pelo, ha organizado un buen berrinche. “Es un día especial”, explica Ilhan, mientras la madre de la criatura graba en video la carita asustada del pequeño y las contorsiones del esforzado Ahmet, que prosigue su exposición como si tal cosa. “Para la Unión Europea sería también muy positivo, porque Turquía se convertiría en un modelo para el mundo islámico. Si Europa nos acepta, se desmonta ese discurso radical islamista y anticristiano, al comprobarse que Occidente acoge sin problemas a un país musulmán.”
     Ilhan tercia en la conversación. “Yo sí quiero ser europeo, pero si no nos aceptan, tampoco hay que hacer un drama. El problema es que los europeos mezclan todo: somos musulmanes, pero no radicales ni fanáticos. Y nos confunden con los árabes, cuando lo único que tenemos en común con ellos es la religión.”
     La reivindicación del europeísmo como rasgo esencial de la modernidad es una de las huellas más profundas del legado del general Mustafá Kemal, cuyo sobrenombre de Atatürk (“Padre de los turcos”) da una idea de la dimensión histórica y emocional del personaje. Fue primero el héroe de guerra que en 1922 expulsó de Anatolia a un ejército griego que aspiraba a refundar Bizancio. Y fue el dirigente político que de los despojos del Imperio Otomano, desmembrado tras la Primera Guerra Mundial, logró construir una nación y devolver el orgullo a sus compatriotas. Hasta su muerte, en 1938, se empeñó en reformar la sociedad turca para sacarla “del atraso otomano”. Y lo hizo con mano de hierro, mirando siempre a Occidente: introdujo el código civil suizo, el código penal italiano y el código comercial alemán. Acabó con el decadente sultanato, le retiró al islam su rango de religión de Estado y lo sometió a controles muy estrictos, sustituyó el alfabeto árabe por el latino, prohibió la poligamia e impulsó la igualdad de la mujer, que obtuvo el derecho al voto y a la participación política en 1934, mucho antes que en la mayoría de los países europeos.
     Hoy su retrato es omnipresente, sus estatuas presiden parques y avenidas, sus frases ilustran libros y monumentos. Desde todos los rincones, Atatürk sigue escrutando a sus hijos con su mirada transparente y vigorosa. Los ojos azules, dicen los turcos, traen buena suerte y protegen contra el mal. Por eso el amuleto nacional, el nazar, se asemeja a un ojo azul. Como los ojos de Atatürk.
     La gran paradoja es que sea un islamista el que se haya propuesto llevar a buen término el sueño del padre de la Turquía moderna. La integración en Europa se ha convertido en la bandera del primer ministro Recep Tayyip Erdogan. El mismo Erdogan, que se negaba a dar la mano a las mujeres o sentarse a una mesa donde los comensales estuvieran tomando alcohol. El mismo que fue encarcelado en 1998 por “incitar al odio religioso”. Pero también el alcalde carismático y eficaz de la cosmopolita Estambul, el denodado buscador de consensos, la esperanza para los turcos “de abajo” y los pequeños empresarios que, hartos de la corrupción y de la mala gestión de los políticos tradicionales, dieron en 2002 una victoria arrolladora al joven partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP). Inspirado en la democracia cristiana alemana, el AKP se presenta como un partido demócrata musulmán, aunque Erdogan, su fundador, prefiere calificarlo de “demócrata conservador”.

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     “¡Irán! ¡Ahí es donde nos quieren llevar Erdogan y su gente!” Kemal Erdogan sólo tiene una cosa en común con el primer ministro: el apellido. “Él sigue siendo fundamentalista. Mantiene las apariencias, pero su objetivo final es constituir un Estado islámico, como Irán, y está usando Europa como careta.” Después de una larga carrera en la banca pública, y cansado de la trepidante y contaminada Estambul, Kemal y su mujer decidieron retirarse a la plácida localidad de Selçuk, junto a las ruinas griegas de Éfeso, en la costa del Egeo. Con los ahorros establecieron una pensión pequeña y acogedora, justo enfrente de la antigua Basílica de San Juan. La salita está cuajada de recuerdos… y, como no podía ser menos, varios retratos de Atatürk.
     Desde su retiro, Kemal sigue el curso de Turquía y no le gusta lo que ve. “Este gobierno está usando Europa para acabar con la laicidad y desmantelar la herencia de Atatürk. En realidad no quieren entrar en la UE. Saben que va para largo y, con esa excusa, van haciendo cambios legales y ubicándose en puestos clave. Tenemos funcionarios fundamentalistas al frente de empresas públicas, están amnistiando a los islamistas presos, están alentando la educación islámica en colegios privados, que son verdaderos semilleros de integristas, el partido oficial está presionando para cambiar la ley del velo. Y a Europa todo esto le da igual.”
     Este discurso es compartido de forma unánime por los “kemalistas”, aquellos que se consideran depositarios de la herencia de Atatürk. Ellos son los principales adversarios de la negociación con la Unión Europea, no porque hayan desechado la vocación occidental de su líder, sino porque dudan de las buenas intenciones del gobierno actual. Y es que la integración de Turquía en Europa, dicen, reforzará a los islamistas.
     Detrás de este escepticismo no faltan los motivos interesados. La llegada del AKP al poder y la buena gestión de Tayyip Erdogan les ha restado credibilidad. Acostumbrados a controlar todos los resortes del poder, los kemalistas ven peligrar sus privilegios y se sienten amenazados. De momento, cuentan con las Fuerzas Armadas para impedir un cambio de rumbo. Los militares, a quienes Atatürk confió la salvaguarda de la Constitución, dominan el todopoderoso Consejo de Seguridad Nacional, el órgano tutelar de la vida política del país. Son, en última instancia, los guardianes de la ortodoxia kemalista y la institución en la que más confía la gente. Y controlan, además, un emporio económico llamado Oyak, que reúne a unas treinta grandes empresas de los sectores de la banca, la fabricación de automóviles, los bienes raíces o el turismo.
     Durante la última década, el Consejo ha mantenido a raya a los islamistas, llegando incluso a disolver sus partidos y a sacarlos del gobierno, como hizo en 1997 con el efímero primer ministro Necmettin Erbakan. Pero no fue siempre así. Los generales que tomaron el poder en 1980 para acabar con la “anarquía” reinante (era la tercera vez en veinte años) no dudaron en promulgar varias medidas a favor de los sectores islamistas, en una maniobra destinada a debilitar a la pujante izquierda comunista. Se pretendía, también, mandar una advertencia a su poderoso vecino, la Unión Soviética, que había invadido Afganistán el año anterior. La guerra fría se había vuelto ardiente en esa parte del mundo y Turquía era el último dique de la otan en su frontera oriental. Washington y Ankara compartían políticas muy similares: Estados Unidos apoyaba a Osama Bin Laden y a los futuros talibanes en su guerra contra Moscú mientras los militares turcos autorizaban la creación de escuelas coránicas y reintroducían las clases de religión en el sistema educativo. La prioridad era entonces la lucha contra “el peligro rojo” y nadie se preocupaba por las consecuencias a largo plazo.
     Los generales recapacitarían más adelante, pero no pudieron impedir la victoria electoral aplastante de los islamistas moderados del AKP y de Tayyip Erdogan. Y ahora este gobierno se escuda en su programa europeísta para contrarrestar la influencia del ejército: uno de los requisitos de Bruselas es que el estamento castrense se retire de la vida política en aras de la consolidación del Estado de derecho.
     Algo que a Ergun, tertuliano de una lavandería de Göreme en los territorios mágicos de Capadocia, le parece estupendo. “Somos un país muy tutelado todavía por los militares. Yo no digo que no hagan cosas correctas, pero es necesario que nosotros mismos empecemos a asumir las riendas, que nos equivoquemos, si es preciso. En la vía europea, los militares tienen menos poder. Y eso nos dará más libertad.” ¿En qué facetas Europa les dará más libertad? “Pues para practicar nuestra religión. Aquí prohíben que nuestras mujeres lleven el velo en lugares oficiales y en la universidad.” También en Francia se ha prohibido. “Es por la desinformación. Europa mira con recelo a los musulmanes por culpa de las campañas de intoxicación de Israel.” Bueno, tal vez tenga algo que ver el terrorismo islámico: ya sabe, las Torres Gemelas, los trenes de Madrid… La propia Turquía sufrió en noviembre de 2003 los embates de Al Qaeda, que sembró de bombas Estambul. Las explosiones en dos sinagogas, el consulado británico y la sucursal de un banco londinense dejaron 61 muertos. “La culpa la tiene el imperialismo”, insiste Ergun. “Los primeros terroristas son los judíos.”
     Al oír a este hombre, que no se da por enterado de las buenas relaciones entre Turquía e Israel, no queda más remedio que preguntarse si los kemalistas no tendrán razón al recelar del impulso que la Unión Europea puede dar al discurso islamista. La respuesta nos llegaría más adelante por boca de un académico francés que ha dedicado varios años a la investigación sobre el terreno y acaba de publicar un libro, La Turquie en marche. “No realmente. El islam turco no tiene vínculos con el islamismo internacional y busca la modernidad”, dice Jean-François Pérouse, sentado ante un colorido y suculento despliegue de mezes (entremeses) en un restaurante tradicional de Estambul. “En el gran delirio identitario actual, hay una reafirmación religiosa individual, pero sin imposiciones: es una reacción muy sana a la fase anterior, de ocultación de la religiosidad. El laicismo a la turca era la negación del hecho religioso. Ahora se está produciendo una reconciliación con las raíces culturales.”
     No falta tampoco el oportunismo, como nos contaba en Ankara nuestro amigo Can Koyuncu, el dueño del restaurante. “Los funcionarios siempre fingen fidelidad a los gobernantes. Ahora todos fingen ser buenos musulmanes para no perder el trabajo o para obtener promociones. Antes sólo rezaban los auténticos practicantes, y ahora todos rezan, para hacer el show. Por ejemplo, en el Ramadán, la afluencia a nuestro local bajó en un cincuenta por ciento respecto a otros años: los funcionarios hicieron el ayuno como locos.”
     La mejor garantía de que Turquía no va a caer en manos del fundamentalismo musulmán, dicen los entendidos, es el hecho de que el 20% de la población es aleví, una rama liberal del islam. Los alevíes respetan a la mujer, beben alcohol, no practican el Ramadán, no peregrinan a La Meca y no rezan en las mezquitas. El problema es que los radicales de la mayoría suní los detestan y los han agredido en varias ocasiones. Uno de los incidentes más bárbaros se produjo en 1993 en la ciudad de Sivas, durante un encuentro de artistas e intelectuales alevíes, entre los que se encontraba el editor turco de Los versos satánicos de Salman Rushdie. Una multitud enardecida asaltó y quemó el hotel. Murieron abrasadas 37 personas.
     Si esto es un ejemplo de la “tolerancia del islam turco”… “Han sido excepciones y este tipo de hechos no se ha producido desde que llegó este gobierno. No cabe duda de que los integristas intentan usar a Tayyip Erdogan para imponer sus criterios, pero son una minoría”, explica Tendu Kavakli, una traductora de Estambul. “Erdogan es, precisamente, un elemento de equilibrio, porque nadie puede acusar al AKP de ser antimusulmán, lo que le da un buen margen para ir modernizando las leyes. Acaba de aprobar una ley del divorcio mucho más ventajosa para la mujer, por ejemplo. En cualquier caso, todo el mundo cree en Alá, pero la mitad de la gente no practica la religión.”
     Con estos mensajes tranquilizadores como telón de fondo, enfilamos rumbo a Konya, la capital religiosa, para medir la fuerza del integrismo.

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     Rodeada de infinitos campos de trigo y sacudida en invierno por un frío estepario que corta la respiración, la ciudad de Konya parece lejos de todas partes, aunque sólo está a 260 kilómetros al sur de Ankara. El auge industrial y comercial, del que dan fe sus polígonos y sus recintos feriales, no ha logrado quebrar sus aires provincianos. Pero lo que convierte a Konya en la capital espiritual de Turquía es el bello mausoleo de Celaleddin Rumi, más conocido como Mevlâna (“nuestro guía”), filósofo, poeta y místico del siglo XIII y fundador de la orden de los derviches giróvagos.
     A pesar de ser la cuna del sufismo suní, una doctrina liberal y mística del islam, Konya es para los kemalistas una ciudad reaccionaria, encerrada en sí misma, una especie de accidente en el proyecto modernizador de Atatürk. No en vano ha sido el feudo tradicional del político integrista Necmettin Erbakan, fundador del Partido del Bienestar y antiguo mentor del primer ministro Erdogan, que acabaría rompiendo con su maestro por su cerrazón y su empeño en seguir “la vía iraní”. La carrera política del viejo Erbakan (75 años) está hoy acabada y, para terminar de disuadirlo, un tribunal lo ha condenado a dos años de cárcel por el uso fraudulento de unos fondos públicos destinados a su partido.
     Hasta Konya llegan cada año un millón y medio de peregrinos. Y cada año, también, se celebra el festival de Mevlâna para conmemorar, en diciembre, la fecha de su muerte o de su “noche de bodas con Alá”. Durante una semana, los derviches ejecutan a diario la semâ, o ceremonia de unificación con Dios. Vestidos con un gorro cónico de felpa marrón (la tumba de los deseos) y una amplia falda blanca (la mortaja de los deseos), los danzantes giran como peonzas, en un viaje espiritual hacia el éxtasis. El público, llegado de varios rincones del país, charla, engulle chucherías y bebe refrescos, aparentemente ajeno a todo misticismo.
     Lejos de lo que imaginábamos, la gran celebración de Mevlâna es, sobre todo, una atracción folclórica para el turismo nacional. Las tiendas de recuerdos y comestibles de la avenida principal, que por una vez no se llama Atatürk, sino Mevlâna, se han aprovisionado de figuritas de derviches y de dulces típicos. “Es la única semana en la que hacemos de verdad negocio”, nos comenta un vendedor.
     Frente a la imponente mezquita Alaettin, del siglo XIII, el Vizir Internet Café despliega una docena de ordenadores nuevos, ocupados por un grupo de jóvenes y adultos absortos en un mismo videojuego. Se llama Vice City, viene de Estados Unidos y consiste en liquidar a todo aquel que se cruza con el protagonista, un psicópata a quien vemos de espaldas y al que da vida cada jugador. Nuestro vecino utiliza un lanzacohetes para destruir una ambulancia. A una muchacha que se pasea en bikini por la calle la ametralla sin que le tiemble el pulso. Y después opta por un bate de beisbol para machacarle el cráneo a otros tres viandantes. Quizás como concesión al carácter sagrado de Konya, los locales de Internet están equipados con un filtro antipornografía, que bloquea incluso los programas de correo, como Hotmail o Yahoo.
     En los cafés del centro, chicos y chicas, algunas con pañuelos en la cabeza, comparten charlas y cigarrillos, muchísimos cigarrillos, tantos que el aire se vuelve a menudo irrespirable. Eso sí, a diferencia de Estambul, aquí nada de alcohol. Todos toman café, té, sahlep (leche con raíz de orquídea) y, claro, la Coca-Cola universal.
     “Hablando de Konya, nuestra ciudad más tradicionalista”, comenta Tendu Kavakli, la traductora de Estambul, “¿sabían que es donde hay más burdeles legalizados de toda Turquía?”

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     Mientras buscábamos, infructuosamente, rastros de fanatismo religioso en Konya, no lejos de allá, en Isparta, ciudad sin gracia que se ufana de ser la capital de las rosas, una turba enardecida quería quemar los libros de Orhan Pamuk, el autor contemporáneo más conocido de Turquía. ¿Qué había hecho Pamuk para desatar tal furia? Había declarado a un periódico suizo que ya era tiempo de que su país reconociera el genocidio armenio y los derechos culturales de los kurdos. “Treinta mil kurdos y un millón de armenios fueron asesinados en Turquía y nadie se atreve a hablar del tema, salvo yo.”
     Con estas palabras, el escritor se había saltado la “línea roja” trazada por el gobierno para preservar de las exigencias de Bruselas dos cuestiones “innegociables”: la revisión de la propia historia y la integridad territorial.
     Las heridas de la represión del ejército otomano contra la población armenia en 1915 siguen abiertas noventa años después. Los descendientes de las víctimas acusan a los turcos del exterminio de más de un millón de personas en el este del país y la poderosa diáspora armenia, concentrada en Francia, busca el reconocimiento del genocidio como condición previa al ingreso de Turquía en la ue. Ankara responde que los armenios fueron víctimas de un conflicto que ellos mismos espolearon, al aliarse con el enemigo ruso en plena Guerra Mundial, que los muertos (rebajan la cifra a una quinta parte) se produjeron en un contexto de enfrentamientos civiles y que los musulmanes también sufrieron terribles matanzas a manos de armenios.
     El separatismo kurdo suscita aún más encono. “Lo que usted llama el Kurdistán sólo existe en la imaginación de los europeos”, reviran los turcos cuando se les pregunta sobre el amplio y empobrecido territorio del sureste de Anatolia, cerca de la frontera con Iraq.
     Las agencias de noticias hablan de una “guerra no declarada” que ha dejado 35,000 muertos entre 1984 y 1999. Ese año, el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) sufrió un duro golpe a raíz de la captura de su líder, Abdulá Ocalan, pero el goteo de víctimas continúa. La opinión pública turca lamenta el apoyo brindado en su día a Ocalan por la izquierda europea. “El PKK es una organización terrorista, como lo es ETA, y no hay nada que discutir con esa gente”, argumentan. Las exigencias de la UE sobre los derechos de las minorías se toman con recelo, ante el temor de que estimulen los afanes separatistas. “El riesgo es que cualquier grupo empiece a exigir supuestos derechos lingüísticos o culturales que amenacen la unidad de Turquía”, dice el empresario kemalista Dervis Erdogmus. “Europa tiene una visión demasiado simplista. Los kurdos (doce millones, en una población total de setenta millones) gozan de los mismos derechos que el resto de los turcos. Hay ministros kurdos, diputados kurdos… Este país es fruto del mestizaje.”
     La “cuestión armenia” y la “cuestión kurda” siguen siendo tabú. Los escasos académicos y periodistas que han intentado romper el silencio han sido tachados de “traidores”. Y esto nos lleva a retomar el episodio de Orhan Pamuk. La publicidad dada a sus declaraciones provocó la ira del aparato kemalista. Ni corto ni perezoso, el subdelegado del gobierno en la región de Isparta ordenó quemar todos los libros del más internacional de los autores turcos. Sus esbirros recorrieron las bibliotecas locales para descubrir, suponemos que con cierta decepción, que no había ninguno. Para desquitarse, varios sindicalistas convocaron un acto público de repudio, en el que rompieron fotos del escritor.
     La única cesión que, de momento, resulta inevitable para Turquía es la renuncia a Chipre, miembro de la UE desde 2004. El gobierno tendrá que llegar a un arreglo con Grecia para facilitar la reunificación de la isla y retirar los cuarenta mil soldados estacionados en la parte turca.

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     A la entrada del valle de Kizilçukur, Yüksel ha instalado desde temprano su puesto de “Capadocia Natural Viagra”, un surtido de pipas, cacahuetes, pasas y una docena más de frutos secos. No parece que las ventas vayan a ser gloriosas: somos los únicos forasteros en varios kilómetros a la redonda. Como todos los turcos, Yüksel está muy pendiente de las negociaciones. “¡Gut, Avrupa gut! Va a ser bueno entrar en Europa, porque nos van a llegar dinero y fábricas”, dice, mirando al cielo.
     El diálogo con Bruselas se sigue con atención en los lugares más recónditos. Por ejemplo, en el pueblo de Suleyman, que vive en una aldea de quinientos habitantes encaramada en la montaña de Honaz, en Anatolia occidental, en la ruta hacia el mar Egeo. “Yo quiero entrar en Europa porque quiero que las culturas estén unidas, como solía ser en el pasado. Si estamos juntos en las ligas de futbol, en la otan, ¿por qué no en la Unión Europea?” Suleyman es fanático del Galatasaray y recuerda con orgullo el tercer puesto logrado por la selección turca en el Mundial de Francia. Nuestros pasos se cruzaron en una soleada pradera. Él cuidaba sus seis vacas y sus cuatro niños y nos dirigió un saludo en inglés. “Lo estudié dos años en Denizli, en la ciudad, en una época en la que trabajé de camarero. Quería superarme. Pero a mí lo que me gusta es el campo, así que decidí volver y criar vacas, como mi padre.”
     Suleyman es de baja estatura y pelo rubio pajizo. Tiene veintiocho años y se casó a los dieciocho con su prima Razziye, que entonces tenía catorce. Esa tarde nos ha invitado a cenar y nos espera en el camino de entrada a la aldea. Razziye se cubre la cabeza con un pañuelo al vernos llegar. Es tan risueña como el marido. En la planta baja de la casa viven los padres. Arriba ellos, con los muebles justos. Los sesenta litros de leche que obtiene a diario le permiten ir introduciendo mejoras poco a poco. Primero compró una máquina para ordeñar. Ahora piensa instalar un panel solar para calentar el agua, como se ve por doquier en el campo turco.
     Razziye extiende el mantel en el suelo y va colocando la comida: pimientos secos, arroz con pimentón, yogur casero, pan de pita. Las tres chavalitas y el crío de dos años, cuatro bellezas de ojos color miel, se sientan muy formalitos, armados con cucharas, que para eso hay invitados. Después del nacimiento de Ahmet, el añorado varón, Razziye se ligó las trompas. “Queremos otra vida para nuestros hijos”, explica Suleyman. “En mi época no había escuela ni oportunidades. Ahora los niños pueden llegar a la universidad.”
     Suleyman se muere de curiosidad por la vida en Europa, por los sueldos, las familias. “El otro día oí en televisión que Turquía tiene una población muy joven y que somos buenos trabajadores. En cambio en Europa la población está muy envejecida. Europa necesita a Turquía. Además, Europa es nuestro camino. Atatürk dijo que teníamos que ser europeos. Eso nos enseñaron.” Por eso no puede entender que su país genere rechazo. “¿Por qué Francia está contra nosotros? ¿Por qué no nos quieren?”
     El eco de las reticencias expresadas por una parte de la clase política francesa respecto al ingreso de Turquía en la Unión Europea retumba por toda Anatolia y genera un sentimiento de disgusto y humillación. Como a los vendedores de frutas del mercado de Pérgamo, que nos preguntan de dónde venimos. “Ispanya, Fransa.” Las sonrisas se borran de los rostros y el que nos pone las fresas empieza a despotricar en tono airado. Tres palabras despuntan en su alegato ininteligible: “Fransa, veto Türkiye.” El temor a que nos hiciera pagar las ofensas internacionales resultaría infundado: todas y cada una de las fresas eran soberbias, como lo son también las manzanas de Amasya o las mandarinas de Aydin. De ahí el miedo de los agricultores subvencionados de la vieja Europa. En Turquía, los tomates saben a tomates, algo que al “altermundialista” francés José Bové le parecerá, sin duda, inaceptable.
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     Yüksel, el vendedor de pipas de Capadocia; Suleyman, el pastor de Denizli o los fruteros de Pérgamo tienen todas las esperanzas puestas en esa Avrupa a la que han emigrado más de tres millones de compatriotas a partir de los años sesenta. Para la mayoría de los sectores populares de Anatolia, la Unión Europea se perfila como el maná materializado en carreteras, puestos de trabajo y mercados. Nuevas posibilidades, en suma, para salir de una vez de la pobreza.
     “Eso es lo malo”, comenta irónico el empresario Erdogmus, allá en Estambul. “El gobierno les mete en la cabeza que cuando entremos en la ue se acabarán el desempleo y la inflación. ¿No dicen los textos sagrados que no hay paraíso en la tierra?”
     Pero, claro, en Estambul lo tienen más fácil. La antigua Constantinopla goza de todas las infraestructuras y las comodidades de una gran ciudad occidental. Es la capital económica y cultural de Turquía, pero, ante todo, Estambul es Europa. Y, para que no haya ninguna duda, el gobierno ha puesto hace poco un cartel para los automovilistas que llegan desde Anatolia por los dos puentes que atraviesan el Bósforo: “Avrupada kitasina Hosgeldiniz” (Bienvenidos a Europa). Lo cual es, además, estrictamente cierto. Estambul se esparce por los dos continentes: es el extremo oriental de Europa y el arranque de Asia. Su geografía, como su historia, es híbrida y complicada.
     Estambul es el latido pausado de su corazón histórico, Sultanahmet, pero también el ritmo trepidante de su corazón moderno, la plaza Taksim. Es la atmósfera envolvente de la Mezquita Azul, del harén del palacio de Topkapi o de las callejuelas flanqueadas por las casas otomanas de madera. Pero también la angustia de una megalópolis de doce millones de habitantes, que se pierde en un horizonte neblinoso de cemento y chabolas. Es el cautivador espectáculo de los barcos que surcan incesantemente el Bósforo, y son los atascos en las autopistas saturadas de vehículos. En el puente de Gálata, donde cientos de pescadores lanzan sus líneas, día y noche, a las aguas oscuras del Cuerno de Oro, la brisa marina se funde con una contaminación insufrible.
     En Estambul se concentran la mayoría de los euroescépticos, y sus elites miran con cierta condescendencia a sus compatriotas asiáticos de Anatolia, cargados de ilusiones europeístas.
     “No necesitamos a Europa, porque ya estamos creciendo muy rápidamente”, dice la traductora Tendu Kavakli. “Tenemos mucho que perder, empezando por nuestra identidad, y nada importante que ganar. El costo de la vida se encarecerá. En cambio, Europa sí necesita de Turquía. De hecho, muchos europeos, tanto jubilados —ya tenemos treinta mil alemanes— como jóvenes profesionales, se están trasladando aquí en busca de mejores condiciones de vida.”
     Sería la vieja y declinante Europa, en todo caso, la que se salvaría con la incorporación turca. “Por su dinamismo y su cualificación, nuestra juventud constituye el seguro social de los europeos”, asegura Yaser Yaser, director de la Fundación para la Planificación Familiar. Más gráfico, el influyente columnista Mehmet Ali Birand escribe que “Turquía será el viagra de Europa”.
     La altivez que denotan estos argumentos, muy frecuentes entre las elites ilustradas, esconde también el miedo al fracaso de las negociaciones. Los turcos desconfían de la burocracia de Bruselas, y temen que, después de años de diálogo y listas de condiciones, al final se encuentren con un “Lo sentimos, pero no están listos para entrar en el club”. Una humillación a la que se anticipan adoptando una postura defensiva.
     “Europa nunca nos va a aceptar. Esta negociación de diez años no va a servir para nada. Tenemos demasiados problemas, y nos corresponde a nosotros resolverlos”, comenta un empresario. “Las condiciones que se imponen a Turquía son demasiado exigentes, y no las podemos cumplir, salvo para desaparecer. La mitad de la población vive en el campo. Producimos tabaco, azúcar, algodón, té, naranjas… La política agrícola de la ue supondría un duro golpe, por la aplicación de cuotas. Para Bruselas, Turquía sólo puede crecer con el turismo, la construcción y el sector textil, y no estoy de acuerdo. Tenemos que desarrollarnos tecnológica e industrialmente, y no hay razón para no lograrlo.”
     Las regulaciones comunitarias en materia de derechos sociales y laborales, incluido el trabajo infantil, han puesto en guardia a la industria textil, a los pequeños agricultores y al sector informal, que ha garantizado la supervivencia de millones de personas tras la brutal crisis económica y financiera de 2001.
     Europa no deja a ningún turco indiferente pero, al margen del debate a veces agrio entre los escépticos y los partidarios, otros manejan un discurso menos emocional. Es el caso de Etyen Mahçupyan, director del programa Democratización de TESEV, una fundación del sector privado. “Hasta hace poco era muy fácil hacer negocio aquí: había un sistema proteccionista que garantizaba los beneficios, aunque los productos fueran de mala calidad. Teníamos la economía paralizada. Ahora las grandes empresas tradicionales se han quedado obsoletas y están surgiendo nuevos grupos, en su mayoría compañías pequeñas más adaptadas al mundo moderno. Turquía va a cambiar tan rápidamente que incluso los propios turcos se van a sorprender. Por eso es muy importante la UE, para que nos dé las pautas. Tenemos insuficiencias legales, tenemos problemas de identidad no resueltos entre turcos, kurdos, alevíes, suníes que llevan a preguntarse si ser turco es una identidad patriótica o política… Y la Unión Europea puede ser un catalizador de esos procesos, para canalizar la energía de manera positiva y evitar el caos.”
     La biografía de Mahçupyan refleja esa voluntad de resolver el dilema identitario de los turcos: a pesar de ser cristiano y armenio, ha votado en las elecciones municipales y nacionales a favor del AKP, el partido de Erdogan y de los islamistas moderados. “El AKP es hoy el único partido político serio en Turquía, y sus dirigentes pertenecen a un nuevo modelo de musulmanes que quieren ser ciudadanos del mundo. Y a esto se debe la ilusión que despierta Turquía entre los sectores de oposición de Irán y de los países árabes.”
     El escritor Sunay Akin, kemalista empedernido, no cree en las buenas intenciones del AKP y ve a Erdogan como un caballo de Troya de los islamistas radicales. Sin embargo, él también desea el éxito de la negociación con Bruselas, aunque sea por motivos diferentes. No sólo de economía vive el hombre y Sunay Akin se apunta a la Europa de la cultura. “No puedo decir que no a la Europa del arte y de la ciencia, a la Europa de Goya, de Brecht, de Lorca, de Shaw, de Goethe, del Renacimiento… Quiero formar parte de ella.”
     Autor de varios libros de poesía y de una docena de ensayos sobre los orígenes culturales de la sociedad turca, este profesor de literatura en la Universidad de Mármara es, además, el fundador del recién inaugurado Museo del Juguete. “A la humanidad se la suele definir a partir del hombre pensante, el thinking man. Yo estoy del lado del hombre que juega, el playing man. Los juguetes son símbolos de la vida”, dice Sunay, mientras nos conduce por su flamante museo con el entusiasmo de un niño feliz.
     Unos mil quinientos juguetes de diferentes épocas y países han encontrado cobijo en una preciosa casa otomana, pintada de blanco impoluto, que resiste en medio de los bloques de cemento en la orilla asiática de Estambul. “Era nuestra vivienda familiar. Cuando la compraron mis padres estaba en ruinas, y la restauramos.”
     Las piezas se distribuyen en los cuatro pisos, en pequeñas habitaciones decoradas con exquisito cuidado por el escenógrafo teatral Ayhan Dogan. Son salas monográficas: el viejo Oeste, el circo, los viajes, la guerra, la caballería… Hay una vitrina muy especial para Sunay: la dedicada a juguetes religiosos. Un nacimiento, unas arcas de Noé y una iglesia comparten el espacio con el único juguete islámico que ha podido encontrar: un rompecabezas de Mevlâna hecho hace treinta años. “Tengo curiosidad por ver la reacción de los niños islámicos. Todos los críos, islámicos o no, juegan con los mismos juguetes. Mi propósito es usar eso como una barricada contra el fundamentalismo, porque los radicales de 2050 son los niños de ahora. Quiero que aprendan que la humanidad es una sola.”
     Barricada contra el radicalismo y puente hacia la integración europea. “Una Turquía que no tenía siquiera un museo del juguete, ¿cómo podía verse a sí misma en Europa?”, se pregunta Sunay. “Pretendemos cumplir las condiciones de la ue, la libertad de expresión, los derechos humanos… y nos olvidamos de los juguetes, que son el reflejo de la cultura. Siempre me ha impresionado la importancia que los niños tienen en Europa.”
     Sunay ha llenado con creces ese oprobioso vacío. Lo que no queda tan claro es si Bruselas lo añadirá a su catálogo de requisitos cumplidos. –

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