El periodismo desconocido de Rosario Castellanos

De todos los rostros de Rosario Castellanos, quizá el más peculiar y desconocido es el de Antígona, nombre que adoptó para firmar sus columnas de crítica teatral.
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Todos los escritores tienen secretos. Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925-Tel Aviv, 1974) es sin duda una de las autoras más enigmáticas de nuestra literatura. Su figura provoca preguntas que van de la curiosidad al morbo, ya sea por su muerte como por su vida sentimental. Castellanos fue varias Rosarios, y los años por venir serán el escenario de descubrimientos y hallazgos sobre lo que fue y pudo ser. Esta es la historia de una Rosario joven, ya “famosa” por haber publicado algunos “poemas muy bien comentados” y haber sido convocada a una gira cultural en Guatemala, pero lejos todavía de ser la escritora clave para las letras mexicanas en que se convirtió casi al mismo tiempo que fue nombrada embajadora de México en Israel.

En 1953 México atravesaba por el milagro mexicano, se había aprobado el derecho de las mujeres a votar y ser votadas, el partido gobernante era el PRI y la Revolución mexicana no era más que un recuerdo lejano. Rosario Castellanos tenía alrededor de veintiocho años, hacía tres se había graduado –entre “risas frecuentes de cuantos asistimos” a su examen profesional, recuerda Dolores Castro– como maestra en filosofía con la tesis Sobre cultura femenina. En 1951 había ido a Madrid, junto con Castro, a cursar estudios de estética y estilística. A su regreso en 1952, cuando trabajaba en Tuxtla Gutiérrez, se enfermó de tuberculosis. “Me llevaron a México. […] Meses de sanatorio y un reposo forzado. Complicación con otras enfermedades, problemas económicos, sentimentales. En fin, dos años catastróficos”, le contó a Elías Nandino.

Además de las desgracias a las que alude la chiapaneca, también tuvo la fortuna de ser becaria del Centro Mexicano de Escritores durante 1953 y 1954. En la fotografía que aparece en su expediente podemos ver a una Rosario con el pelo recogido hacia atrás en un chongo, su rostro es serio, pero la mirada vivaz. Durante esos años (1952 a 1956) Castellanos fue parte del Grupo de los Ocho, que acostumbraba reunirse cada sábado en casa de alguno de ellos. El resto de los integrantes fueron Dolores Castro, Roberto Cabral del Hoyo, Efrén Hernández, Honorato Ignacio Magaloni, Octavio Novaro, Javier Peñalosa y Alejandro Avilés. Este último señala que la muerte de Hernández derivó en el espaciamiento y fin de las reuniones, no obstante, la amistad continuó hasta las últimas visitas de Castellanos proveniente de Tel Aviv.

Avilés fue periodista, poeta y político, fungió como director de La Nación, órgano oficial del Partido Acción Nacional desde 1948 hasta 1963. La publicación, cuya periodicidad era semanal, mantuvo una sección cultural en la que los miembros de esta agrupación publicaron al menos una vez. Castellanos colaboró con el ensayo “La mujer ante los tiempos nuevos” (10 de mayo de 1953), donde aborda el tema del sufragio femenino recién aprobado, y una breve reseña sobre El llano en llamas (8 de noviembre de 1953), que sería uno de los primeros textos a propósito del libro de Juan Rulfo. En cuanto a poesía, encontramos “Tres poemas inéditos”, “Soneto inédito”, “La marca” y su traducción de la “Oda segunda. El espíritu y el agua” de Paul Claudel. Todas estas colaboraciones aparecieron entre 1953 y 1955. Salvo el soneto, los otros poemas forman parte de Poesía no eres tú, si bien tres fueron integrados como estrofas a “El resplandor del ser” y el otro fue publicado con el título de “Nocturno” en Al pie de la letra (1959).

En La Nación aparece también desde el 21 de junio de 1953 hasta el 25 de diciembre de 1955, en ocasiones interrumpida por algunos números, una columna de crítica teatral firmada por Antígona. Según Emilio Carballido, quien estaba detrás de este seudónimo era Rosario Castellanos: “De su pasión por el teatro y de su juicio crítico quedan innumerables crónicas publicadas en una revista del pan. […] Se firmaba ‘Antígona’, y la publicación empezó a venderse entre los teatristas gracias a esa columna. Nunca develó su seudónimo.” El dramaturgo revela esta faceta de su colega en su artículo “La niña Chayo”, aparecido en el Homenaje nacional de 1995.

A lo largo de las 86 columnas, Antígona reseña 98 puestas en escena. Los textos, al igual que la revista, aparecían semanalmente. La extensión de la columna es variable, no obstante, llama la atención que a partir del número 654 se vuelve más breve: mientras que en los números anteriores encontramos entre ochocientas y mil palabras, los posteriores a esa emisión tienen poco más de quinientas hasta que finalmente desaparece. Con un tono que va del humor a la ironía mordaz, Antígona analiza tanto el texto dramático como la actuación y la dirección, sin dejar de lado la escenografía, el vestuario y las reacciones del público.

Por ejemplo, al referirse a las virtudes de las obras de Jean Anouilh señala que son “la viveza del diálogo, la agilidad de la construcción, el manejo hábil de la intriga. No se puede pedir más para que sea agradable… de la manera que la contemplación de las ruinas es agradable”. En otra columna, Antígona critica el “proverbial malinchismo” de los directores mexicanos que eligen traducir y montar “obras mediocres de autores extranjeros de tercera y cuarta fila”. Remata la autora: “Porque si buscan la mediocridad no necesitan ir tan lejos. En nuestro propio ambiente pueden encontrar abundancia de autores autóctonos que den ciento y raya al más deleznable autor europeo que se le ponga enfrente.”

Usualmente, cada columna está dedicada a una obra, pero en ocasiones aborda más. Algunas de las piezas comentadas son clásicos del teatro español como La prueba de las promesas, de Juan Ruiz de Alarcón, y La Celestina, de Fernando de Rojas; en otras ocasiones aborda dramas de autores mexicanos como Solo quedaban las plumas de Rafael Solana, Moctezuma II de Sergio Magaña y La sinfonía doméstica de Emilio Carballido. La mayoría de los teatros a los que Antígona acudió estaban en el entonces Distrito Federal, algunos como La Capilla o el del Palacio de Bellas Artes continúan de pie, mientras que otros como el del Caracol o el Ideal desaparecieron hace tiempo. En este último, asentado en la calle de Donceles del Centro histórico, se representó en septiembre de 1953 Maternidad, una comedia de Catalina D’Erzell.

A grandes rasgos, la historia trata de una mujer virtuosa, llamada Rosario, que se casa, da a luz a tres bebés y es abandonada por su esposo. En ese contexto, la protagonista se entrega con abnegación a cuidar y sacar adelante a sus hijos, incluso rechaza una oferta de matrimonio; su labor no se ve recompensada ya que los vástagos toman malos caminos: una se casa sin consentimiento materno, otro la abandona y el tercero se vuelve morfinómano. Ella, desde luego, los perdona y ama hasta el final del tercer acto. Una trama apegada a lo que fuera el ideal de la maternidad a mediados del siglo pasado.

La reseña de Antígona comienza con una opinión sobre la autora, a quien “nadie, con autoridad, ha proclamado una escritora maravillosa o extraordinaria. Pero tiene su público. Un público sencillo, ansioso de conmoverse al ver reflejados su vida y sus conflictos, sin la menor intervención del arte. A ellos dirigía Catalina sus artículos periodísticos y también sus obras teatrales como la que ahora comentaremos”. Por este inicio, puede intuirse que el comentario crítico no fue favorable, pero es mejor leer las palabras de Antígona:

La autora se propuso –lo declara por boca de uno de sus personajes– pintar a la encarnación del ideal de la mujer mexicana. […] En principio no estamos de acuerdo con que el ideal de ninguna persona sea el de convertirse en alfombra para ser pisoteada. Y creemos que nadie tiene derecho a colocar el resto del mundo en la incómoda, humillante y vergonzosa posición de verdugo, solo para darse el placer de mostrarse como víctima.

Para la crítica, lo medianamente rescatable de la obra es la “discreta actuación” de los participantes, entre los que destaca la Emperatriz Carvajal.

Rosario Castellanos, como decía, entre 1953 y 1954 gozó de la beca del Centro Mexicano de Escritores, para el cual entregó un informe de sus actividades que justificaría la subvención recibida. Uno de los mecanuscritos de este material se encuentra en su expediente en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional; en él encontramos un ensayo sobre la mujer en México y algunos poemas. Otro documento fue encontrado en la legendaria bodega –donde también apareció el manuscrito de Rito de iniciación– y dicho ensayo fue publicado con el título Declaración de fe en 2012.

En 1954, cuando Castellanos preparaba el informe para el Centro Mexicano de Escritores, probablemente pensaba en que ese texto se mantendría inédito. En él examina cuatro momentos de la historia de la mujer en México: el pasado indígena, el mundo novohispano, la etapa independiente y, finalmente, la época actual. En el último apartado, Castellanos se vale de la obra de escritoras –dramaturgas, narradoras y poetas– contemporáneas para reflexionar cómo ha sido representada la mujer mexicana. Entre las primeras, todas autoras de piezas teatrales, encontramos a María Luisa Ocampo, Concepción Sada –sobre ella también escribió Antígona una reseña poco favorable– y Catalina D’Erzell.

De la también periodista guanajuatense, Castellanos aborda Maternidad. La chiapaneca no omite señalar que solo se refiere a este drama por su valor sociológico y no literario: “Catalina nunca tuvo más pretensión como escritora, que la de gustar a un gran público ansioso de ver reflejados sus problemas sin la menor intervención del arte. Un público que va al teatro para hacer cómodamente la digestión de una buena comida de domingo.”

A diferencia de la reseña de Antígona, en el ensayo Castellanos no comenta la representación teatral, en cambio se centra en la representación de la figura materna. Si bien no hay más coincidencias textuales entre la reseña y el ensayo, lo cierto es que se trata de una frase bastante larga como para considerarla una casualidad. En otras columnas, Antígona enfatiza la importancia de “pasar por el arte” o “poner a la altura del arte” determinado asunto de la historia mexicana –así lo dice a propósito de la pieza Moctezuma II, de Sergio Magaña–. Castellanos defiende esta misma idea en una carta de 1956 a Elías Nandino. Después de elogiar una crítica al surrealismo, realizada por José Medina Echavarría, Salvador Reyes Nevares y el propio Nandino, la autora afirma: “Yo estoy de acuerdo con ustedes en casi todos los puntos. Esas gimnasias a las que el escritor mexicano se ha entregado siguiendo modelos europeos, me parecen la más ridícula de las traiciones. Traición a una realidad que es la nuestra y que no ha sido interpretada por el arte, ni definida por la ciencia, ni domeñada por la técnica.”

“El teatro ha sido, desde el principio, una de mis aspiraciones más tenaces y menos satisfechas. Que lo he intentado con una tenacidad tan grande cuanto deplorables han sido los resultados”, confiesa Castellanos a su “único amigo a la altura del arte” Raúl Ortiz y Ortiz en una carta de 1973, poco tiempo antes de que emprenda la escritura de El eterno femenino, su farsa teatral póstuma. La revelación es significativa porque nos deja ver la importancia nodal del teatro en la escritura de Castellanos, pero también su inseguridad con respecto a sus logros.

Desde 1947 encontramos reseñas de poemarios y libros de prosa firmados por Castellanos, pero no de dramas. Al respecto, solo podemos mencionar un artículo publicado en dos partes en el periódico El Estudiante (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas) en 1949 sobre El teatro griego, donde se advierte el profundo conocimiento que tenía de los antiguos dramaturgos. Algunas de las mujeres que publicaban reseñas teatrales hacia 1953 fueron Margarita Mendoza López, Concepción Sada, Lya Engel, Rosa de Castro, Martha Elba y Luz Alba. Si bien no era un páramo para las críticas de teatro, hay que decir que los críticos más reputados eran varones, entre ellos Armando de María y Campos, quien alcanzaba niveles de censor al influir en las autoridades para quitar o mantener una obra en la cartelera.

¿Fueron las dudas sobre sus logros en la dramaturgia, el terreno poco propicio para ejercer la crítica teatral desde su nombre de autora o cierto pudor por publicar en la revista del partido de oposición los motivos que llevaron a Castellanos a elegir el seudónimo de Antígona? Quizá una mezcla de todo ello. Lo cierto es que la elección de este personaje icónico tampoco es casual. Antígona es la que desobedece, la que se rebela radicalmente contra lo impuesto. Antígona podría perfectamente haber respondido como Castellanos en una entrevista para Nivel: “me niego a aceptar que las glándulas determinen un destino”.

Algo que caracteriza la obra de Castellanos es la disciplinada búsqueda de transformación. En ese camino la chiapaneca echó mano de su conocimiento libresco, pero también de su experiencia vital. Ese proceso la llevó a entretejer la realidad mexicana –su realidad– con mitos de orden clásico. Así lo explica María Luisa Gil Iriarte en una novedosa interpretación sobre Balún Canán –publicada solo unos pocos años después de la columna de Antígona–. Según la estudiosa, Castellanos “trasplantó” el mito de la hija de Edipo a la circunstancia chiapaneca. Esa no fue la única vez que su conocimiento especializado sobre mitología le permitió construir su obra. En “Lamentación de Dido” y “Testamento de Hécuba” recurrió a dos mujeres míticas para entreverar su voz contemporánea con la estructura narrativa de estas dos figuras; otro tanto ocurre en Salomé Judith, si bien de raigambre bíblica.

Construida casi por los mismos años que los ejemplos anteriores, Antígona es parte de la búsqueda de su voz mediante la imagen de otra. Se trata de la máscara más radical de Castellanos, pues ocupó una parte del espacio público. Si bien La Nación era una revista que no estaba en el centro del medio literario, según el dicho de Carballido, el semanario comenzó a venderse gracias a la columna. Lo cual quiere decir que sus opiniones tuvieron eco entre otros espectadores y críticos de la época.

Como Rosario, Antígona era una hija desobediente de su tiempo. Además del afilado humor, comparten la propensión al rigor estético por encima de otros valores, la preocupación por educar al público en el buen teatro, el amor por los clásicos hispánicos, la avidez por el teatro moderno, las malas críticas sobre autoras como Concepción Sada y Catalina D’Erzell y las muy buenas opiniones sobre autores como Sergio Magaña, Emilio Carballido, Salvador Novo, Rodolfo Usigli y Luisa Josefina Hernández. Durante dos años, Castellanos se puso el rostro de Antígona; desde ahí escrutó una parte de la escena teatral mexicana, pero su mirada también nos dejó apuntes críticos sobre esa franja de la realidad nacional y la construcción de nuestra cultura. Como Antígona, Rosario trascendió su tiempo gracias a su escritura insumisa. ~

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es escritora, defensora de derechos humanos y doctora en letras. Entre sus libros se encuentran Procesos de la noche (Almadía, 2017), Barranca (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2018), Lengua hierba (Heredad, 2023) y Periferia (Almadía, 2024). Actualmente realiza una estancia posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas.


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